martes, 13 de abril de 2010

El Escolta (XXIII)

Su casa. Su salón.

Las lámparas brillaban con resplandor azulado, la mesa labrada estaba adornada con bellos candelabros. Las fuentes de comida desprendían los aromas deliciosos y el vino era excelente. Los divanes con las pipas de maná cargadas aguardaban al otro lado a que los comensales terminaran la cena, y Flavea y Aline se afanaban en torno a los invitados, sirviendo vino, retirando platos y colocando otros.

Lady Davinia era, sin duda, el alma de toda recepción. Acaudalada, viuda y culta, poseedora de un ingenio envidiable y con la virtud de hacer interesante cualquier conversación, se la tenía por una de las damas más deseadas y hermosas de la ciudad. No poseía ningún título, ciertamente, pero todo el mundo le otorgaba el tratamiento de Lady. Nadie tenía dudas de que algún día llegaría a pertenecer a la nobleza. Astenius Veralhad y su esposa Belise eran los dueños de un pujante emporio textil. Sus ropas eran maravillosas, su estilo, inigualable. Y por supuesto, Selayne se sentía entusiasmada y como pez en el agua con aquellas gentes.

Velantias se había vestido bien. Se había recogido el cabello. Nunca se permitía avergonzar a su esposa en eventos de este tipo, pero era consciente de que su vieja casaca, por muy bien conservada que estuviera y muy evocadores que fueran los bordados de oro en los puños, no era la última moda. En cualquier caso, nadie haría comentarios, y la anfitriona era Selayne, no él.

Su casa. Su salón. Su esposa. Su vida.

Habitualmente, en esta clase de cenas, acababa por dejar de prestar atención a la conversación y se retiraba el primero. Sin embargo aquella noche, cuando sirvieron el faisán relleno de manzanas, adornado con plumas de dracohalcón y con fruta cortada simulando motivos vegetales, su habitual ensimismamiento le resultó imposible de mantener. Maldita fuera su estampa, parecía que últimamente todo el mundo hablaba de lo mismo.

- No creo que tengan nada que decir - sentenció Astenius, sorbiendo su vino con ligereza y manteniendo levantada la barbilla. - Los sacerdotes de Belore se están excediendo, es intervencionismo. ¿Por qué deben ellos dar su opinión sobre asuntos arcanos?
- Estoy de acuerdo - le apoyó Davinia, con una sonrisa coqueta de labios rojos - Y un comunicado del mismísimo Custodio del Orbe. ¿Donde se ha visto? Es algo sin precedentes.

Ambos intercambiaron una mirada. Velantias rozó su porción de faisán con el tenedor de plata.

- Pues a mi me parece adecuado - dijo Belise. - El clero de Belore debería tener mayor participación en estos asuntos, en todos los asuntos. Son nuestros guías espirituales, al fin y al cabo, y quién más adecuado para llamar a la reflexión que el propio Custodio.
- Querida, desde siempre los custodios han tenido una función muy clara - sonrió su marido, mirándola con gesto condescendiente. - Custodiar el Orbe del Sol. Esa es su función. Es lo que deben hacer, no sermonear a los magísteres.

Belise negó con la cabeza, batiendo las pestañas.

- No comparto tu opinión, esposo mío. Creo que el Honorable Allure Lucero de Estío no está inmiscuyéndose en nada que no le afecte. Pensémoslo detenidamente - añadió, ensartando un trocito de manzana en su cubierto. - ¿Somos conscientes de todo lo que implica la creación de un clima artificial? Habría que acotar todo Quel'thalas en el interior de una burbuja mágica, imbuir todo el Reino. Y eso podría afectar a la Torre Blanca, quizá al mismo Orbe. Si tiene que protegerlo, es normal que tenga reticencias al respecto.
- ¿Y por qué no exponerlas con claridad en lugar de lanzar ese comunicado religioso hablando sobre inviernos y veranos? - replicó Davinia, mordiendo una uva entre los dedos y mirando de reojo a Astenius. - No, creedme, esto es intervencionismo se mire por donde se mire. He tenido oportunidad de conocer al Honorable Custodio, y deberíais ver cómo es para comprenderlo.

Velantias agarró la copa con suavidad. Probó el vino, con un ligero pálpito en las sienes. No era la primera vez que escuchaba su nombre, tampoco la primera que hablaban de él delante suya, pero no cabía la menor duda de que ahora era el tema predilecto en los salones del reino. Tendría que acostumbrarse. Aquella última mención por parte de Davinia le removió algo por dentro, y la miró por un instante.

- ¿Habéis conocido al Custodio, milady?

Escuchó su propia voz, casi sorprendido de sí mismo. La reacción de los invitados fue similar. Todos se volvieron hacia él, y su esposa sonrió espontáneamente, quizá pensando que por primera vez, Velantias se animaba a participar en una de las tediosas conversaciones de la cena.

- Si, tuve ocasión cuando acompañaba a mi madre, quien peregrinó a la Torre Blanca para pedirle una bendición a causa de sus dolores de huesos - respondió Davinia, reponiéndose de la sorpresa con gran elegancia.
- Contadnos, ¿cómo es el misterioso Guardián del Orbe? - inquirió Astenius, girándose hacia Davinia.

Ésta pareció encantada de acaparar la atención y se tomó su tiempo en masticar la suave carne de ave, tragar y beber algo de vino antes de complacer a sus oyentes.

- Nos recibió en la playa, rodeado por un grupo de ancianos. - explicó con petulancia - Es un joven muy hermoso, y pulcro como el que más, con una voz delicada, una delicia para los oídos, pero sus ojos parecen viejos. Como si estuviera cansado, o triste. Sin embargo, aunque al principio me pareció una criatura frágil, enseguida me di cuenta de que no era así.
- ¿Qué queréis decir? - Belise frunció el ceño.
- Los ancianos le miraban como si les diera miedo. Uno de ellos, que llevaba una venda en los ojos, se quedó atrás todo el tiempo, pero los otros dos se acercaron a susurrarle un par de cosas, y él les fulminó con la mirada. Enseguida agacharon la cabeza. Y al momento, el Custodio volvió a nuestra conversación con la misma placidez de antes.
- ¿De qué hablásteis?

Davinia miró a Selayne con una leve sonrisa.

- Mi madre quería que el Custodio la bendijera y le ayudara con su dolor de huesos. Él la miró con mucha firmeza y le dijo que podía bendecirla, sin duda, pero que si le dolían los huesos era por sus hábitos sedentarios y lo poco que cuidaba su salud. Que podría sanarla, pero que si ella seguía sin cuidarse, ya sabéis los problemas de mi madre con el maná, siempre volverían a dolerle. Y la envió a casa sin sanarla, insinuando que era una vaga y que más le valdría ponerse en forma y cuidar de sí misma, "apreciar los dones que se nos dan", creo que dijo.
- Cielos, qué engreimiento - replicó Astenius, volviendo los ojos al cielo.
- Eso mismo dijo ella - rió Davinia.
- No lo entiendo. ¿No deberían los hombres santos ayudarnos y curarnos? - preguntó Belise, algo consternada.
- Ese custodio parece no tener más interés que en sí mismo, y sin duda, por lo que Davinia cuenta, es un manipulador y un intervencionista. A saber con qué medios tiene amenazados a esos sacerdotes - insistió Astenius. - Espero que sus arengas sobre otoños e inviernos no tengan el menor efecto.
- ¿Que opinas tú, cariño?

Velantias aflojó los dedos, que había crispado alrededor del tenedor. Luego les miró uno a uno. Los rostros maquillados de las damas. El aspecto indolente del caballero. La expresión casi burlona de Davinia, el gesto ovejuno de Belise, el rostro anhelante de su esposa.

Su casa. Su salón. Su vida. Su mundo. No eran suyos, debían ser de otra persona.

- Creo que no tenéis la menor idea de lo que estáis hablando, ni de quién estáis hablando - replicó al fin, limpiándose la boca con la servilleta. - Si me disculpáis, señores, señoras...

Velantias descorrió la silla y subió las escaleras, dejando atrás las miradas perplejas de los invitados y el rostro herido de su esposa. Abrió la puerta de su despacho, sin encender las luces, retiró las cortinas y dejó la ventana abierta. Luego se sentó en el sillón y contempló como la brisa hacía golpear los visillos contra la pared, sumido en los recuerdos que atesoraba, dejando pasar el tiempo.

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