lunes, 14 de diciembre de 2009

Noche de bodas

La cabeza me da vueltas y siento el cuerpo pesado, energético al mismo tiempo. El sabor del licor en el paladar, los destellos coloridos, extraños, en la oscuridad de la habitación y esa sensación exultante e ingrávida producida por lo que sea que Allanah ha vertido en el bourbon hacen que todo parezca irreal y onírico. Ni siquiera sé como he subido a la habitación de la posada, me cuesta ordenar los sucesos en el tiempo, y qué importa.

Nada importa. Tendido de lado sobre el colchón, estoy flotando en el maremágnum y es divertido perder el control, dejarse llevar, dejar que me envuelva. No tengo que preguntarme nada, solo fluir, revolcándome en la concupiscencia. Veo manchitas coloridas en la negrura de la habitación y no distingo las siluetas. Los olores, en cambio, parecen inundarme, potentes. Una elfa invisible en la oscuridad, que huele a vil, aprieta su cuerpo contra el mío. Otra, vestida con el perfume vegetal de los bosques, permanece sentada con las piernas colgando al borde del lecho. La última figura exhala un aroma penetrante y metálico, denso, tumbada boca abajo a mi lado; deja oír un gruñido algo amenazador.

Reconozco la suave silueta de Hibrys cuando mis manos la tocan, acariciando la suave seda de su atuendo. Su risa maliciosa y lúbrica se escurre entre los labios y llega a mis oídos, la lengua tibia se desliza hacia mi boca y su sabor se mezcla con el agrio recuerdo del alcohol.

Cuerpos confundidos que se acomodan entre las sábanas, enredadas entre nosotros como redes, atrapándonos. Aromas pulsantes que me despiertan un hambre adormilada y algodonosa en la boca del estómago y un suave tirón en la sangre. Allanah la está tocando a ella, ella acaricia mi cuello con los dedos suaves mientras enredamos las lenguas en el beso, el tejido de la toga da paso a su piel cremosa cuando mis dedos rozan el muslo de la muchacha y los alientos se confunden, sinuosos, insinuantes.

Ella se mueve. Busca su lugar.

Enzarzados en el juego de la piel, repentinamente un estremecimiento me asalta. Un brazo duro y nudoso se ciñe a mi cintura y me estrecha desde atrás, un aliento candente se desliza en mi nuca. Ese tacto... Dedos rudos en mi espalda, quemando a través de la toga que me cubre. Los vapores del alcohol y las drogas no dejan espacio a la extrañeza y tampoco a la emoción, que me asaltan con levedad entre el fluir ondulante de las caricias femeninas al otro lado. Pero sé que él me está tocando. Sé que ese tacto, la palma candente y áspera que desciende por mi columna y el brazo que me rodea es el suyo, la respiración rítmica, lenta y controlada que contrasta con nuestros jadeos suaves e invitadores y transporta aire cálido hacia mi cabello, es suya. Y es nuevo.

Nunca me ha tocado antes. Le he provocado y he tirado de todas sus cuerdas, tentándole constantemente de todos los modos posibles, pero no me había tocado nunca, no así. Es como una impronta de calor que deja sobre mi piel, un sello o una firma. Que no reclama ni seduce. Solo la deposita en mí sin más.

Por eso dejo los dedos sobre el muslo de la elfa y me doy la vuelta, mirándole con curiosidad.

Los ojos de brillo áureo caen sobre mí, severos, extraños, con las pupilas dilatadas y el velo turbio de la embriaguez. Parecen brillar más hoy, en la tiniebla de la estancia. No puedo ver sus facciones, apenas su silueta se recorta, pero siento su cuerpo duro y nudoso de árbol milenario, curtido por las batallas. Veo el destello casual de los cabellos claros cuando la lechosa luminosidad de los astros invade la habitación al darle las nubes tregua, los ángulos pulidos y simétricos de los huesos de su rostro. Y ese perfume penetrante ahora me golpea casi con violencia, al haberme girado hacia él.

Aún tengo los dedos en el muslo de Hibrys, que juguetea con mi pelo y deposita la lengua escurridiza en mi cuello, sonrío con gesto travieso y me acerco despacio a los labios del guerrero. Sin hacerme preguntas. Sin ceder al pálpito curioso y excitante en mi vientre, sin perturbar en exceso, sólo me dejo llevar, negándome a pensar. Es mejor no pensar en los por qués.

Así, le estoy besando. La barba incipiente me araña las mejillas y las comisuras cuando acaricio su boca, en un roce suave y lascivo. Una oleada de calor me recibe desde su piel, que parece encenderse, y los músculos que me mantienen preso en su abrazo se tensan. Abre los labios y, triunfal, deslizo la lengua en su interior, estrechándome hacia él.

Pruebo por vez primera su sabor. Sabe a cerveza amarga, a sangre y a hojas de tabaco, un gusto intenso, nada parecido al regusto perfumado y la dulce saliva de las muchachas, es un sabor añejo que azota mis sentidos un instante. La lengua rugosa se enreda en la mía y luego me invade con vehemencia.

El mundo parece dar más vueltas de la cuenta. Compruebo, algo inquieto, que las brumas de la droga y el alcohol amenazan con ser barridas por emociones y sensaciones encerradas que tironean de sus disfraces y doy un respingo, algo alarmado, cuando la figura corpulenta se inclina y se abalanza sobre mí, los dientes me arañan los labios y su beso imperativo se impone sobre todo lo demás.

Sé por qué me siento triunfante. Sé que siempre tengo lo que quiero. Le deseo y quiero que me desee, no tengo por qué ocultármelo ahora, que estoy ebrio y alterado por los estupefacientes, pero no estoy seguro de lo que es esto. Su cuerpo me aplasta y forcejeo, arañándole los hombros. ¿Es deseo lo que le lleva a hundirse entre mis labios, es deseo esta invasión? Se está imponiendo a mí con cada gesto, ha atrapado mi muñeca con otra mano y con la derecha tira de la toga, percibo el ondular de los músculos y el pálpito regular de su corazón sobre mi pecho. El mío golpea con fuerza, amenazando con desbocarse.

Escucho, entre la brumosa consciencia, un golpe sobre el suelo y un quejido femenino. Luego pasos livianos y un murmullo de descontento.

- Iros a la mierda.

¿Es Hibrys? No lo sé. No me importa. La puerta chirría y se abre, luego se cierra, y aún tardo un poco en comprender que nos hemos quedado solos.

Si me importara, no estaría clavando los dientes en sus labios. Si me importara no estaría retorciéndome bajo su presa, que quiere controlarme y dominarme. No estaría acariciando el torso poderoso con los dedos, tras haber abierto los cierres de la túnica de cuero, arañándole.

No sé si esto me gusta. Me tenso y trato de escapar, pero mi forcejeo es en vano. Es mas fuerte que yo.

Cuando se separa de mi boca, manchada con su sangre, me observa con los dientes apretados y gruñe. Le muestro los dientes, arqueando los labios, desafiante... y reprimo el respingo cuando noto un tirón en mi espalda y sobreviene el sonido rasgado de la toga al romperse, las costuras saltan.

Puede que esté lo suficiente borracho para esto todavía. No estoy asustado, por algún extraño motivo, y una sensación inesperada me sobrecoge al ser plenamente consciente de que estoy en sus manos. Podría arrojarle lejos de un estallido de sombras, si fuera capaz de invocarlas ahora, o si no quisiera esto. Aun así, me agito entre sus brazos, le muerdo y le araño, jadeando. Pero la presa es firme. Es como estar atrapado por una estatua, que ahora me da la vuelta y me estrella boca abajo sobre el colchón, atrapando mis muñecas con los dedos, clavando la rodilla sobre mi espalda y sujetándome la nuca con la izquierda.

El aire no me llega a los pulmones. Araño las sábanas con los dedos y aguanto el gimoteo que amenaza con quebrarme la garganta al verme así. Nunca antes había pasado esto. Jamás había vivido nada parecido, nunca me habían... no así. Me ha atrapado. Y no puedo hacer nada... y si puedo...

... si puedo no quiero.

Un estremecimiento me recorre la espalda al sentir el roce duro y tenso tras de mí. Las puntas de sus cabellos cosquillean en mi columna, un resuello acerado me inunda los oídos y toda mi piel se eriza. Dioses. Va a hacerlo. Me agito y me tenso, tratando de recular, intento escapar. Podría decirle que no. Podría ... no sé lo que podría hacer. No sé por qué no lo hago, o quizá sí lo sé. Intento respirar correctamente. No estoy asustado, pero algo me inquieta por un momento en el que nada ocurre.

Dolor. Repentinamente, el dolor. Muerdo las sábanas y ahogo un grito. Se abre paso a través de mí, con un gruñido vibrante. Abrasa, rasga y desgarra en una embestida violenta. Siento abrirse mi carne, me mareo. Duele, duele. Duele como duele la vida, y se me corta el aire cuando el universo empieza a girar y un desmayo amaga con barrer todos mis sentidos. Las lágrimas se escurren por mi rostro y pierdo la visión por un momento. La invasión en mis entrañas palpita y se adapta, tensa. Durante unos segundos, solo puedo llorar y sentir ese dolor lacerante, bebérmelo a largos tragos, intentando permanecer firme ante él y no deshacerme.

No se mueve. Yo no puedo moverme. La presa de mis manos se afloja y percibo, confundido, la suave caricia en mi cabello, en mi espalda. No es la caricia lasciva, es el amparo del padre que consuela al niño que regresa a casa con las rodillas despellejadas, y muere en mi cintura cuando me agarra de las caderas. Sobre mi nuca, los dedos rudos ya no presionan, violentos. Es solo un roce, casi dulce.

Dejo escapar el aire y sollozo en silencio, mordiendo las sábanas a las que me aferro. La anestesia de la embriaguez ha desaparecido casi por completo cuando me abandono. Se está moviendo en mi interior, apenas una ligera presión, se retira un tanto y me asalta con una nueva acometida. Entre las lágrimas, fijo la mirada en la silueta de la mesita a mi izquierda, en la oscuridad donde se encienden extraños astros coloridos. La caricia de los dedos y la violenta intrusión en mi carne son una contradicción, como tantas otras en las que fluctuamos. Duele. Duele, si, y saboreo ese dolor sin huir de él. Me abandono al sufrimiento de mi carne lacerada, al perfume penetrante que desprende el cuerpo detrás mía, al roce esporádico del cabello ondulante sobre mi piel erizada y perlada de sudor, al mordisco suave y luego intenso sobre mi hombro.

Se estrella contra mi cuerpo de nuevo, ahondando más, desatado y poderoso. Cierra los dedos como cepos en mi carne, los dientes se fijan sobre mi piel, me hiere, me golpea y me atraviesa con la carne pulsante y firme que se abre paso dentro de mí. Percibo sus sensaciones tras el velo de bruma, quizá se confunden con las mías, y ya no hago ningún intento por huir.

Nunca me había sucedido algo así. Y no quiero escapar de ello... lo quiero. Arqueo la espalda y exhalo un grito sordo mientras mi cuerpo se estremece bajo cada ataque violento, que ahora me arrasan con la cadencia apresurada de la lluvia torrencial, forzando a la carne a adaptarse, obligándola a amoldarse a su extensión tirante y ruda.

Huelo mi propia sangre. Es esa humedad abrasadora que está deslizándose entre mis muslos, que se acumula en mi interior y se extiende. Hace que ahora sus arremetidas sean más fluidas, el sexo tenso y latente se sumerge en mí una y otra vez, en envites furiosos e impositivos, firmes, marcados y directos, entre el estrecho abrazo de mi carne. Pulsa dentro de mí, late como un corazón de guerrero. El placer salvaje de mi compañero, animal y teñido de violencia, me asalta, se abalanza sobre mí.

Algo tira de mis nervios hacia arriba en un ascenso vertiginoso que me hace difícil llenar los pulmones de aire, tiemblo entre sus manos, y le escucho rugir.

Se tensa en mi interior hasta que creo que va a romperse, que va a romperme. Un estallido abrasador se derrama en mis entrañas, y estremecido, arremete hacia mí de nuevo, dejando escapar gruñidos violentos, rasgados, rechinando los dientes.

Abandonado, me dejo arrastrar a la deriva. No puedo recuperar el aliento aún cuando todo termina y la figura corpulenta, musculosa, se derrumba sobre mí. No puedo respirar aún, estoy temblando, dolorido. Una extraña paz me abraza.

Cuando se separa de mi carne, escurriéndose hacia el exterior con una última punzada de dolor metálico, me pego a él. El brazo poderoso me rodea. Él se mueve levemente, ondula, nos cubre a ambos con las sábanas. Su cuerpo es cálido y suave, es una fortaleza bajo cuya sombra me abandona la consciencia, llevándome a un sueño agotado y algo nervioso, al amparo de sus brazos, entre las sábanas enredadas y el sudor de ambos.

Percibo su olor en mí. Y con ese opio, me tiendo hacia la oscuridad del sueño, sin pensar, agotado, arrasado, desmadejado en una orilla extraña que me recibe con complacencia, arrastrando mi mente, mi alma y el efervescente ardor de mi piel hacia una frontera nueva y calma, donde todo es plácido y dulce, balsámico. Puedo descansar, al fin, del hambre y la ansiedad perpetuas.

Ahora, por primera vez en mucho tiempo, entre las ruinas humeantes de mí mismo y las cenizas de esta guerra extraña, todo parece estar bien.

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