martes, 15 de diciembre de 2009

Noche de bodas (II)

No debería estar aquí. Aún estoy algo embotado, esa mierda de bebida que nos ha dado Allanah... ¿Qué diablos le habrá echado? Alcohol y hierbas, quizá cardo de maná o algo más fuerte... no es nada nuevo. No es nada nuevo, soy un asiduo a los polvos arcanos y oníricos, realmente no es la jodida manía que le ha dado al espacio que me rodea de girar y girar ni el espesor en el paladar lo que está retirando las trincheras en mi camino, no es eso.

Es el ambiente. Es todo, el olor del vil que me violenta y despierta las ganas de destruir y purificar, es esta penumbra de la habitación, son los pensamientos agitados que despertaron por culpa de Lemgedith - maldito sea por siempre - y la estúpida boda absurda, son las sábanas y la almohada, es todo. La equívoca sensación, engañosa y falsa, de que no hay peligro y sólo son juegos. Juegos de adultos.

Entierro la cabeza en la almohada, gruñendo. He subido casi por inercia, ascendí las escaleras al recuperar parte del autocontrol y querer poner fin a la estupidez de borrachos de turno. Pero aquí está la serpiente insidiosa, que se deja caer sobre el colchón a mi lado, con su presencia irritante. Allanah e Hibrys también están aquí.

Intento envolverme en los restos, los jirones de la bruma de la embriaguez y anestesiarme por completo, me cubro con ellos y me abrigo en su amparo. El sonido de los besos húmedos al otro lado no ayuda. Percibo cada movimiento de los cuerpos sobre el lecho, el roce de la ropa de cama, el desliz de las caricias insinuantes, las respiraciones tenues, que se vuelven contenidas, y esa tensión en el aire de las excitaciones que despiertan, el deseo y el hambre ajena.

La propia tira de mí, suave y controlable. El pálpito despierto, constante, de un nudo que me aprieta en el estómago desde hace días, las dudas extrañas que han poblado de sueños inquietantes mis noches pasadas. El cuerpo delgado y liviano, aún vestido con la toga de tejido suave, me roza el costado y le miro de reojo, ladeando apenas el rostro sobre la almohada, gruñendo. Maldito sea también, que ha bailado ante mis ojos y ha vertido sus palabras en mi oído, tentador y malicioso, jugando a molestar a los monstruos, a despertar a las bestias dormidas. Es molesto e irritante, molesta e irritante su insistencia vana.

Me giro del todo, intentando pensar correctamente. Contemplo las figuras recortadas en la penumbra de la estancia. Allanah, sentada de espaldas al borde de la cama, tiene el rostro vuelto hacia mi hermana, que se entretiene con el brujo como es costumbre. Él, borracho y dejándose llevar, como es habitual en él, por los efectos del cóctel explosivo de nuestra compañera de armas, se enreda en besos insinuantes con Hibrys, la acaricia con suavidad. Y esa vocecita me dice al oído: "Es un momento propicio. Sólo prueba. Sólo tócale, y sal de dudas de una vez. Destruye la incertidumbre que han alimentado entre todos, porque si tienes que hacerlo con alguien, mejor con él".

Aún lo pienso un instante. Y descubro que no es la primera vez que me lo planteo. No, no lo es. Desde que toda esta zozobra comenzó a abrirse paso en mi mente, una confianza plena se ha tendido en su dirección, a pesar de lo molesto que es el puto brujo. A pesar de cómo se retuerce, hipnótico, para hacer que se quiebre mi firmeza, sé que si quiero hacer algo, comprobar cualquier cosa, es la persona adecuada.

Lo sé, porque no confío en nadie más.

Con un punto de curiosidad, más sereno de lo que quiero admitir y con la excusa deliciosa del alcohol y los estimulantes como respaldo por si me estrello - ahora no soy capaz de engañarme a mí mismo, sé que solo es una excusa - me muevo y rodeo la cintura breve con un brazo, en un gesto sutil que espero pase desapercibido. Están ocupados entre sí, creo que puedo hacerlo sin peligro. "¿Peligro a qué?", destella un momento la pregunta en mi mente. La aparto con violencia.

El cuerpo del brujo es flexible y cálido, ondulante, agradable. No despierta deseo, y eso me hace sentir más seguro cuando poso los dedos de la derecha sobre la espalda y dejo que desciendan, percibiendo la tensión repentina en sus músculos. Sí, se está dando cuenta, pero creo que me da igual. Tengo que comprobar hasta dónde llega esa maldita tribulación, y por el momento, todo va bien. Nada me ha perturbado, sólo exploro con cierta curiosidad lo que siento al tocarle.

Voy a apartarme, satisfecho con el resultado, cuando la anatomía felina y sinuosa se mueve debajo de mi brazo. Los ojos de jade encendido parpadean, el rostro andrógino y juvenil me observa, y al fondo de esa mirada, percibo el destello. Solo un matiz más de la glauca luminiscencia de su mirada, un matiz que soy incapaz de interpretar. Y algo me incomoda repentinamente.

En la oscuridad, solo sus ojos parecen atesorar toda la luz. Escucho la respiración de mi hermana, la veo, recortada como sombra sobre la sombra, inclinada sobre mi brujo. Y de alguna manera, cuando ahora él se ha vuelto hacia mí, cuando se acerca algo dubitativo y siento el contacto aterciopelado sobre mis labios, una correa tensa se suelta en el interior.

No es deseo. Me besa, despacio, tanteando el terreno en que se mueve, mientras mi hermana le presta sus atenciones. No es deseo. La lengua afilada se escurre entre mis labios cuando le dejo paso con cierta curiosidad, y deposita la caricia sobre la mía, teñida del sabor especiado, almizclado y embriagador de las tentaciones. Pero no es deseo. Me parece escuchar el sonido de los cables que se parten con ese contacto, el bramido lejano de una tormenta confusa y violenta que me acecha desde dentro. Y el beso se convierte en una ofensa, me pone alerta repentinamente. No voy a consentir que juegue conmigo. Mis normas. Imponer mis normas.

La oscuridad se vuelve hostil, la tiniebla se viste de batalla y mi sangre se enciende, siseante. Le estoy mordiendo la boca, iracundo, a la defensiva. "No me toques", quiero decirle, "aléjate de mi", pero yo también me acerco. Quiero... ¿Qué quiero?

Nuestras lenguas se han enredado, muerdo la suya, me he apretado contra su cuerpo y me giro repentinamente, imponiéndome con mi anatomía, más grande, más fuerte. Con la mano derecha, empujo a Hibrys fuera de la cama, intentando recuperar los hilos descosidos de mi razón, de mi serenidad, de la contención. Tratando de detener este estallido amenazante apresuradamente.

¿Qué quiero?

Castigarle por sus imprudencias, pasadas y presentes. Retribución, darle las consecuencias de lo que provoca cuando me molesta con sus estúpidos juegos. Dominación, someterle bajo mi supremacía y marcar el territorio. Una nueva exhibición de límites, eso creo que quiero.

Pero el cabrón no se rinde. Cuando le muerdo, me muerde. Le inmovilizo y se debate, mientras le estoy... ¿Le estoy tocando? Ah sí, demostrarme que esto no me gusta, eso también lo quiero. Y por qué no, darle un poco de su propia medicina, hace tiempo que se lo está buscando. Arrasar ese estúpido olor y destruirlo, y devorarlo hasta acabar con él y tener un poco más de paz, malditos cabrones desviados, os odio a todos, y...

- Iros a la mierda - Hibrys se va, muy bien, lárgate, guarra. Ella también tuvo su ración y no se ha vuelto a atrever a jugar con fuego, ¿no es verdad?. Amansemos al brujo.

Está atronando en mi interior, y el mordisco en mis labios, ese que me hace sangrar, me irrita aún más y me violenta. ¿Cómo se atreve? Le muerdo en respuesta, agarrándole las muñecas con las manos. Zumba en mis oídos. No deja de moverse. ¡Deja de moverte!, quiero gritarle. No quiero convertir esto en una guerra, cede de una puta vez, cede y ríndete, asústate o dime que pare, y terminará como debe. Me retiraré tranquilo, sabiendo que no... que...

Que nada. Algo se enciende en mi interior, un estremecimiento tenso. ¿Qué coño es esto? Hambre. Tira de mí, al verle retorcerse y cortar un gemido en la garganta. Me ha desabrochado la túnica y me está tocando. Tres dedos de yemas suaves, deslizándose sobre mi pecho, es una caricia que araña con suavidad la piel, insinuante. No entiendo nada... y una alarma de peligro inminente se enciende cuando siento liberarse otra cadena, tensa ante los tirones de un instinto donde todo se mezcla. Sujétala, sujétala, mantenla... se me escapa entre los dedos.

Me aparto de su boca, gruñendo. Me muestra los dientes y gruñe... invitándome...¿Qué narices está haciendo? No, joder, no. Los ojos verdeantes destellan en la oscuridad, aún me hace frente, tratando de escapar, pero no me detiene, cuando yo ya no puedo hacerlo. No me detiene. Forcejea, pero me incita. Resignado, suelto el último eslabón y me abandono al hambre extraña, a la violencia primitiva donde todo se confunde y se mezcla, abrumándome y llevándome por caminos que conozco demasiado bien.

Escucho el respingo cuando cierro los dedos en el frontal de la toga y tiro, rasgándola por las costuras, sin soltarle las manos. Piel pálida que ondula, estremecida, carne fresca y joven pintada con runas glaucas, adivino sangre debajo y carne tierna, cálida, deshaciéndose en la boca. Hambre. No hay camino de regreso.

Está a mi merced, se abandona a mis manos con una resistencia inútil que no le engaña a él y no me engaña a mí, quizá confuso, y ahora sí... deseo. Esto sí que lo es, lo que me tensa y me inflama desde dentro, junto a la ira, el fuego y el ansia. El deseo de los mil matices, que no puedo controlar cuando se presenta, que se limita a arrollarme y convertirme en una bestia. Lo que soy, muy dentro, lo más oculto.

Deseo. Puedo manejar este cuerpo frágil, esta presa escurridiza y suave, cálida, y lo hago. Encadeno sus muñecas con mi diestra, los dedos crispados, le giro sujetándole por la cintura y le estrello boca abajo contra el colchón. Clavo la rodilla en sus riñones, gime. Me gusta ese sonido. Cierro la otra mano en su nuca, se arquea y se revuelve. Inmovilizado. Le tengo. Es mío. Le tengo.

El triunfo y la adrenalina se disparan. La dominación es un visitante conocido que pasea por mis venas, encendiendo blandones como un loco pirómano hasta que todo está en llamas, conciencia y autocontrol, pensamiento y vestigios de razón. Prende en mí encendiendo todos los instintos. La avidez, el ansia, la brutalidad, la lujuria, arrastran los gruñidos hacia mi garganta y desatan las cortinas, un velo rojo y brumoso que cae delante de mis ojos y lo tiñe todo de un color abstracto e irreconocible.

Deseo y hambre. Todo deja de tener sentido y se disgrega en una neblina hipnótica, y un reclamo ancestral me guía hacia las profundidades del cuerpo que ahora es mío. Irrumpo en él sin condescendencia, vehemente y firme a pesar de la barrera que se impone en la carne cerrada y prieta, sin necesidad de recordar los motivos que me han llevado a esto, porque no son motivos, solo son faros que marcan un camino. El que ahora recorro, con un estremecimiento en los músculos tensos y el enfermizo cosquilleo del placer prohibido en la sangre, cuando le escucho gritar contra el colchón, ahogando su voz en las sábanas. Me gusta. Quiero escucharle gritar, más.

Ha palidecido por completo, la piel es tan blanca que parece brillar en la oscuridad, y la brusca invasión ha hecho saltar sangre, ha despertado el sudor en sus poros. Tenso, temblando como una hoja, se aferra a las sábanas mientras le sujeto. El cabello negro se derrama, lo adivino entre la oscuridad de la habitación, y los cuernos despuntan, enjoyados. Aguanto el aire en los pulmones y recupero el aliento, detenido al hundirme en el estrecho abrazo, candente y estrangulador, de sus entrañas. Ha dolido. A él le duele más.
Me encanta. Mastico su dolor, sé que lo he provocado y es jodidamente delicioso.

Aguardo unos segundos, mientras mi virilidad se repone del brutal ataque y su anatomía se adapta, abriéndose a mi paso. Aguardo unos segundos y destella el reconocimiento por un instante breve. Mi brujo. Qué te estoy haciendo... qué estás permitiendo que te haga...

Libero sus manos y le acaricio, con una punzada de dolor dentro del alma, sintiéndome terriblemente sucio, culpable. No quiero hacerle daño... no es verdad. Quiero hacerle daño... quiero... quiero cosas monstruosas, cosas que no se hacen a la gente que te importa... quiero...

...

Algo está húmedo allí dentro, en ese nudo apretado y profundo donde me he sumergido.

Deseo, pulsante y violento, arrebatado. Barre la culpabilidad. Sé que no puedo parar, me retiro y empujo otra vez, ahogándome con el gruñido quedo cuando huelo la sangre y, ungido con ella, vuelvo a asediar la fortaleza de su cuerpo, arañando las caderas delgadas con los dedos, inclinándome, tenso, para morderle. El sabor de la piel, los sonidos ahogados, tenues y doloridos de su garganta, la fragilidad engañosa, la vaina caliente y cerrada de sus entrañas... me embriaga, todo me eleva y me enerva. El rugido ensordecedor me anega los oídos, la salvaje voluptuosidad lame mis nervios y se apodera de mis movimientos, conquista mi cuerpo y potencia las sensaciones.

Mío. Castigo y redención, placer y dolor, míos. Su cuerpo, su alma, su mente, míos. Le tengo y le encadeno, torturándole y acosándole con todo lo que soy, invadiéndole, marcando con la garra del oso aquello que me pertenece. Embistiendo desatado, le golpeo con todo mi cuerpo, moldeo el suyo entre las oleadas ascendentes de placer que me elevan hacia el clímax. Rechino los dientes. Me gusta. Estoy creciendo en su interior, duele mi propia excitación entre la presa sangrante y constreñida de su abrazo, más estrecho que nada que pueda recordar, despertando sensaciones desconocidas y tan intensas que no puedo dominarlas de ningún modo. Sólo me arrastran sin el menor control hacia la disolución explosiva. Tiro de él hacia mí, me estrello contra él, ávido y ciego, ahondo hasta que las barreras de nuestros propios cuerpos me detienen. Más. Trato de contener el desgarrador rugido y se me nubla la vista, el corazón se desboca y la sangre se distiende hasta casi romperme las venas.

Placer sublime. Potente, vivo, inmenso. Late con violencia y palpita, anegándome la respiración, derramando la semilla con los últimos envites desbocados, largos e intensos, que transportan a mis oídos de nuevo un grito amortiguado por el colchón. Placer sublime. Potente, arrollador, que me transporta a un paroxismo de segundos incontables donde el aire parece irrespirable y un huracán tormentoso me desmadeja y descoloca. Y después, la paz súbita me recibe, expandiéndose como el viento huracanado que limpia de nubes el firmamento tras la tormenta, llevándose consigo mi conciencia.

Agotado, sudoroso, confundido y culpable, apenas puedo mirarle un momento, desencajando los dedos crispados de su cuerpo mientras intento respirar, jadeante. Lo que he hecho no se borrará jamás, y sé que mañana me sentiré como una mierda, lo sé muy bien. Pero ahora... ahora no.

Me dejo caer sobre él y salgo de su interior, rodeándole con el brazo, al borde de desvanecerme. Mi cabeza embotada y los músculos cosquilleantes tardan unos segundos en coordinar el movimiento apropiado para cubrirnos con las sábanas a ambos. Me pregunto si se irá, ofendido e indignado, dolorido, ¿odiándome?. Obtengo la respuesta cuando la figura breve y desgajada, aún al borde de la asfixia, se acerca y se estrecha contra mí. Y esa cercanía, esa aceptación extraña que quizá solo sea producto de algún hechizo, del bourbon, las plantas de Allanah o las circunstancias de esta noche desquiciada, me consuela y me alivia como nada lo ha hecho jamás.

Así, por primera vez en tanto tiempo que ni siquiera lo recuerdo, el sueño me secuestra y me duermo... profundamente. En paz.

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