martes, 13 de abril de 2010

El Escolta (XXV)

- Qué vistas más maravillosas.

El bote se bamboleaba con suavidad, bajo un cielo despejado y un viento calmo. Los barqueros remaban, y sobre el mar quedaba una estela blanca de espuma marina, sobre la superficie oceánica que resplandecía bajo la luz del sol de la mañana como una reluciente cota de mallas. Selayne sonrió y hundió una mano en el agua, sacándola después y pasándosela por los labios. Velantias la miró. Parecía muy contenta.

- Ya estamos llegando al muelle - indicó Lord Albanys, sonriendo a su hija - Sin duda es hermosa.
- Sí que lo es. ¿Verdad, esposo mío?

Velantias asintió con la cabeza. La Torre Blanca se alzaba, como siempre, resplandeciente. Recordaba haber recorrido este mismo camino, quince años atrás, vestido con una armadura menos ornamentada y no tan cara como la que llevaba hoy. Lord Albanys le había proporcionado una vida cómoda, el acceso a mejores equipos, espadas de buen acero y un buen impulso a su reputación. Nunca había llegado a saber cómo se las apañaron los malditos viejos y Lord Farnell para hacer que su estancia anterior en la Torre Blanca se borrara de todo historial. Oficialmente, Shorin Jinete del Sol era el único guardián del Custodio y lo había sido siempre, y oficialmente, estaba vivo. Pero Velantias sabía la verdad, y una fuerte punzada de nostalgia dispersaba sus pensamientos mientras rememoraba un viaje muy diferente en una barca parecida, con un muchacho inconsciente al que despertó arrojándole agua en la cara. Por entonces, él tenía menos pesos en su alma, sus placas no brillaban tanto y desde luego, estaba mucho menos nervioso.

- Es un hecho sin precedentes - comentó Lord Albanys al escolta, inclinándose un poco hacia él. - Nunca hasta ahora ha tenido lugar una conferencia en el interior de la Torre Blanca, que por primera vez abrirá sus puertas por completo. Y solo para nosotros.
- Los magíster deben sentirse honrados - dijo, sintiéndose obligado a decir algo.
- Lo estamos, lo estamos. Es todo un honor, y una buena prueba por parte de los sacerdotes de Belore de que desean llegar a un consenso. Los ánimos empezaban a crisparse.
- Esperemos que todo vaya bien.
- Les expondré las planificaciones previas para extender una barrera mágica en torno al Reino y debatiremos cómo hacerlo para que todos quedemos contentos - el arcanista suspiró, frunciendo el ceño. Tenía un rostro noble y cercano al mismo tiempo, era un elfo simpático de avanzada edad, paternal y agradable, que siempre se había portado bien con Velantias. - Confío en que el Honorable Custodio y yo acabaremos entendiéndonos. Se me dan bien estas cosas.
- No lo dudo, señor.

Velantias sonrió a medias. Sí, Lord Albanys era agradable y convincente. Al fin y al cabo le había convencido a él para casarse con su hija. ¿Qué iba a pensar Allure al verle casado? ¿Le habría olvidado? Quizá ya no era nada para él, o peor aún, era posible que le odiase al enterarse de que tenía esposa. Y estaba en todo su derecho. "Lo más probable es que esto le haga daño". Pero aun así, el escolta se sentía incapaz de hacer otra cosa que no fuera lo que estaba haciendo en aquel momento. Desembarcar, hecho un manojo de nervios, en el muelle que tan bien conocía, y despedirse de los barqueros tras ayudar a su esposa y a su suegro a poner el pie en la orilla.

- ¡Es aún más bonita que vista desde el mar! - Exclamó Selayne, tomando el brazo de su padre.
- Y mira qué arena tan fina.

"¿Habrá sabido de mi llegada?" Velantias se colocó detrás de Lord Albanys, el escudo a la espalda, la espada al cinto, la armadura de gala, dorada y roja, brillando como una llama. El corazón le retumbaba en los oídos, y la sangre parecía estar siendo batida dentro de sus venas. Se ajustó el cordón de cuero con el que se anudaba los cabellos, con la mirada fija en la estructura blanca, que se alzaba, estilizada, hasta el firmamento.

- ¿Vendrán a recibirnos?
- No lo ... ah, mira. Se abren las puertas.

Como un tambor de guerra, el latido intenso parecía golpearle incluso en la coraza. Había crispado los dedos en la empuñadura, como si fuera a enfrentarse a un peligro inminente, y así era. Aquella espera y la terrible incertidumbre le estaban enloqueciendo. Una parte de sí habría querido echar a correr y empujar esa maldita puerta, que había golpeado fútilmente días y noches enteros. Pero Velantias no era esa clase de persona. Esperó, mientras los batientes giraban en silencio, solo interrumpido por los chillidos de las gaviotas y el rumor del mar, y uno de los monjes de cabeza afeitada apareció finalmente, avanzando hacia ellos.

Unos cuantos más salieron, y comenzaron a formar sobre la arena, a ambos lados de la puerta, a modo de pasillo. Tenían las manos enlazadas bajo las mangas de la túnica y la vista al frente. Recordaba el muro que habían supuesto sus cuerpos mientras arrastraban al Custodio escaleras arriba, recordaba que Allure había golpeado a algunos de ellos, y que le habían parecido autómatas sin personalidad. Y a pesar de la ira que le despertaba aquel recuerdo, cuando el que había avanzado hacia ellos se detuvo a pocos pasos y les miró, se dio cuenta de que algo muy importante había cambiado.

- Saludos, nobles visitantes - dijo el monje, esbozando una clara sonrisa. Su mirada les contemplaba de frente, chispeaba con vitalidad. - Es un honor recibiros. Venid conmigo hasta la puerta, donde el Honorable Custodio os dará la bienvenida de rigor.

"Habla". Había reprimido el respingo de sorpresa ante aquel detalle inesperado, y de alguna manera, lo contuvo en su interior.

- Gracias, noble devoto - replicó Lord Albanys, que siempre tenía las palabras y las formas correctas. - Os damos las gracias por recibirnos y os seguimos.

Selayne hizo una leve reverencia, del brazo de su padre, y la pequeña comitiva se puso en marcha. La arena se hundía bajo sus botas, y se le había secado la garganta. "¿Hablarán todos?", se preguntó, al llegar al pasillo de cabezas calvas. Los monjes se inclinaron al unísono cuando otras tres figuras blancas aparecieron en la puerta y se quedaron al pie de la escalera.

Velantias tragó saliva. El viejo ciego, el Venerable Iorun, apoyado en su bastón, con una leve sonrisa. El maldito calvo de Coreldin y el otro, el bajito y rechoncho de cuyo nombre no se acordaba nunca. Desgraciados hijos de mala madre... empezó a sentir el habitual calor de la ira y apretó los dientes cuando la mirada de Coreldin pasó sobre él con indiferencia. "Si no me calmo, haré una locura", se dijo.
Pero entonces la última figura apareció, y la ira, la rabia, incluso el nerviosismo se disiparon, como barridos por una brisa fresca y renovadora, al contemplar al Honorable Allure Lucero de Estío cruzar con gracilidad las puertas y descender la escalera, con la toga blanca deslumbrante, el cabello cayéndole sobre un hombro en diminutas trenzas anudadas y una sonrisa ligera bailando en sus labios, en las estrellas de sus ojos de celestial azur.

- Oh... - la exclamación de Selayne, sólo un leve susurro.

Los monjes se mantuvieron inclinados mientras el Custodio caminaba, descalzo sobre la arena, al encuentro de sus invitados. Después se alzaron, y fue Allure quien se inclinó brevemente, intercambiando los saludos con los recién llegados. Velantias no acertó a moverse. Le llegaba su aroma, su presencia era como un sueño revivido y evocado a la perfección, su mirada era alegre, y le miraba, le miraba, le miraba como entonces lo había hecho. Estaba ahora luchando por contener las lágrimas como antes lo hacía por no mostrar su ira. "Me recuerda. No me odia. No me ha olvidado. Sus ojos son dulces".

- Os doy la bienvenida a la Torre Blanca, Lord Eremin Albanys, Lady Selayne Auranath, Sir Velantias Auranath.

"Lo sabe"

- Gracias por recibirnos, Honorable Custodio.

Se sintió repentinamente sucio. Indigno, manchado, infiel. Y sin embargo, se resignó al ver que la dulzura de su mirada, que su suave sonrisa, parecía estar dedicada a todos ellos, a los tres, que no había nada de especial en que le sonriera o le mirase.

- Venid, por favor. Os presentaré a mis asistentes y consejeros. - dijo Allure, invitándoles a avanzar - Aquí el Anciano Coreldin, el Anciano Shulkar y el Venerable Iorun, mi predecesor.
- Un honor conoc...
- Entremos. Os mostraré la Torre y vuestras dependencias.

Coreldin se quedó a media genuflexión. Iorun soltó una risilla. Allure había cogido del brazo a un perplejo Lord Albanys que le seguía, casi arrastrado dentro de la torre, y su hija, tras sus pasos, sonreía, divertida y emocionada. Velantias se quedó atrás, frente a los ancianos. También él estaba perplejo. Coreldin carraspeó y se incorporó, mientras los monjes volvían al interior. Algunos de ellos saludaban a Velantias con la mano, susurrando un "hola" o un "me alegro de verte", y el escolta tuvo la impresión de que la risilla de Iorun se debía en parte al desplante ante Coreldin y en parte a su propia cara.

- Veo que... ha habido muchos cambios - dijo al fin, agitando la cabeza con incredulidad.
- Guardad silencio. Nadie debe saber que conocisteis este lugar - escupió Coreldin, volviendo adentro seguido por Shulkar, sin disimular su malhumor.
- ¿Qué le pasa?
- Que él preparó su propia comida y ahora no puede comer tanto - replicó el Venerable Iorun, riendo entre dientes y poniéndole la mano en el hombro. - Bienvenido de nuevo, Sir Velantias.

El escolta arrugó el entrecejo, mirando hacia el interior de la Torre. Vio cortinas de colores. Tablillas votivas en las paredes. Macetas con plantas, que algunos monjes regaban hablando entre sí. Le llegó el aroma a tarta de frutas, y escuchó a alguien cantar y tañir un arpa.

- ¿Sorprendido?
- Mucho - admitió el escolta.

No era para menos. Allí donde nada cambiaba, todo parecía haberlo hecho.

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