viernes, 8 de enero de 2010

El Cruzado - Nadire

Es imposible. Hace rato que ha perdido el hilo de las palabras, ya no se acuerda de lo que estaba diciendo, y es importante acordarse. Abraza a Wilwarin, su mujer, es su mujer y la ama, se refugia en ella para no perderse de nuevo en ese sueño de carne sentado frente a ellos. Intenta hilvanar las palabras de manera que nadie perciba su tensión, la rugiente avidez que brama en su piel, en su carne, en su espíritu.

Están conversando en el Frontal de la Muerte. Mith, embarcado en alguna estúpida reflexión sobre sus estúpidos artefactos de estúpida ingeniería gnómica, aprovechando la pausa. Wilwarin escuchando, como es habitual en ella. Y Nadire… Nadire. En fin.

"No la mires", se dice. Se desobedece. Ah sí, la conversación. Estrategias de combate.

- Nos dividiremos en dos grupos – retoma el hilo, casi aferrándolo. - Unos atacarán la isla desde el Norte y otros desde el Sur. Ya tenéis las órdenes, ¿verdad?

Las órdenes. Una batalla. Muchas cosas están en juego, pero ahora el universo parece girar alrededor de la lengua rosada de la elfa que se lame los labios en un gesto rápido, frente a él, su mirada cargada de deseo. Por la Luz, ¿es que nadie lo ve? ¿Nadie se da cuenta de cómo le está mirando ella a él, de cómo le mira él a ella cada vez que sus ojos se cruzan?

Quizá Wilwarin lo haga, porque observa a Nadire y luego se aprieta un poco más contra su espalda. ¿Puede ella notar la tensión violenta de las energías entre ambos? Si lo nota, no dice nada. Seguro que percibe, sentada como está entre sus brazos, los músculos endurecidos de su cuerpo, el leve despertar de los nervios, el calor que no puede evitar irradiar cuando desea. Porque desea, desea en carne, alma y mente, con una potencia que le haría perder los papeles absolutamente si no estuviera encadenándose. Y sus propias cadenas le ahogan.  "Mía", se dice. "Mía, mía... dioses, la quiero ahora, ya". Se repite los motivos por los que no puede tomarla ahora, ya, y le suenan débiles, absurdos, aunque sabe que son lógicos.

- ¿En qué grupo vamos cada uno?
- Lee las órdenes, Mith. – replica, algo seco.

Nadire se aparta el pelo oscuro del rostro. Es bonita, con esa belleza tentadora y sensual bien estudiada, hecha para el deseo y las noches húmedas bajo el resplandor de las velas. Las hebras de cabello negro se rizan suavemente en ondas sinuosas sobre los hombros, ondulan hasta la clavícula. A través de las aberturas de la toga, adivina la piel cremosa, pálida. Recuerda su tacto. Se deshacía entre los dedos, como espuma marina.

- … cuando lleguemos?

Parpadea y mira al caballero alzado.

- ¿Qué?
- Que dónde nos reuniremos cuando lleguemos.

Nadire se ríe de Mithos, menea la cabeza y le mira.

- Mira que eres idiota. – le dice - Lee las órdenes.

El caballero la mira a ella, sus ojos de azul gélido bailan divertidos, desvía la vista hacia sus senos un instante. “Pero será cabrón… yo lo mato. Lo mato.” El estallido de celos irracionales, de arrebatada posesividad le pillan por sorpresa, haciendo que se tense más, y su esposa le observa de reojo, silenciosa como siempre. No dirá nada. Ella nunca dice nada, casi nunca, aunque sepa más de lo que quiere revelar. Está seguro de que Wilwarin sabe lo que está pensando en ese momento, mientras imagina diversas formas de desmembrar a Mithos, y se vuelve hacia Nadire. Nadire. Nadire. El rostro ovalado, de aire ligeramente infantil, la femineidad que destila incluso el arco de sus cejas oscuras, la nariz graciosa y menuda, los labios carnosos, el suave óvalo de su rostro, las pestañas negras que bordean los ojos verdes, líquidos, como joyas engastadas. Sí, la piel de Nadire se deshace entre los dedos como espuma marina. La recuerda perlada de sudor, gimiendo entre sus brazos, danzando sobre él, una amazona de piel blanca y negros cabellos. Yaciendo entre las sábanas, una princesa de brazos como cisnes y fragancia dulce, perfumada, embriagadora, que podría ser veneno, que lo es. 

Debería estar en un sótano, encerrada, sólo para él, y no aquí. No ante la mirada lasciva del caballero. Sin embargo ella, más que ignorarla, más que ofenderse, se recoloca el escote. “Los mato a todos”. Construye una excusa rápidamente en su pensamiento, fijando la mirada en la elfa. 

- Bien, Nadire y yo tenemos que reunirnos con Abrahel en el Sagrario – dice, con gran seguridad. Ella le mira, divertida, pero cuando responde con su propia mirada ávida la expresión burlona se borra de su rostro al momento. Casi le parece verla palidecer. – Luego nos vemos. Nadire. Baja inmediatamente.

Su voz ha sonado imperativa. No tiene tiempo de preguntarse si le obedece a causa de la hirviente excitación que adivina en su figura apresurada, si la nerviosa manera en la que se alisa la toga tiene que ver con las palabras que acaba de pronunciar y la mirada que hace pesar sobre ella. No puede evitarlo. Toda la potencia de su deseo contenido, que despierta en el momento que la ve aparecer, cae sobre el grácil cuerpo que se apresura hacia el Sagrario al mirarla marchar, y es consciente de cómo la aplasta con su ansiedad. Cuando desaparece, se vuelve hacia los demás y estrecha a su esposa hacia sí, besándola en el cuello. Se siente culpable. Terriblemente culpable, incapaz de controlar lo que ya ha asumido como una inevitabilidad.

"Tendré que acostumbrarme a ella", se repite, consciente de que no puede permitir que el deseo le arrolle de esa manera en cualquier momento, en cualquier lugar. Y con la vana esperanza de que eso sea así, tratando de cabalgar las olas que le arrastran, se despide de sus compañeros, se despide de su esposa amada, que le dedica una mirada algo melancólica y una leve sonrisa teñida de tristeza, y camina hacia el subterráneo donde los brujos han construido algo parecido a su hogar.

- Nos reuniremos antes del ataque.

Mithos asiente, Wilwarin asiente, todos asienten. Dioses. Siente el peso intenso en la parte baja de la espalda, como si tuviera los riñones cargados de cemento, el chisporroteo en la sangre y el hambre cruel anudándose en el estómago, secándole la boca. Desciende la rampa y aparta los cortinajes, dedicando una mirada de suficiencia a los instructores, los Maestros del Arte. Si alguno pretendía echarle o preguntarle qué hacía allí, las palabras han debido morir en sus gargantas por algún extraño motivo. Una de las damas sonríe a medias con gesto burlón. La atraviesa con la mirada, haciéndole apartar el rostro, antes de dirigirse hacia la silueta breve que permanece de espaldas, toqueteando los frasquitos de una de las mesas adyacentes. El vestido color crema se pega a su cuerpo, como un guante preciso y ceñido, marcando la estrecha cintura, las curvas perfectas de sus caderas, las nalgas redondas como frutas maduras. Y esa línea endemoniada de la columna, que define su espalda sutil.

Se lame los labios y percibe la tensión vibrante entre los dos. Sabe que ella no necesita darse la vuelta para reconocerle. Nadire sabe que está ahí. Sabe que cada paso que da le acerca más a ella, y paladea el estremecimiento interior de la elfa. El cabello negro ondula suavemente cuando gira el rostro un instante hacia un lado, permitiéndole atisbar su perfil, el resplandor velado de los ojos glaucos, las negras pestañas. Y mastica las energías fluctuantes, primitivas, que se escurren de uno a otro cuando se detiene, casi rozándole la espalda con su pecho. Mastica el perfume de la piel pálida, el aroma femenino provoca una punzada de hambre violenta, casi le hace salivar. Ella respira con cierta agitación, su atención fija en los frasquitos de la mesa.

- Sabes... - murmura el paladín, acercando el rostro a los cabellos de brea. No puede evitar que su voz esté teñida de la tensión propia del depredador, rasposa y grave en cada pronunciación. - Abrahel no va a venir.

Podría cerrar las manos en torno a su cintura, escurrir los dedos hasta los pechos redondos y pesados, estrecharlos hasta hacer que se alcen turgentes sus frutos deliciosos, atraerla con suavidad hacia sí y balancear las caderas para mostrarle lo que su mera presencia provoca en su sangre, en su cuerpo, hacerla sentir la prueba de su derecho. Pero no hace nada. Con un deleite enfermizo, respira cerca de su cuello y escucha con atención el aliento entrecortado que escapa entre los dientes de la muchacha.

- Lo imaginaba - responde ella, en un susurro algo trémulo.
- ¿Qué es eso? - señala los frasquitos con la barbilla, acercándose un poco más. Dioses. No importa lo que diga, el timbre de su voz está impregnado de seducción. Se maldice por su incapacidad para disimular, y maldice a Nadire, que se ha convertido en su prueba de fuego particular. Y la manera en la que ella responde, prensando las yemas de los dedos temblorosos sobre la mesa y suspirando levemente, le hace preguntarse si es él el único mártir en esta situación.

- Son... son preparados.

"No lo eres, sabes que no eres el único, estúpido engreído egocéntrico. Puedes sentir cada leve vibración de excitación en ella, percibes su propia sed de ti. Puedes ver como cada fibra de su ser se encoge, ávida y reseca, aún sufriendo más agonía con la cercanía del agua que anhela. Deja de hacer el gilipollas. Pon fin a la tortura", se dice. Y lo hace.

Nadire da un respingo cuando la gira, tomándola por la cintura, y la mirada del paladín se funde con los ojos verdeantes.

- Tengo que acostumbrarme a esto - espeta a media voz, cortante, casi acusador. Le arden las manos. La sangre chispea en las venas.
- No eres el único - replica ella, confirmando sus pensamientos. De nuevo la siente fundiéndose entre sus manos, la recorre con los ojos ávidos, famélico de su sabor y su tacto. La figura de la elfa parece despertar al paso de su mirada, los pechos se elevan, el talle se arquea, su aliento se vuelve apresurado. El anhelo violento le llega también desde el otro lado, y se da cuenta entonces. Es plenamente consciente de que todo será en vano.

Se abalanza sobre sus labios, gruñendo con un último e inútil quejido de contención que da paso al abandono del beso agónico. Cierra las manos en sus muñecas y las apresa contra la mesa. Ah, Nadire... la piel de terciopelo y espuma marina, los labios perfumados y el delicioso aliento, la saliva dulce, casi azucarada, y el cabello de algodón hilado. La lengua suave se enreda en la suya, la atrae hacia su boca al cernirse sobre ella, y escucha el tintineo de los frascos de cristal cuando la empuja, brusco y violento en su afán de abarcarla, poseerla y dominarla. El débil gemido de abandono que muere en los labios femeninos, los dedos que pugnan por rozar las placas de la armadura, el calor que desprende su cuerpo, el aroma de la gacela que se tiende y muestra el cuello, tentando al depredador, sangrando ante él. Todo ha sido en vano, hace tiempo que todo lo es.

Se separa un instante, el tiempo suficiente para levantarle las faldas de un tirón y escurrirse entre sus piernas, abriéndolas con las suyas mientras la eleva de la cintura para apoyarla en la mesa. Algunos frascos caen al suelo, los brujos miran alrededor, parece que Alamma va a decir algo. Y la mirada de Nadire, completamente sorprendida se fija en la suya, sonrojada y respirando entrecortadamente a causa de la propia excitación.

- ¿Que...qué haces?

El paladín la mantiene presa entre los dedos crispados de una mano, con la otra, suspirando de alivio, libera la dolorosa erección.

- Acostumbrarme - responde en un susurro insolente.

La neblina roja se extiende ya ante sus ojos, así que se impulsa entre las piernas trémulas de la muchacha, rozando la húmeda entrada donde los pétalos se abren, se distienden, cálidos, casi abrasadores con el leve contacto, reclamando. El gemido quejumbroso de Nadire se escurre entre los labios que se muerde, parpadeando y respirando como una sirena fuera del agua. Ella le agarra de los cabellos. Él la sostiene de las caderas, y con una embestida firme, tensando la mandíbula y aguantando el gruñido, se estrella en su interior, tan profundamente como logra alcanzar.
Se arroja sobre sus labios, rápido y voraz como una serpiente famélica, devorando el gemido agudo, ahogando su exclamación grave cuando los suaves pliegues se abren a su paso con una caricia ígnea y apretada, se anudan sobre la piel tensa y sensible de su virilidad férrea y pulsante, casi al límite.

A su alrededor, El Sagrario. Los brujos, mirándoles con cierto aire burlón, otros claramente indignados, y Alamma, que de cuando en cuando vuelve la vista hacia ellos mientras permanece delante de un círculo grabado, concentrado en algo al parecer. Y qué mas da. No hay control, y no puede más. La quiere ahora, entera, toda y ya, y la toma, arrebatado por las sensaciones deliciosas, el roce de la piel húmeda impregnada de la esencia de Nadire, el sudor, el elixir que se escurre entre sus piernas cuando se retira y balancea las caderas, parpadeando, casi ausente cuando el placer desbordante comienza a morderle en cada nervio.

"Más". Embiste sin freno, resollando como un animal en pleno combate, con el cabello sobre el rostro. Los diminutos pies de la muchacha se enclavan con los talones bajo sus riñones, contraídos los músculos a causa del esfuerzo de una contención imposible que se muere por romper, la lengua dulce se enreda con la suya, sedienta, y la abandona con un gruñido para hundir el rostro en el escote, apartando la tela con los dientes y entregando los labios al sabor arrebatador de los blancos pechos.

- Ah... dioses... - es un gemido casi sollozante que se escurre de la boca floreciente, encendida, de la elfa.

"Más"

Es un pensamiento compartido, cuando el hambre sin fin se vuelve insoportable y cada sorbo de mutuo goce sólo despierta una ansiedad mayor. Recorre los senos turgentes, que se agitan en cada violenta embestida, con la lengua golosa, atrapa los pezones con los dientes, succionando. Sabe a manjares exóticos, quiere morderla y la muerde, arrancándole un grito. Ella se aferra a sus hombros, respondiendo a cada ataque, arqueando la espalda y tendiéndose hacia él, abriéndose por completo para permitirle acceder a su más insondable profundidad mientras danza en un baile descontrolado y rabioso.

Y entonces por primera vez, se le escapa de las manos. Se queda con las riendas quebradas entre los dedos cuando el aluvión se desencadena y le domina, le lleva a estremecerse en un temblor desatado y rugir con desespero, mientras se retira y se vuelve a hundir hasta el fondo de esa húmeda vaina, perfecta y caliente, que se contrae a su alrededor. La tensión en su sexo se rompe, y el violento clímax le arrasa sin avisar, llevándosele por delante en poderosos latigazos que vomitan la semilla en el cáliz enloquecedor de Nadire, que grita, sin que ninguno de los dos puedan evitarlo, cuando los dulces espasmos la arrastran a su vez.

La carne caliente, abriéndose y cerrándose a su alrededor, le succiona. Apenas puede respirar. Busca con la mirada perdida los ojos de la muchacha, con los dedos crispados en sus caderas, los labios entreabiertos y los dientes apretados. Se escucha jadear, se siente perder la visión, que se enturbia, desfragmentarse. Ella, con el cabello húmedo y la carne expuesta entre la toga enredada, ha dejado caer la cabeza hacia atrás, con la boca abierta y un hilo de saliva escurriéndose en la comisura, deshecha en gemidos y murmullos lúbricos. La lengua rosada recoge la gota brillante y aprieta los labios. Y una nueva descarga se refleja en ambos cuando parece que no puede haber nada más, obligándoles a pegarse el uno al otro, temblando, sudorosos, confundidos y perdidos en la orilla de un goce que a todas luces debería estar negado a los mortales, de tan intenso y delicioso.

A su alrededor, los frascos se han caído de la mesa, que se ha movido unos centímetros a causa del intercambio. Yacen en el suelo, quebrados, derramando su contenido.

Y cuando recupera la respiración, el paladín se obliga a salir de su interior, sintiéndose adolescente y primerizo ante este estallido inesperado y violento como una fuerza de la naturaleza, cubriéndose y arreglándole la toga a ella con un movimiento torpe, mientras carraspea. La mirada de Nadire, lava verde líquida y ardiente, le observa con una mezcla de fascinación, hechizo y sorpresa, aún con los labios entreabiertos. Al volverse hacia ella, sabe que su mirada es similar a la de ella.

Encandilados el uno por el otro. Absolutamente incapaces de hacer otra cosa que no sea mirarse y desearse... porque de nuevo, un suave hormigueo, cuando apenas se han diluído las palpitaciones del clímax, empieza a arder a fuego lento en las venas del sin'dorei. Tomándola de la mano, la conduce hacia el exterior, mientras ella le recrimina.

- ¿A esto llamas tú un rincón oscuro? - murmura, más perpleja que acusadora, volviendo la vista atrás hacia el Sagrario cuando lo han dejado atrás.
- ... 

Incapaz de responder, cuando se detienen en medio de la calle, la realidad parece una nube flotante, espesa y difusa. Los dedos de Nadire son suaves como plumas de pájaros recién nacidos, cálidos y delicados. Su rostro... dioses, quisiera postrarse y adorarla como un devoto. "Estoy atrapado", se dice. "Estamos atrapados", se corrige.

- Tengo que... ir a...lavarme - murmura ella, sonrojándose apenas. - Estoy toda mojada.
- Bien. Ve.

Pero no la suelta de la mano. Y ella no se suelta de sus dedos. La tensión vibrante, el magnetismo, la gravedad entre los dos sigue presente. Y Nadire vuelve la vista hacia un rincón del Frontal de la Muerte, la calle más siniestra de la Ciudad de Lunargenta, donde brujos y asesinos campan a sus anchas entre prostitutas y contrabandistas, y tira de su mano, apresurada. Y cuando él la mira, arqueando una ceja, interrogante, su sencilla respuesta le arranca una sonrisa casi orgullosa, mientras el corazón le brinca en el pecho, extasiado, desatado y vibrando con los truenos de la tormenta inagotable.

- Ahí SÍ hay un rincón oscuro 


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