viernes, 29 de enero de 2010

La Isla Prohibida - I

- ¿Donde demonios me llevas?

La voz del elfo apenas era un susurro íntimo e inaudible. Parado, en pie bajo la Luna llena, el mar susurraba tras él y su guía, el humano de barba gris y ojos negros como la noche, que miraba al frente con la expresión perdida y algo ausente. La pequeña barca en la que se habían desplazado yacía en la costa, recortándose como una cáscara abandonada, grisácea sobre la oscuridad del océano y la noche cuajada de estrellas. Embozados, habían hundido los pies en la arena, con el rumor de la marea a la espalda. Una cumbre rocosa se alzaba, solitaria, y el inequívoco resplandor rojizo del fuego se dejaba entrever a pocos pasos.

- ¿Por qué me contaste los sueños, Rodrith? - replicó el humano, volviéndose repentinamente hacia él. - Me los contaste a mí, pero no a otro. Ni siquiera a Elbruz, ¿por qué?

El elfo parpadeó y se apartó los cabellos rubios del rostro, encogiéndose de hombros levemente.

- No lo sé.

Sin duda era extraño. Apenas había cruzado la palabra con Aryan, el vigía del navío en el que se encontraba entonces como tripulante, en la campaña del cangrejo de las nieves. Se habían aventurado en los mares del Norte, habían visto al Kraken elevarse sobre las aguas y habían navegado entre tempestades de fragor aterrador, en las que sólo Rodrith y ese hombre habían permanecido en la cubierta, sin ocultarse de la ola, del trueno o del rayo. Pero el último día, cuando los marinos se habían despedido hasta el año siguiente si los vientos eran favorables y todos volvían a coincidir, entre jarras y humo de tabaco, Rodrith se sentó frente a Aryan y le contó los sueños del ahogado.

- Es el destino.
- No creo en el destino.

Por encima del arrullo del mar, escuchó el elfo el tenue sonido de tambores lejanos, el rumor indefinible de murmullos que recordaban a oraciones, o tal vez invocaciones. La mirada abrasadora de Aryan estaba fija sobre él, escrutándole con intensidad.

- Pues empieza a hacerlo - replicó en el mismo tono bajo, algo febril. - Los sueños hablan, elfo, y tus sueños te han llamado una y otra vez para que les escucharas. Ven conmigo para oír la respuesta a tus preguntas.

El humano comenzó a andar hacia el risco escarpado. Rodrith aún se lo pensó un instante antes de seguirle, con la curiosidad a flor de piel. El sueño del ahogado. El abrazo intenso y frío de las aguas a su alrededor, el beso helado y salobre de los mares que le acogían y los pulmones anegándose. Eso soñaba en las largas noches en el mar, con el descenso incansable hacia una profundidad verdosa, azul y gris, como su propia mirada, con el bramido del trueno sobre su cabeza, más allá del techo líquido que le cubría, y cuando su vida se apagaba, un destello. El Hombre de Larga Barba y semblante severo que abría los brazos hacia él desde lo profundo, que se alzaba para agitar la tormenta en el firmamento y que se sumergía para remover las aguas y provocar la tempestad oceánica.

Le había hablado a Aryan del Sueño del Ahogado, y Aryan le prometía respuestas. Quizá fue el influjo de la luna llena, como un ojo vigilante y blanco en el cielo salpicado de luz estelar, o el cántico incesante de las olas eternas lo que le impulsaron a caminar tras el humano, avanzando sobre la playa que daba paso a la roca, internándose en la roca por el camino tortuoso que daba acceso a la profunda gruta donde el fuego ardía. El vigía de barba hirsuta se sujetó a lo que le pareció un matorral, y al tocarlo para seguirle, comprobó que era coral seco. Frunciendo levemente el ceño, observó la estructura de la extraña cumbre a la que se dirigían, las oquedades en la piedra blanquecina.

- Es... un arrecife muerto - murmuró, apartando un alga aún húmeda de uno de los pequeños colmillos bulbosos y calcificados que se encontraban a la altura de sus manos.
- Esta isla sólo surge de los mares una vez al año, elfo - explicó el humano a media voz. - Y una vez al año, aquí se reúnen aquellos que aún tienen memoria de los hechos de este mundo, que aún recuerdan nombres antiguos y prohibidos.

Frunciendo el ceño, Rodrith echó una mirada a su interlocutor, avanzando con el mismo paso calmado de aquel que le guiaba.

- ¿Ellos tienen la respuesta a mi sueño?
- Ellos tienen todas las respuestas... o casi todas.

Parpadeó con perplejidad ante esta declaración, y volvió la mirada hacia la entrada de la cueva, donde los cánticos y el sonido de tambores sonaban más intensos. Allí, grabada sobre la entrada, descubrió el símbolo que le resultó familiar de inmediato. Un círculo perfecto partido por una línea serpenteante que lo dividía. La mitad del círculo brillaba en azul pálido, un resplandor similar al de la magia arcana, y allá donde el segmento imponía su frontera, la luz plateada brotaba con claridad. Se removió, inquieto, al reconocer aquella marca.

- Espera... espera un momento, Aryan - exigió, dando un par de zancadas para alcanzarle.

Pero al hacerlo se encontró en las soberbias dependencias de aquella caverna, y sus ojos recorrieron el lugar, presa de una violenta impresión, con el latido de la sangre acelerado.

Se abría ante ellos como una catedral de paredes irregulares, puntiagudas y blanquecinas, el interior del enorme coral. Eran los techos de la hermosura imposible que sólo las fuerzas naturales pueden conseguir, labrados a base de erosión y caricias de agua salada en formas sinuosas de cantos redondeados. Las estalactitas descendían como enroscados ornamentos, confundiéndose con los caparazones de los moluscos y crustáceos que se mantenían suspendidos con sus conchas nacaradas, brillando como luminarias de colores fantásticos. Las paredes mostraban oquedades y diminutos túneles, cual orificios de una esponja, en los que esferas similares a perlas iridiscentes desprendían un brillo fantasmagórico. Y sobre el suelo irregular, figuras humanoides semidesnudas permanecían en círculo ante el fuego encendido en el centro de la sala, que chisporroteaba en rojo, dorado, naranja, verde y púrpura.

La hoguera parecía bailar, y los que allí se reunían mantenían la mirada fija en las llamas, tras las que la caprichosa forma del coral había construido algo similar a un altar elevado, con tres puntas de distinta envergadura e inclinación. El humo de la hoguera se escapaba por los huecos de las altas paredes, pero una suave neblina espesa y densa se mantenía en el aire. Un aroma extraño impregnaba el lugar, más allá de los perfumes del mar. Minerales, hierro, sangre y tierra mojada, ozono y cenizas, carbón y polvo, cobre y salitre.

- Guarda silencio - dijo en un murmullo el hombre de barba, inclinándose ante la doncella trol que se acercó a ambos, inclinándose en una reverencia anticuada. Era hermosa entre su raza, y mientras que los pechos lucía desnudos, livianas sedas colgaban de una cadena de metal negro que ceñía sus caderas.
- Despojaos de vuestras vestiduras - murmuró la doncella trol, con las largas trenzas rosadas balanceándose sobre sus senos. - La Sacerdotisa va a empezar. Todo el mundo es bienvenido bajo su propia responsabilidad, elfo

Rodrith asintió, sintiéndose ajeno y extraño en aquel lugar. La dama le miraba a él con una advertencia implícita, de manera que cuando el humano empezó a desnudarse, dejando la capa a un lado, hizo otro tanto, mirando de reojo la piel fláccida y arrugada del marino. Bajo aquella luz irreal, brumosa, que proyectaba sombras aquí y allá y largo espacio dejaba a la oscuridad, en el interior de un coral y con los aromas potentes que casi podía saborear en la lengua, el navegante elfo se sentía casi en un sueño extraño, más extraño que el sueño del ahogado. Alzó la vista un instante cuando percibió movimiento en las oquedades superiores. Allí estaban, aquellos que golpeaban los tambores con cadencia, las voces varoniles y femeninas que se unían en un canto de palabras ininteligibles, que se mantenía como una nota sostenida y monocorde, resonando al compás de la marea melodiosa, que encontraba sus ecos extraños en aquel lugar.

"Envolvente", acertó a pensar, con los sentidos completamente abstraídos por aquella combinación sobrenatural de colores, destellos, sonidos y aromas que parecían alejarle de sí mismo. Apenas se dio cuenta cuando ya estaba desnudo, y en breves pasos, se unió junto a Aryan a los cultistas. Observó con fascinación, que los hombres reunidos, de toda raza y probablemente, de toda condición, permanecían sin ropaje alguno, mientras que las doncellas se cubrían desde la cintura hasta los pies con telas livianas. Todas llevaban cinturones de cadenas negras. Vio rostros de kaldorei, de hombres de Arathi, de orcos y orcas, de quel'dorei y de enanos, vio rostros de tauren y goblin.

Arrugó la nariz cuando un cosquilleo de sándalo y almendras se unió a los aromas pesados del lugar, y la luz se atenuó aún más.

- ¿Y mis respuestas, Aryan? - susurró al hombre barbudo que permanecía junto a él.
- A su tiempo, elfo - fue la breve respuesta, apenas murmurada.

Los ojos de Aryan estaban fijos en el altar, y repentinamente, se hizo el silencio cuando callaron los tambores y las voces, y hasta el mar pareció silenciarse. Y al seguir su mirada, con un estremecimiento y un pálpito agitado en el corazón, reconoció a la mujer morena, de largos cabellos negros como ala de cuervo y ojos rasgados de extraño color violeta que se acercaba desde el fondo de la cueva, con el porte de una reina antigua y la altivez en el semblante.

Si en lo sucesivo, el marino recordó con claridad los sucesos allí acontecidos, nunca los relataría con palabras en toda su extensión. Jamás su memoria sería capaz de discernir los hechos que habían sido reales y los que sólo pertenecían a su imaginación en los años que habrían de seguir, pues en aquel momento, cuando Delilah se encaramó al altar con un ágil salto, volvió la vista al fuego y observó las llamas de colores confusos y el humo espeso que desprendía, y le dio la sensación de que sus sentidos se expandían y se replegaban una y otra vez.

Delilah estaba en pie, con los brazos extendidos hacia el techo, los dedos curvados hacia atrás mostrando las largas uñas, limpias. Su figura desnuda semejaba una estatua finamente cincelada, y sólo vestía el medallón azul que colgaba entre los pechos redondos y llenos. La piel ambarina, suavemente tostada como azúcar puesta al fuego, relucía a causa de los unguentos perfumados que la cubrían. Entonces alzó la voz y su invocación clara reverberó en la catedral de coral.

- ¡Neptulon! - declamó, abriendo los brazos en un semicírculo, con la cabeza hacia atrás.

Los tambores volvieron a resonar y las voces de los cultistas repitieron el nombre prohibido, una y otra vez, al ritmo de la percusión lenta. Rodrith miró a Aryan de reojo una última vez y observó su semblante transido, los rasgos devotos y las pupilas dilatadas.

- ¡Kranu sto aer'roghmar!

Las palabras de la sacerdotisa despertaron ecos profundos en las negras oquedades de la estancia, y luego las voces monocordes volvieron a repetirlas hasta la eternidad, desgajándolas hasta convertirlas en un martilleo continuo. Rodrith las balbuceó un par de veces, sin ser demasiado consciente, con la vista fija en la mujer humana de cuerpo ligero que se movía con levedad, ondulando las caderas y el vientre, arqueando la espalda sinuosa y cerrando los brazos en el aire al echar los cabellos hacia adelante y volver a abrirlos al alzar el rostro de nuevo.

- Ma reth bromo zoln, kilagrin dram'a zoen ... ma krin drinor zaln dimor ... ma krin korsul - murmuró ella, en un tono liviano, quedo, casi inaudible.
- Ma krin korsul - repitieron las voces.

Un suave goteo comenzó a derramarse a través de las aberturas oscuras de la pared de coral, y quizá atrapado por el misterioso influjo de aquel ritual, Rodrith apenas se dio cuenta cuando el agua salada comenzó a filtrarse y estalló por todas partes, salpicándole el rostro, derramándose sobre su propia figura desnuda con una poderosa ola.

- ¡Neptulon! - gritaron las voces, y los cultistas elevaron el rostro al techo de nuevo, cuando los tambores aumentaron el ritmo.
- Aryan... mis respuestas...

Lo había murmurado brevemente, al dirigir la vista hacia arriba, pero la voz se le ahogó en la garganta al contemplar un brazo de mar espumoso que se había introducido por uno de los huecos superiores y parecía agitarse como una serpiente. Descendía hacia la mujer sobre el altar, que le esperaba, jadeando, anhelante. Era agua, sí, pero se mantenía unido el elemento de un modo que no podía adivinar, y era un tentáculo verdoso y transparente que rociaba apenas los suelos y desprendía de cuando en cuando una concha marina.

- ¡Ma krin korsul! - exclamó Delilah, abriendo más los brazos y entrecerrando los ojos cuando las gotas transparentes se derramaron sobre ella y el tentáculo de espuma se enredó en su cuerpo desnudo.

La sacerdotisa y el mar danzaron durante un tiempo incontable, acariciándose con extraños gestos. Los ojos violetas de Delilah mantenían los párpados entrecerrados y a cada roce del agua sobre su danzante figura, parecía estremecerse. La piel se le erizaba y los diamantes de sus pechos se irguieron, sus muslos se agitaron en un temblor trémulo cuando gimió levemente y el agua la abrazó por completo, colándose en su interior.

- ¡Ma krin dinor! - repitieron las voces, y el zarcillo acuoso se rompió, derramándose el agua sobre Delilah, que cayó sobre el altar, con las manos entre los muslos, arqueándose y convulsionando, con los ojos cerrados, exhalando gemidos quedos y abandonados.

Rodrith no podía apartar los ojos de aquella escena. Se le había secado la boca, y el agua goteaba de sus cabellos y su rostro. Un hambre profunda rugía en sus entrañas, y notaba todos los músculos tensos. En torno a sí, los cuerpos se movían como gusanos coloreados, extendiendo las suaves gotas marinas que les habían alcanzado sobre la piel en caricias lentas, unos a otros y a sí mismos. Sintió una punzada de asco al atisbar con el rabillo del ojo a Aryan, quien mantenía los ojos en blanco y un hilillo de saliva descendía de las comisuras de sus labios.

Y en aquel momento, percibió el sonido ligero de los pasos mínimos de los crustáceos, que se movían, penetrando en la catedral por todas las aberturas. Diminutos cangrejos y moluscos más grandes, serpientes de mar que se escurrían sobre el suelo ahora encharcado.

Delilah seguía agitándose sobre el altar, y las pinzas de las criaturas marinas comenzaron a cerrarse en los tobillos y los talones de los cultistas.

- Ma krin korsul, ma krin dinor - repetían los cánticos, la percusión se había convertido en un murmullo acelerado, las voces en una letanía profunda.

Delilah gritó con un gemido de abandono cuando el mar se derramó sobre ella de nuevo al golpear la poderosa ola y anegar la catedral, y las bestias marinas se arrojaron sobre la carne de los vivos de sangre caliente. Y se escuchó el bramido inconfundible de la tempestad. Y un trueno quebró el cielo, cuando un cangrejo descomunal se abalanzó sobre Rodrith y él le miró de soslayo, con un sobresalto. Y el animal se detuvo al escuchar el trueno. Y la música se detuvo cuando el mar inundó la catedral de coral por completo, arrastrando los cuerpos de los cultistas y sus depredadores, golpeándoles contra las paredes.

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