viernes, 4 de diciembre de 2009

La Madriguera - Fin del juego

La luna es una gota de leche en el cielo negro. Cuando vuelvo el rostro hacia arriba me parece un ojo risueño en un rostro tuerto. Que ironía. Me observa, burlón, eso creo. No me importa.

Bajo su atenta mirada, les sigo. Caminan despacio, a lo largo de los Claros de Tirisfal. Me pregunto que querrán de mi esta vez, no porque tenga curiosidad, pues no soy curioso. Es mera anticipación. ¿Pedirme ayuda de nuevo? ¿Solo una excusa para buscar mi compañía? Lo desconozco. Hace tiempo que perdí ese instinto de los vivos para captar las intenciones de los demás, también hace tiempo que dejaron de importarme. Corazonadas, impresiones, percepciones con las que ya no sintonizo y que no necesito, pues en la muerte solo hay tiempo que pasa, lánguido, lento, sólo hay horas sombrías que se escurren y una negrura que nunca te abraza, un descanso que nunca llega. Suspendidos estamos en un tiempo infinito, meros espectadores de los ciclos ante nuestros ojos. Hijos que crecen, padres que mueren, lágrimas, amores que florecen y luego se marchitan, desde detrás del velo gris de nuestros ojos secos, observamos. Todo se nos ha negado excepto la venganza, y mis emociones duermen en el letargo de esta anestesia intemporal, apenas se despiertan levemente con algún estímulo. Nada es relevante.

El brujo avanza delante mía, envuelto en la toga oscura y con el cabello chorreando sobre sus hombros con esa apariencia líquida y densa. Su pesadilla cabalga al paso, agitando las crines requemadas y prendiendo con llamas diminutas la hierba macilenta de los Claros. El paladín está detrás mía. Me escolta de un modo extraño, siento sus ojos intensos clavados en mi nuca, su presencia viva, densa, como una llama cercana que apenas me roza con su calor.

Cuando se detienen, desmontando, la profunda caverna se abre ante nosotros. Les miro alternativamente con cierta perplejidad, y las miradas dispares, ambar y jade, me observan con la misma expresión.

- Es ahí adentro - indica el paladín, encabezando la marcha. Su semblante está tranquilo, camina con naturalidad, y le sigo bajo la atenta mirada de Theron, quien luce una extraña sonrisa maliciosa en su rostro.

La cueva nos recibe con telas de araña prendidas en el techo, el goteo de la humedad que mi piel no siente y el sonido crujiente del correteo de los insectos. Oleadas de Luz abrasan a las viudas negras, me mantengo a distancia para que no me hieran. Mi túnica arrastra sobre el suelo pedregoso, y me pregunto, una sola vez, qué es lo que quieren mostrarme. Una leve alarma ha despertado en algun lugar de mi interior, saboreando la amenaza solapada en este instante preciso, cuando Rodrith salta hasta la zona despejada donde una grieta deja que la luz de la luna pálida ilumine tenuemente las profundidades.

Paredes de roca viva en las que las sombras se dibujan, fantasmales y sinuosas. Nos hemos detenido y les observo, frunciendo el ceño levemente. Una expresión sutil.

- ¿Qué significa esto? - Les digo.

Theron se ha colocado delante mía, se ha cruzado de brazos. Parece divertido. Juguetea con una daga entre las manos, y por un momento pienso en la posibilidad de que me hieran con ella, de que hayan venido aquí a terminar con mi existencia. Como si eso fuera importante... no lo es. El brujo se ha quitado los guantes y desliza la daga por su carne, abriendo un corte del que la sangre verdeante mana con lentitud. Una, dos gotas, caen al suelo.

A mi espalda, un roce suave desciende por mis cabellos, la calidez del paladín llega hasta mi piel insensibilizada cuando su aliento se derrama hacia mi oído, los dedos se cierran en mi nuca y su voz me penetra, vibrante, envolvente.

- El juego ha terminado, Arconte - me susurra.

Las manos rudas me arrebatan el arma y descienden por mis brazos, la quemadura de su presencia se desprende de los dedos ásperos cuando se cierran en mis muñecas, se desprende de sus labios pegados a mi oído. Ni siquiera siento miedo, solo un leve resplandor de angustia que palpita una sola vez en la garganta, y el amargo desliz de un trago que no sé si quiero tomar, pero aun así lo engullo. Mi cuerpo no se ha tensado, y mi voz no suena dolida cuando le replico. No quiero que suene así. Creo que no lo hace.

- Dime que no haces esto sólo para demostrar tu dominio.

Miro a Rodrith de soslayo. No reconozco la expresión en sus pupilas encendidas, pero su respuesta me trae una punzada de acidez, irónica quizá.

- Como puedes pensar eso...

Sólo cierro los ojos con fuerza cuando la toga se rasga y los músculos se tensan tras de mí, los dedos del paladín se incrustan en mis muñecas, y Theron, con el semblante mudado a un rictus triunfal y maligno, se abalanza hacia mí e invade mi boca con la herida sangrante en su muñeca. Un tirón en mis cabellos, una caricia en mi mejilla... ahora sé lo que va a pasar, ahora sí. Y mientras el licor abrasivo desciende por mi garganta, despertándome las sensaciones, haciendo que la imagen del brujo se revista con colores intensos ante mis ojos y los viejos instintos ya olvidados se desperecen dolorosamente aún en la carcasa de la muerte, me pregunto, me pregunto...

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Se agita en mi vientre y las runas se encienden sobre mi piel. El final del camino, de este camino, se presenta ante mí con claridad y sé que me alzo ahora triunfante, que esta es mi victoria. Siempre tengo lo que quiero, lo pienso y se revela como certeza mientras aparto la boca de la lengua fría del Arconte. Mi propia sangre se escurre entre sus labios, sus ojos se han encendido, reanimado por el vil con el que le he ungido. No se merece tanto, pero esta esclavitud temporal me proporciona el goce malicioso de la venganza, de la revelación de las verdades, que dejan su impronta en cada gesto. La dejan, sí, cuando Ahti le golpea y tira de sus cabellos, cuando su antebrazo le aplasta la espalda y la patada que le propina en los riñones desde atrás le hace caer de rodillas.

- Te estamos haciendo un favor - murmuro, sonriendo.

Su abandono, la extraña mirada vacía que me dedica y la manera en la que se niega a defenderse son casi más gratas que la resistencia que esperábamos hallar. Porque él jamás ha presentado batalla, quizá consciente de cómo la buscaba en él mi compañero. Ahora, consciente de que no será rival, está dispuesto a marcarle con condescendencia y tomar el triunfo que ya es suyo. Y yo... en cuanto a mi...

La sangre hierve en mis venas, y no hay ningún estímulo físico detrás de esta sensación de predominancia. Es el dominio y el poder, y es la venganza y la retribución por todo. Por todo lo inmerecido que has tenido, Arconte. Por haber atrapado su atención, por haber despertado su inquietud y el breve latido del deseo en él, por haber jugado a su juego, por cada mirada, por cada palabra, por la menta de Entrañas, por aquella vez que deslizaste la lengua en su oído, por aquella otra en la que pusiste tus manos indignas sobre su brazo, sobre su pierna, por cada roce accidental, por cada palabra insinuante, por cada sonrisa estúpida, por cada tributo que le has rendido, por cada momento en que ha pensado en ti. Indigno, ah sí, indigno, indigno... fue tan injusto que tuvieras siquiera un segundo de su atención, un ápice de su compasión, una gota de su interés... ahora estás donde debes.

“Ah. Es perfecto”, pienso mientras me acerco y enrosco en mis muñecas las largas hebras blanquecinas que conforman la melena del caballero de la muerte. Me observa, a la expectativa. Me he desabrochado los pantalones y no parece dispuesto a retroceder o a resistirse, su oposición es leve y nada tiene que hacer bajo las manos del paladín que le aprisionan, que le mantienen la cabeza alzada, sosteniéndole de los cabellos. Tengo que ejercer una leve presión para vencer la resistencia de sus labios, pero finalmente me abro paso en su boca, que es mas templada que cálida, y una carcajada de triunfo trepa por mi garganta mientras mi venganza se completa.

Así es como quería verte, caballero. Humillado, sometido y trémulo.

Tiro de sus cabellos una y otra vez, obligándole a acariciar toda mi palpitante longitud aunque no quiera, hundiendo profundamente la bandera para coronar la cumbre del poder que tengo ahora sobre él.

Comprendo que lo ha aceptado cuando la oposición se desvanece por completo y lo que he conquistado se rinde finalmente y me acoge con plácida resignación. La lengua fría se enreda sobre la piel tirante y se inclina hacia adelante, sumiso y abandonado. Un rival...¿como pudiste ver un rival aquí, maldito seas, Ahti? Mírale, y contempla la verdad que ya has atisbado, mira cómo sus ojos se enturbian y me observan con la misma veneración de cualquier esclavo de mi sangre. Contempla y sabe que no es nada, que no es nadie, que no tienes nada que buscar aquí.

Levanto la vista y observo que mi compañero está al otro lado de su cuerpo, con el rostro ligeramente alzado en un gesto de orgullo, los dientes apretados y la mirada fija en mí con un brillo abrasador, candente y desatado. Y sí, lo sabe.

Sé que lo sabe cuando escucho, con un estremecimiento de placer bajo las caricias dedicadas de mi nuevo esclavo, el chasquido del cinturón al soltarse. La embestida del paladín detrás de su cuerpo apenas le arranca un gemido, y le azota sin contemplación, casi con desinterés, sosteniéndole por las caderas y obligándole a avanzar hacia mí cada vez que empuja.

Por un momento, sin cejar en su actividad, como buen perro cumplidor, el renegado vuelve la mirada hacia atrás y parece desafiar con ella a Ahti. ¿Por qué le mira? Deja de mirarle, no mereces ni siquiera ver su imagen. Pero el paladín se limita a reírse. Se ríe de él... se ríe de su desafío si es que lo es, de su deseo si es que lo es, de su anhelo, si es que lo es. Porque para él, ya no significa nada... de nuevo me estremezco con el triunfo, y la renovada intensidad con la que el Arconte me atrapa entre sus labios sólo sirve para hacerme sentir aun más alto, aun más inmenso. Porque siempre tengo lo que quiero.

La mirada de Ahti me asalta desde el otro lado del cuerpo trémulo, de la figura arrodillada ante nosotros. Me asalta y me encadena, mientras tiro con violencia de los cabellos de nuestra víctima, embistiendo entre sus labios.

Nos contemplamos con adoración el uno al otro, cada cual a sí mismo, sin dejar de movernos, compartiendo este triunfo conjunto, las sensaciones me llegan en un remolino brutal y dejo que las mías fluyan hacia él, apoyándonos mutuamente en este esfuerzo por apagar nuestra sed con arena. El ego se inflama, sí, pero no deja de ser un sabor demasiado diluido, hay un punto de insatisfacción en todo esto.

Leo en su mirada lo mismo que hay en la mía, la decepción de que este cuerpo rendido y sumiso al fin, se interponga entre ambos, el desperdicio de desencadenar nuestra tormenta particular sobre un recipiente indigno, equivocado, pero también la satisfacción absoluta de vencer una vez más al enemigo común, de hundir en el lodo la grandeza de aquel que osa desafiarnos y dejarle reducido a una mascota complaciente y entregada.

Y así, alentándonos recíprocamente, recorremos los pasos que nos separan hasta alcanzar el final del camino, sin apartar los ojos del otro, cabalgando con urgencia y desahogando la frustración sobre la figura que es muralla y vínculo entre los dos.

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Quiero colgar esta cabeza en mi pared. Sus entrañas no me estrechan con el abrazo palpitante y absorbente, su interior se abre a mi paso, insípido y frustrante. Siempre has sido así, maldito seas. Eres una mentira. Le golpeo casi con desdén, mientras arremeto contra su cuerpo en un acto que sólo desprende violencia, sin entrega ni belleza alguna. El Arconte es una figura arrodillada de cabello plateado que se encoge y se distiende ante nuestros ataques, no hay sudor sobre su piel blanca, la toga rasgada cuelga de sus caderas, se enreda a su cintura. Es una hermosa anatomía, una bonita estatua de ceniza, y sólo eso, nada más.

Quiero colgar esta cabeza en mi pared, porque toda la apariencia de grandeza que un día me mostró, que convulsionó hasta lo más profundo de mi alma, se diluye ahora, cuando ni una garra se levanta para combatir esta prueba de superioridad que le mostramos. Quería vencer, sí. He ganado, pero es decepcionante. Y en esta carrera en la que el cuerpo y el instinto avanzan por sí solos, una vez el ego se ha revolcado en sus fuentes de alimento y ya sólo queda completar el camino con lo profundo, lo verdadero y lo intenso, levanto los ojos hacia Theron.

Su mirada se prende en la mía, jadea entre los dientes apretados mientras castiga la boca del Arconte, y nuestras respiraciones se han acompasado. El renegado nos mira alternativamente, y tras escurrir nuestros ojos sobre él un instante, nos inclinamos al unísono hacia adelante. Los dedos del brujo se cierran en las raíces de mi pelo, los míos son grilletes en su nuca. El sabor conocido me empuja hacia arriba, ilumina los destellos apagados en mi interior. Los nervios se reaniman con las lenguas enredadas, le siento estremecerse ahora, y es mi beso imperativo y hambriento el que acelera su respiración, es su beso ávido y sediento el que crispa mis nervios e inflama la hoguera abrasadora.

Casi aplastamos al elfo arrodillado cuando el torbellino crece, embistiéndole con violencia desde ambos frentes, queriendo disolver la distancia que nos separa. Mi brujo se tensa como una cuerda, me retuerzo en el interior del Arconte, fustigándole iracundo cuando me sobrecoge el estremecimiento. Y estallamos, estallamos a la vez, con el estertor agónico del ahogado. Mis uñas se incrustan en la piel del recipiente de nuestras bendiciones, la saliva de Theron se escurre por mi garganta, y por un momento nos sobrecoge el paroxismo.

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En el interior de una caverna oscura, las arañas tejen sus telas, enredan sus huevos en los capullos sedosos y corretean por techos y paredes. Gotea el agua, deslizando ecos a lo largo de las gargantas de piedra, y al fondo, en un claro despejado de suelo rocoso, una figura yace, encogida en el suelo, mientras otras dos recuperan el aliento y se colocan la ropa.

- No nos des las gracias - dice el paladín.
- Ha sido un placer - apostilla el brujo.

La figura tendida se estremece un momento, está desnuda. Es un cuerpo blanco, inerte, con un brillo revitalizado en la mirada. Lo que siente ahora, si es que siente algo, dejará su eco entre las paredes de esta gruta, que capturan su imagen pálida de cabellos revueltos, de juventud eterna y de abandono y pérdida. Por sus labios se escurre un hilillo verdoso, entre sus muslos, algo blanquecino gotea hacia el suelo. Y las dos figuras que se mantienen en pie, ambar y jade, se atienden mutuamente, anudándose los cinturones, ordenándose el pelo y ciñéndose las capas uno al otro. Acicalándose como dos gemelos dispares, como dos animales simbióticos.

- Largaos - murmura la figura yaciente, en un susurro rasposo. - Largaos de aquí.

El paladín arroja la toga rasgada sobre el Arconte y se encamina, dedicándole una última mirada, hacia la oscuridad de las galerías, siguiendo los pasos del brujo. Y en las sombras cambiantes, un elfo renegado permanece tumbado, entre los ecos difusos de la cueva, contemplando a la nada, vacío, desnudo, desechado. Solo.

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