lunes, 11 de enero de 2010

Libertad

Cielo irisado, brumoso, en una noche de lluvia. Los Claros de Tirisfal recortan las sombras de sus árboles retorcidos, la tenue luz cálida que atraviesa las ventanas de la aldea hacia el exterior palidece, fantasmagórica, en la neblina. Como el beso de un fuego fatuo, titilan las estrellas veladas en el cielo nuboso, mientras la lluvia se derrama en lágrimas delicadas, finas, afiladas. Se escurre por mi cabello mojándome el rostro, se cuela dentro de la armadura mientras forcejeo con él, irritado. Estamos, de nuevo, peleando entre los troncos nudosos, en la falsa intimidad del exterior, entre las sombras, a contraluz.

Jadea, retorciéndose entre mis manos, con los ojos encendidos de fuego verde. Relucen en la oscuridad, engastados entre las pestañas negras y espesas, más brillantes que las joyas que le engalanan los cuernos. Siento bajo los dedos los tendones tensos de sus muñecas, que se agitan entre mis manos en una resistencia vana. Agitados, respiramos entre dientes, acalorados por el combate una vez más. Él, desafiante y altivo, yo furioso y algo desdeñoso, consciente de mi superioridad. La saliva golpea  contra mi rostro cuando me escupe, aprieta la mandíbula y me muestra los dientes, con ese gruñido que más parece una invitación que una advertencia.

- Cabrón - me espeta a media voz, con un susurro de desprecio.

Él pulsa la cuerda, yo respondo. Le suelto con una mano y le abofeteo con el dorso. Restalla el metal contra su mejilla y abre un surco de sangre, velado por el cabello húmedo, oscuro, que cae como una cortina para ocultar con pudor la marca de mi violencia.

- Deja de jugar con fuego - resuello, reteniéndole cuando vuelve a revolverse, iracundo esta vez.

Me mira, le empujo, estrellándole la espalda contra el tronco oscuro y veteado del abeto. Le cuesta respirar, no cede en su desespero por escapar, y mis venas hierven con el hormigueo de la sangre despierta, del hambre que ya se insinúa en mis entrañas.

- Suéltame, hijo de puta - replica, levantando un poco la voz.

Por un instante, nos miramos. Tomándonos la talla, como dos depredadores. Es algo que no entiendo, que me cuesta discernir, más aún en la atmósfera densa y cargada que nos envuelve cada vez que nos vemos sumergidos en el conflicto. Una vez más, me hago las preguntas de siempre. ¿Por qué no me ataca de verdad, invocando la Sombra y arrojándome lejos, herido y escarmentado? ¿Por qué no me golpea en serio, con todo su poder, para apartarme de él y hacer frente en este combate? Mientras toma aire con dificultad, intentando girar las muñecas, patearme y empujarme con su cuerpo más pequeño, más frágil, entre la zozobra de mis propios instintos que me impelen a someterle y demostrarle una vez más cual es su lugar, le miro, levantando la barbilla con supremacía.

- ¿Quieres que te suelte? - pregunto.

Levanta el rostro herido, sus ojos se fijan en los míos por un momento, con un relámpago de confusión surcando los iris glaucos. Las gotas se prenden sobre la piel de alabastro y porcelana, diminutas perlas que podrían ser lágrimas. Siento gotear la fresca lluvia por mi cuello, colarse bajo mi ropa. Una caricia fresca sobre la carne ardiente y encendida, y la respuesta no llega de sus labios, pero la escucho en mi interior, degustándola con un deleite que sé bien que tiene mucho de enfermizo. Y sólo habla de nuevo para gruñir.

- Cabrón - repite.

No puedo evitar una sonrisa de superioridad cuando vuelvo a atacarle, de nuevo le golpeo, y esta vez dejo fluir un latigazo de Luz ardiente en dirección a su torso cubierto por la empapada toga, que le hace gruñir de nuevo y estremecerse.

- Tendré que enseñarte lecciones de respeto, jovencito - murmuro apenas.
- No me harás callar. Eres un cerdo.

¿Que no? Lo veremos. Cuando le muerdo en un beso agresivo y rudo, atrapando la boca insidiosa y la lengua que escupe veneno entre mis fauces, ya tengo toda la confirmación que necesito. La tengo, más aún, al sujetar sus manos sobre la cabeza, apresándolas entre el cepo de mis dedos contra el tronco rugoso y estrecharme contra su cuerpo, imponiéndome en toda mi envergadura. Algo duro y tenso se estrecha contra mi sexo que despierta, allá donde se unen nuestras anatomías, y él se arquea en el juego irracional que compartimos, oponiendo resistencia.

Él pulsa la cuerda, y yo respondo. Ahora está claro en mi mente, se abre paso la certeza en mi mente racional, ahora irracional, que quizá por ese motivo puede comprenderlo. Mientras nos mordemos y enredamos las lenguas hambrientas en besos que no son besos, en una batalla que no lo es, sin dejar de serlo, creo entenderlo todo. Las continuas provocaciones, el enfrentamiento constante, la rebeldía. No sé si podría impedir esto si se opusiera realmente, con todos sus medios. Sospecho que no. Pero no importa, porque no quiere evitarlo, lo reclama y lo desea, es lo que quiere. Y sí. Yo quiero dárselo.

"Porque yo también te provoco y te reclamo con mi indiferencia", pienso, mientras la saliva perfumada se escurre en mi boca, engullo su lengua y me aparto, con los labios ensangrentados, jadeando. "Porque quiero ser el causante de tu tortura, el juez y el verdugo de tu alma y tu cuerpo", me digo, mientras se estremece en la presa férrea de mi fisonomía más poderosa, insultándome, maldiciéndome, llamándome, implorando más.

El cuello cálido se abre como un paraje solitario, que resplandece con la piel erizada cuando lo recorro con los dientes, hambriento, devorándole hasta hacer saltar la sangre infecta. Aún sostengo sus manos encadenadas entre mis dedos, por encima de su cabello negro. Tan finas las muñecas del artesano, que sólo con la izquierda puedo contenerlas, y, embriagado por la libertad sin culpa que ahora se me ofrece, tiro de la toga con un gesto violento, animal desatado que se precipita a la caza, hasta escuchar el gemido de protesta y el rasgar de las costuras.

Así es como tenemos lo que queremos. Porque quiero destrozarte y atormentar tu carne hasta escuchar tus gritos, hacer de tu dolor mi placer, y quieres que te consuma y te castigue, extraer tu placer del dolor que te brindo. Existe el dolor sin sufrimiento, lo sé bien, y reconozco estos valles y estos ríos, los he transitado largamente.

Uso sin recato el poder que me otorga, extendiendo los dedos sobre el torso ahora desnudo, que se cimbrea y flexiona en su obstinación fraudulenta, en su juego y su danza. La respiración entrecortada se agita hasta la asfixia cuando le muerdo en la curva del hombro, cerrando los dientes con firmeza, y tiro de la piel, destellando a través de los dedos abiertos sobre su carne prometedora. La energía sagrada le quema en el pecho, y el grito ahogado que apenas es capaz de contener, actúa como un acicate para mi hambre encadenada. Sangre venenosa mezclada con lluvia se deslizan por las comisuras de mis labios, y libero el bocado suculento, escupiendo la ponzoña a un lado.

Esa es otra marca de mi superioridad, eso también me dignifica ante sus ojos. Su veneno no tiene poder sobre mi, no le doy más que lo que quiero, y si le doy lo que quiere, es porque lo deseo. No tomo más de lo que puedo manejar, y mi control es superlativo incluso en el descontrol. Mi libertad le permite entregarme este poder, porque sabe, como yo sé, que nunca me pondrá más cadenas de las que yo quiera llevar, que nunca le ataré con más cadenas de las que él acepte cargar. Y que somos, siempre seremos, tan libres de lucirlas con orgullo como de desprendernos de ellas. Y así, mientras nos sumergimos en este juego de poder y aceptación, donde llegamos tan lejos como nos permite el otro, nos desnudamos arrebatadamente, con gestos violentos, arrancándonos las capas de tejido y metal al igual que apartamos los jirones de nuestras almas para descubrirnos. Somos libres. Libres de abrazar el dolor por el placer, el placer por el dolor, de empuñar la agresividad más cruel como un regalo de respeto y devoción, como un vehículo para llegar hasta ti, para mostrarte lo que eres, lo que soy, de la única manera en que sé hacerlo.

La toga cuelga de su cintura, empapada, y la sangre corre de las heridas que he abierto a dentelladas, diluyéndose en la lluvia. El cuerpo trémulo se agita en un suave temblor, el perfume enervante se tiñe de languidez y abandono al mezclarse con el aroma de la tierra húmeda bajo nuestros pies. Le tiro del pelo, empujándole con vehemencia, y de nuevo me hundo entre sus labios. La lengua ardiente se enreda en la mía, me roba un sorbo de vida chispeante en el beso anudado, y replico con una nueva descarga electrificante que brota de mis dedos, cerrados en un arañazo intenso sobre su pecho. Se deslizan hacia su vientre horadando la carne, abriendo la piel, y de nuevo, gime.

- Sucio paladín - replica aún, en un jadeo ahogado, cuando abandono su boca y tiro de los jirones de su indumentaria hacia la cintura, estrujando el bajo levantado de la túnica entre los dedos al aferrarle las caderas. Neblina turbia ante mis ojos y los nervios despiertos, excitación violenta cuando de nuevo forcejea, ya apenas sin fuerzas, sin decisión alguna. - Ya basta. Basta.
- No - respondo con el mismo susurro íntimo, peligroso y violento. - No basta

Y de nuevo le golpeo, la Luz estalla y Theron grita. Su voz se desliza en mis oídos, sedientos de la canción de su dolor, enerva mis sentidos, la prueba de su excitación se tensa más contra la mía, que ya casi duele, y la tormenta se avecina en mi alma igual que se quiebra en el cielo de esta noche borrascosa. La piel de alabastro sisea, los jadeos del brujo se convierten en sollozos estremecidos cuando le suelto y los dedos trémulos se aferran a mi torso, clavando las uñas, se enredan en las raíces de mi cabello.

- Basta - susurra con abandono lúbrico, apretándose, el cuerpo húmedo se funde al mío, la lluvia fresca se escurre entre ambos, templándose con el calor que desprendemos. Recorre mis labios con la lengua impúdica, me araña y pugna por encontrar el aire, emparedado entre el tronco del árbol y mi figura que se cierne sobre él, imperativa.
- No - repito casi gimiendo, ahorcándome en la soga de la contención desesperada.

Yo decido. Me muevo con una ondulación leve, inconsciente, empujando las caderas hacia las suyas, y de nuevo manejo el cuerpo breve y ligero, que no puede oponer ya su resistencia desafiante cuando le giro de espaldas y retuerzo el brazo contra los riñones. Gime, quejumbroso, revolviéndose vanamente. La línea suave de la columna se me aparece ante los ojos, como una serpiente de huesos dibujados bajo la piel pálida. Con brusquedad, extiende la mano libre y la arroja sobre la corteza del abeto, arañándola hasta que le sangran los dedos, mientras yo me deslizo perdido en la fragancia de la nuca, cerrando las mandíbulas, marcándole, dominante. Me tiendo hacia él para percibir cada gramo de las reacciones, el aliento entrecortado, el estremecimiento en la piel, la vibración de la excitación en la que se diluye, los quedos gemidos contenidos, me alimento de ello y mi propia hambre se dispara. Ávido, famélico, el espejismo del dominio me inflama, el poder me eleva, y libero la dolorosa erección con los dedos de la diestra, levantándole los faldones de la toga de un tirón y estrechándome contra su cuerpo en un gesto que me avergonzaría si aún tuviera pudor alguno. No sé si alguna vez lo tuve. Es una seducción clara, una insinuación imperativa, a la que responde pegándose a mi al arquearse. Las nalgas redondeadas y firmes se aprietan contra mi virilidad erguida, la piel de suavidad inimaginable se funde contra mi carne palpitante y tensa. Por un momento me mareo, sin saber si voy a poder soportarlo, y voy soltando las riendas de la moderación una a una, presionando el estrecho paso que me hundirá en sus entrañas, que me acogerán con el abrazo prieto, que... dioses, la anticipación me rompe por dentro. Suficiente.

Grita y se golpea la cabeza contra el árbol, tenso y rígido cuando lo hago. Con un movimiento firme, violento, invado su interior. Es como rasgar un tejido fibroso, como enterrarse en una herida breve y sumergirse entre músculos rasgados y venas abiertas. Se me corta el aire en la garganta y pierdo la visión por un momento, estrangulándome en esa caricia prieta, ondulante, que late alrededor de mi sexo congestionado. Me abrasa. El placer destella casi doloroso, y el sudor se mezcla con la lluvia sobre la espalda blanca, escurriéndose. Recuperamos el aliento a la vez, el suyo, abandonado y dolorido, el mío es un murmullo áspero y satisfecho, enardecido. Sé, soy muy consciente de ello en esta extraña realidad en la que todo parece claro más allá de la razón, que hay una nota contradictoria en la rudeza con la que me retiro para volver a embestirle y la suave caricia de mi lengua en su espalda. También la hay en los contenidos gemidos de dolor que escapan de sus labios y la palpable excitación lúbrica con la que se arquea para recibirme.

- Cabrón - No sé si es un susurro abandonado o un sollozo contenido. Suena casi como un halago.
- Denúnciame - respondo, y no sé cómo ha debido sonar mi voz para hacer que se estremezca de nuevo, que se tienda hacia mí, jadeando, apoyando las manos, ambas libres ahora, sobre la leñosa superficie del abeto, que gotea lágrimas transparentes sobre nosotros desde sus agujas.

Aferrado a sus caderas, atrayéndole cuando me hundo en su profundidad volcánica una y otra vez, rompiendo lentamente las sogas de mi contención, no le privo de un solo sorbo de mi deseo salvaje, que deja sus huellas en los hombros, en la espalda, con la forma de mis dientes. Mi propio calor me abrasa, se escurre el sudor sobre mi pecho agitado, y gira el rostro a medias, ofreciéndome su perfil transido, de labios entreabiertos y párpados caídos en el éxtasis del placer y el dolor, que se impulsan el uno al otro cuando los violentos oleajes nos arrasan, nos arrastran, y me zumban los oídos y me duele hasta la sangre mientras me abalanzo en su interior con un ritmo progresivo que se acerca al frenesí.

Se lame los labios. Y me mira. Apenas le veo, envuelto en bruma dorada a causa de mis propios cabellos que me caen, mojados sobre el rostro. Me llaman sus ojos.

Y no sé que pensar de mí mismo, de todo esto, cuando respondo a la llamada desesperada, agónica, y recojo sus labios entre los míos, sintiendo el violento reclamo cuando cierra una mano, echándola hacia atrás, en las raíces de mis cabellos, aferrándolos como si yo fuera lo único real, igual que yo me aferro a él. Porque esta vez nos besamos, al borde del clímax que amenaza con estallar en cualquier momento y barrerlo todo; nos besamos sin herirnos, enredando las lenguas y fundiéndonos con una entrega que no puedo contener, que él no quiere negarse, y se derrama desde el fondo de lo que somos, cuando la carne se colapsa y el éxtasis se desborda, anegándonos y haciéndonos desaparecer en un océano de plenitud, latidos, semilla derramada y gemidos desordenados, gruñidos sordos y corazones al límite, nervios de punta y sensaciones disparadas.

No sé que pensar, por un instante en el que me precipito hacia ese centro blanco, reluciente, cercano a la inconsciencia al que me transporta el orgasmo inevitable y explosivo. Porque lo que compartimos y no puedo explicar, se ha vestido con un tinte aún mas misterioso en ese beso de gratitud y afecto, o más que afecto, que ha despertado una semilla oculta dentro de mi ser.

No sé que pensar... pero afortunadamente, ahora ya no puedo pensar nada.




"Amar a un ser humano es ayudarle a ser libre" - Ramaya

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