viernes, 29 de enero de 2010

La Isla Prohibida - II

El abrazo intenso y frío de las aguas a su alrededor, el beso helado y salobre de los mares que le acogían y los pulmones anegándose. El descenso incansable hacia una profundidad verdosa, azul y gris, como su propia mirada, con el bramido del trueno sobre su cabeza, más allá del techo líquido que le cubría, y el destello. El Hombre de Larga Barba y semblante severo abrió los brazos hacia él desde lo profundo, le sostuvo y le elevó, y se alzó para agitar la tormenta en el firmamento y se sumergió para remover las aguas y provocar la tempestad oceánica. Observó al hombre de Larga Barba, y vio que eran algas y sus ojos eran el rayo, vio que su cuerpo era aire, agua y electricidad, y supo que aquel ser fluctuaba entre el mar y el cielo, y gobernaba en ambos cuando las olas se levantaban y las nubes se arremolinaban.

Cuando el agua se retiró al fin de la Catedral de Coral, los murmullos de los cultistas se dejaron oír. Algunos habían muerto a causa de la ola gigantesca y los crustáceos se alimentaban de sus cuerpos. Rodrith miró a su lado, y no encontró a Aryan. Sólo el cuerpo verde de una orca que aún boqueaba, con los ojos muy abiertos, temblando mientras un makrira devoraba sus entrañas, casi limpias ya de sangre. Se apartó el cabello mojado del rostro y miró hacia la hoguera, que seguía encendida.

"Es imposible", pensó. Y se preguntó por qué seguía él de pie. Se preguntó por qué seguía Delilah en el altar y cómo habían sobrevivido los que ahora se incorporaban. Escuchó de nuevo el trueno, mareado ya y completamente arrebatado por el misterio insondable de lo que estaba sucediendo, y los tambores resonaron otra vez.

"Es imposible"

Se sintió observado y volvió la vista hacia el altar de coral, donde Delilah le contemplaba, tendida, respirando afanosamente. Los ojos color violeta estaban fijos en él. Ella se levantó lentamente, caminando a su encuentro con pasos gráciles y ligeros, el cabello ondeando como si aún se encontrara sumergida bajo las aguas.

"Es imposible"

La mirada violeta brillaba como el pétalo de un pensamiento, como joyas engarzadas, y los brazos se tendieron hacia él, tomándole de las manos. Los supervivientes habían vuelto a ponerse en pie, y se buscaban unos a otros mientras repetían las letanías, ahora jadeantes y agitados, se mordían y se lamían, se enredaban como animales que se devoran o se acarician, pues era difícil saber si hacían una cosa o la otra.

- Eres tú quien ha traído a Thunderaan - dijo la voz suave de la sacerdotisa, cuando los dedos fríos y mojados se enredaron en los suyos. - Eres tú, ¿verdad, Ahti?

Incapaz de responder, se lamió los labios y la observó con desconfianza. Delilah sonrió y se lamió los labios, tirando de él suavemente. No podía apartar la vista de los ojos hechiceros de la mujer, si es que era una mujer, y su voz era una melodía embrujadora. Aun así, se negó a moverse.

- Has invitado al trueno a los salones del mar... lo sentí en el viento - prosiguió ella, pestañeando. El cuerpo desnudo exhalaba los aromas confusos del sándalo y el salitre, y las gotas brillantes sobre la piel parecían recorrerla en todas las direcciones, desafiando a la gravedad. - Lo sentí cuando el trueno lanzó su orden... a Thunderaan le gusta mandar, también a Neptulon. Eres tú quien invoca a las tormentas, ¿verdad, Ahti?

Entrecerró los ojos un instante, con el cosquilleo de aquel aroma imposible en sus fosas nasales, y el hambre se retorció de nuevo en sus entrañas. Ella hizo un gesto con la cabeza hacia el altar, y cuando volvió a tirar de sus manos, Rodrith se movió casi por inercia. La cabeza le daba vueltas y se veía incapaz de reconstruir su razón ante tantas maravillas y horrores.

- En el mar, sólo puedes dejarte llevar, Ahti - susurró la muchacha, deslizando los dedos hacia sus cabellos.
- ¿Quién eres? - acertó a preguntar, con la voz grave y rasposa a causa de la tensión y la avidez mordiente que le estrangulaba desde dentro.
- Ya me conoces... soy Delilah.

Caminaban entre los cuerpos yacientes de los fallecidos, aquí y allá una bestia marina se servía un banquete de entrañas aún calientes, o devoraban los ojos de los muertos. Una elfa nocturna aún gemía, arrastrándose con las manos sobre el suelo, pues no tenía más extremidades. Estaba cercenada por la cintura, y dos pinzadores trataban de retenerla entre sus patas, hundiendo las fauces en la profunda herida. Justo al lado de tan aberrante escena, dos mujeres humanas se acariciaban con languidez, enredando las lenguas y rozándose los pechos.

- ¿Qué eres? - murmuró a a media voz, frunciendo levemente el ceño.
- Soy ondina - respondió ella, y sus ojos brillaron un instante con curiosidad y deseo - ¿Y tú, qué eres? El trueno que destruye, a ti te protege...

No tenía respuesta a esa pregunta. Y si la hubiera tenido, seguramente no habría sido capaz de darla. Los dedos frescos se escurrían sobre su pecho y la caricia era como espuma marina. Los cabellos de la ondina se enredaron en su cuello, y se puso de puntillas para lamerle los labios, con saliva fría que le supo a agua de mar sobre la lengua. "Es imposible", se repitió de nuevo. Y todo empezó a dar vueltas a su alrededor.

Un destello y el chisporroteo del fuego. La ondina de negros cabellos le soltó los dedos, y sin apartar la vista, observándole por encima del hombro de color miel, apoyó las palmas y los codos en el altar, elevando la grupa, ofreciéndose con una mirada cargada de lujuria y anhelo. Rodrith parpadeó y el hambre rugió en sus entrañas, imperativa.

- A qué esperas... - dijo la sacerdotisa, invitadora. - Llevo el mar en mis entrañas. Mi caricia es espuma y mis pechos son perlas, mi abrazo el de las algas. ¿Acaso no me deseas?

Frunció los labios jugosos y parpadeó de nuevo con un gesto casi infantil, sólo turbado por el ardor de los ojos violetas. Antes de darse cuenta, el elfo tenía las manos rudas sobre la piel mojada y escurridiza de Delilah, y su cuerpo respondió al instante con el contacto de las sedosas nalgas sobre su virilidad al pegarse a ella.

- Has resistido a la... ola - jadeó Delilah cuando se escurrió en una embestida ligera entre sus piernas. - Permaneciste de pie... ah...

Rodrith cerró los ojos, intentando apartar de sí el mareo constante y el influjo extraño que le arrebataba. Su sangre se había encendido, ardía por dentro y por fuera, y el tacto de la mujer era fresco y balsámico. Onduló las caderas y se adentró más en aquella profundidad tibia de corrientes submarinas, que se estrechó a su alrededor. Estaba mojada y escurridiza, y cuando recorrió la espalda con las manos, los cabellos negros se enredaron como serpientes en sus muñecas.

- Kranu sto aer'roghmar ... kranu mak... kranu mak... - repetían los cánticos ahora.

No sabía de donde venían. No entendía de dónde procedía la música, por qué el viento y el oleaje parecía acompañarla, no comprendía por qué el fuego seguía encendido y los aromas que invadían hasta su propia razón aún flotaban en el ambiente. Pero al escurrir la lengua sobre la piel de Delilah, percibió, tan real como un puñetazo en el rostro, el sabor del mar. No era sudor. Eran gotas chispeantes, salobres y con restos metálicos. Ella aún le miraba, lamiéndose su propio hombro, con los ojos entrecerrados y el rostro girado a medias. Los largos cabellos serpenteantes le acariciaban, y la mujer ondulaba sinuosa, seductora, moviéndose con estudiada elegancia para ir a su encuentro en cada envite abandonado.

- Has resis...tido a los... hijos del mar... - dijo de nuevo ella, dejando oír un suave gemido. - Eres Ahti... siempre lo he sabido... quédate conmigo... digno consorte de ondina... 

La escuchaba, pero no podía responder. Sólo hundirse en ella una y otra vez, con el abrazo estrecho y líquido de su carne y creciendo en su interior, ardiendo. Sólo exhalar un gruñido contenido cuando ella se pegó a él y ondularon juntos como las olas, con la cadencia de los tambores, en un torbellino creciente y frenético que le inflamaba la sangre en las venas, a punto de romperse. El cabello de Delilah se enredó en su cuerpo, como algas espesas, y cuando el éxtasis le asaltó y fluyó en el interior de la sacerdotisa, de nuevo el mar barrió la catedral, y el trueno rugió.

Una vez más. El abrazo intenso y frío de las aguas a su alrededor, el beso helado y salobre de los mares que le acogían y los pulmones anegándose. El descenso incansable hacia una profundidad verdosa, azul y gris, como su propia mirada, con el bramido del trueno sobre su cabeza, más allá del techo líquido que le cubría, y el destello.

- Kranu sto aer'roghmar... kranu mak... kranu mak...

Abrió los ojos, aturdido. ¿Qué era aquel sonido más allá de las perennes letanías, de los tambores reverberantes? Un burbujeo, similar al del barco que se hunde. De las aberturas en la catedral de coral, manaban los chorros de agua marina, y los moluscos prendidos al techo, hacia donde estaba mirando, emitían un resplandor verdoso y azulado que se reflejaba en las blancas paredes.

- Desh'noka talsa rok nim - jadeaba la ondina, que ahora se movía sobre él, con los dedos enredados en su propia melena ondulante y los ojos entrecerrados, mordiéndose los labios.

Ahogó un jadeo sordo y crispó los dedos en las caderas de la criatura, mientras las imágenes parecían girar a su alrededor sin sentido. El deseo martilleaba con virulencia en las sienes, el interior suave y diluido de Delilah aún se cerraba en torno a su carne palpitante y el roce lascivo sobre la piel sensible tras el clímax se antojaba casi doloroso, obligándole a apretar los dientes y fruncir el ceño, parpadeando. Una clara vibración se extendió desde el suelo.

- Déjame ir - murmuró a duras penas, al escuchar el borboteo del agua que inundaba lentamente la isla. "Nos estamos hundiendo", supo con certeza. - Déjame... agh... dioses...
- Kel sae'ghun os reth, Ahti - gimió ella de nuevo, apartando los dedos de la melena y deslizando las uñas sobre su torso, con una expresión desesperada, suplicante e imperativa a un tiempo - Quédate conmigo.

Las uñas abrieron la piel y la sangre fluyó, y la sacerdotisa se inclinó hacia adelante, lamiendo los rojos y delgados riachuelos con abandono, suspirando y exhalando gritos ahogados mientras se impulsaba sobre su cuerpo tenso y estremecido. Rodrith apenas podía respirar. Se aferró con una mano a uno de los salientes puntiagudos del altar, pugnando por escapar pero arqueando las caderas a su vez para responder a los lascivos movimientos de Delilah, embriagado y confundido. Estaba atrapado. Y la isla se hundía. 

Cuando hizo un nuevo intento por empujarla, alejarla de sí, ella se arqueó y gimió con abandono, cerrándose con violentas palpitaciones en torno a su virilidad henchida y transportándole de nuevo a un orgasmo doloroso que le hizo rugir y dejarse caer contra el altar, golpeándose la nuca y agitándose, poseído por las sensaciones contradictorias del deseo y el peligro, por una fuerza conocida pero misteriosa que se enredaba dentro de sí, espoleada por el hambre, encendida por las alarmas disparadas y alimentada por el ambiente enloquecedor en el que se hundía cada vez más.

- ¡No! - exclamó aún, cuando ella se arrojó sobre su cuerpo, introduciéndole más adentro, asediándole con su silueta sinuosa y los frenéticos movimientos, mientras degustaba su sangre. El roce veloz que le aprisionaba y le liberaba, la succión de los húmedos pliegues, eran casi alfileres puntiagudos pero el placer doloroso estalló al fin de nuevo, nublándole la mente y haciendo gritar a la sacerdotisa, que hundió la lengua entre sus labios y le apresó por las raíces del pelo, enredando el suyo en torno a su cuerpo en una presa fría como lenguas de serpiente o algas mojadas.

- Kranu sto aer'roghmar, kranu mak, kranu mak - se repetía el rezo, acelerado, enloquecido.

El agua penetró en la catedral con virulencia, la realidad se volvió burbujeante, verde y espumosa, luego azulada y por último negra y líquida. Y el cuerpo de Delilah se aferró a él, posesivo e insaciable, asfixiándole con su cabello. Y a través del beso, encontró aire para respirar.


No hay comentarios:

Publicar un comentario