viernes, 29 de enero de 2010

La Isla Prohibida - III

La negrura se abrió y el azul profundo del océano saludó a Ahti. En el interior de la estructura coralina, flotando en las aguas que la anegaban por completo, podía ver los bancos de peces que se colaban por las oquedades, las serpientes marinas y las anémonas que se abrían y se cerraban. La caricia del agua gélida le arropaba y el beso de la sacerdotisa ondina, Delilah, le permitía respirar. La tenía aferrada entre sus brazos, ella le mantenía envuelto en sus cabellos y con las piernas enlazadas en su cintura, sin permitirle salir de su interior.

La miró, alejándose del beso por un momento. El pelo negro se había teñido de azul profundo al sumergirse en los océanos y la piel color miel era ahora tan blanca como las piedras lisas del fondo submarino. Los enormes ojos rasgados, violetas, le observaban, y los largos brazos le rodeaban la espalda. Allí todo parecía hermoso y perfecto, y aquella criatura lo era sobre todas las cosas. Sus labios se encontraron de nuevo, y el oleaje les empujaba el uno hacia el otro, le impulsaba a ahondar aún entre sus piernas.

- Eres Ahti - le parecía escuchar su voz musical, de sirena, velada por el medio líquido en el que giraban, arrastrados por las corrientes. Escurridiza en el agua, Delilah se pegaba a su cuerpo y recibía cada embestida, ahora lentas y cadenciosas, con la misma entrega con la que le eran otorgadas. - El señor de las mareas, el que vive bajo las aguas profundas, rodeado de sus concubinas.

Deslizó la lengua en la boca fría de la doncella del mar, que la enredó con la suya, y de nuevo le permitió respirar a través de un beso suave y delicado de sabor salado y penetrante, que encendía más aún la sed desatada. Ella soltó los brazos y su cuerpo se arqueó en las aguas, manteniéndose unida al elfo con los talones cruzados tras su cintura. Ahti deslizó la mano tras su espalda y la sostuvo cerca de sí, rodeando su talle con el otro brazo. Los ojos le escocían y sentía la violenta presión de la profundidad submarina en la que se adentraban, sin embargo, no tenía miedo. El océano profundo le había hechizado de nuevo, como siempre le había fascinado, y ahora se dejaba llevar en él por vez primera, sin que temblara su corazón. Se balanceó de nuevo, estremecido con la caricia apretada y lúbrica que le recibía al deslizarse entre los pétalos abiertos de la ondina, extrañamente fresca ahora, que se templaba con el contacto y la fricción de su propia carne en su interior. La atrajo al tiempo que se escurría hasta lo más hondo de su cuerpo, y la soltó para retirarse, en una danza lenta y agotada que dolía en los nervios.

Descendía a las profundidades.

Las corrientes les habían arrastrado fuera de la isla, que ahora se veía con claridad en una imagen ondulante y nebulosa como el pináculo de un inabarcable arrecife muerto donde enormes moluscos habían hecho su hogar, las algas bailaban y las conchas marinas se pegaban en las paredes. Las criaturas marinas les rodeaban, y vio a lo lejos a los naga, nadando con languidez entre la luz añil del océano infinito.

- Nadie puede llegar hasta él, y pocos son los que se han atrevido a invocarle. Cuando se manifiesta, desencadena la tormenta, arrastrando a su paso a los vivos hasta los abismos submarinos. - susurró una voz imposible en sus oídos.

Dos nuevos brazos se enlazaron en su cintura, y al voltearse, contempló a Alima, que le observaba como una niña que abraza a su padre, con inocencia y temor. Los cabellos castaños flotaban en torno a su rostro de alabastro, y ambas se contorsionaron, rozándole con los dedos helados, besándole con el beso del mar, arropándole con la caricia de las hadas del agua.

- Su semilla es el agua que fertiliza la tierra y hace crecer la vida, su espíritu, torbellinos desatados. Cuando se desencadena, el cataclismo es inevitable - las dos voces de las ondinas llegaban hasta él de alguna manera, deslizándose entre el burbujeo constante - Igual que el agua, crea y destruye. Quédate, Ahti... quédate...

Delilah se estrechó contra su cuerpo, cimbreándose sinuosa, enterrándole en su interior. Aturdido, percibió la mordedura violenta del placer desatado cuando volvió a arremeter contra ella, estrujándola entre los brazos, y un dolor lacerante le recorrió todos los músculos cuando se deshizo de nuevo en aquella presa ineludible, apretando los dientes y arrebatado por las convulsiones violentas.

- Quédate...

Al separarse del beso que le permitía respirar, se encontró con los ojos violetas y el rostro transido de la sacerdotisa. Miró a Alima, que aún le contemplaba con la misma expresión. Y negó con la cabeza, sólo una vez, antes de perder la consciencia, agotado.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

- Rodrith

El abrazo intenso y frío de las aguas a su alrededor, el beso helado y salobre de los mares que le acogían y los pulmones anegándose. El descenso incansable hacia una profundidad verdosa, azul y gris, como su propia mirada, con el bramido del trueno sobre su cabeza, más allá del techo líquido que le cubría, y el destello. El Hombre de Larga Barba y semblante severo abrió los brazos hacia él desde lo profundo, le sostuvo y le elevó, y se alzó para agitar la tormenta en el firmamento y se sumergió para remover las aguas y provocar la tempestad oceánica. Observó al hombre de Larga Barba, y vio que eran algas y sus ojos eran el rayo, vio que su cuerpo era aire, agua y electricidad, y supo que aquel ser fluctuaba entre el mar y el cielo, y gobernaba en ambos cuando las olas se levantaban y las nubes se arremolinaban.

- Rodrith... responde...

El Hombre de la Larga Barba le recogió en el hueco de la mano, ascendiendo a la superficie, y viajó a través de la tempestad, en ella le dejó, en las gotas de lluvia y las nubes grises, en el centro del huracán descontrolado, y viajó en forma de olas y tormenta, de torbellinos y huracanes, viajó en el rayo y en el trueno, en los nimbos condensados y la marea eterna.

- Rodrith

Parpadeó, tomando aire a bocanadas. La luz del sol le cegó por un instante, y gimió, hundiendo los dedos en la madera de la cubierta. Elbruz frunció el ceño y le tendió el odre de agua dulce.

- Gracias a los dioses. Casi te perdemos.

Tosió y enfocó la vista, contemplando al elfo pálido y serio. En su mente, todo daba vueltas. Las imágenes de lo vivido, si es que era real, giraban confusas en la memoria, pero cuando su compañero le arrojó una capa para cubrir su desnudez y se inclinó para limpiarle los arañazos profundos del pecho, un estremecimiento le recorrió la espalda. Estaba en el Raspa Blanca, en la cubierta. Aún anclados en la Bahía de la Vega de Tuercespina. La ciudad se extendía al otro lado, sobre sus tarimas de madera, bullendo con la actividad propia del fin del invierno.

- ¿Qué coño ha pasado? - acertó a balbucear, mareado y aquejado por unas repentinas náuseas.

Elbruz le miró, arqueando la ceja y observándole con curiosidad suspicaz. 

- Esperaba que tú me lo dijeras - suspiró, golpeándole la espalda cuando volvió a toser. - Estaba en el otro lado de la playa, donde los Velasangre tienen sus bases. Intentaba pescar, y entonces empezaron a llegar cuerpos a la orilla, uno tras otro.

- ¿Y Aryan?

Elbruz se encogió de hombros.

- ¿Estaba contigo?
- Creo que sí... no lo sé.

Se inclinó a un lado y vomitó agua de mar, tosiendo y apartándose el cabello sucio y mojado.

- Necesitas descansar. - dijo el elfo de piel clara, tirando de una maroma para desplegar una vela y parapetarle contra el sol del mediodía. - Ya hablaremos después, Rodrith.
- Ahti... me llamo Ahti - murmuró a media voz, mientras los ojos se le cerraban y el arrullo del mar le acunaba en un sueño plácido, sin pesadillas.

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