miércoles, 18 de noviembre de 2009

El Soldado - Ivaine


- Te detesto
            Su voz me llega como un susurro, áspero, insolente, hiriéndome en el alma con una sensación brutalmente anhelada.
En el exterior cae la nieve. Es invierno eterno mas allá de estas paredes, pero aquí dentro, en el pequeño refugio, la atmósfera es húmeda y cálida. Una pequeña selva tropical que hemos desatado a lo largo de las horas, donde el sudor se evapora contra el fuego de la piel y los aromas agridulces de los cuerpos inflamados asemejan los de las flores tiernas de una extraña primavera.
- Te detesto…
            Las palabras se repiten, entrecortadas. Apenas podemos respirar, mis propios pulmones parecen anegados por el espeso néctar de la pasión desatada. Sujeto su rostro con los dedos y la observo, incrédulo todavía.
Es ella. Sé que es ella. Reconozco su olor, su mirada de volcanes desatados que prende en la mía y las hogueras se alimentan. Sé que es ella, sé que ha vuelto, pero no puedo asumirlo aún.
            Sus mejillas se cubren de un tenue rubor, tiene el cabello revuelto sobre el suelo y su expresión es exigente. Pone las manos sobre mis hombros, me mira, respirando entre dientes, regando mis labios con su aliento.
- Me honras con tu desdén.
            No se si lo he pensado o lo llegué a decir, la lengua que se enreda en la mía lo hace con la misma insistencia, el roce de los labios ardientes me flagela y me espolea.

Hace tiempo que dejamos de pensar. Hace tiempo que nos despojamos de la desesperación y la angustia. La primera vez fue un choque violento y ansioso, con la segunda barrimos los restos, y con la tercera nos limpiamos por completo.
Pero nunca es suficiente. Nunca es lo suficientemente cerca, nunca es el éxtasis recompensa que equilibre el padecimiento de las largas ausencias. Aun agotados y sin fuerzas, nos arrojamos de nuevo a la hoguera, avivándola con la esperanza de consumirnos al fin.

La apreso entre mis manos, con mi cuerpo sobre el suyo. El mapa de piel cremosa que tengo ante mi no me es desconocido. Nunca me perdería en el, cada curva y recoveco, cada textura y sabor me son familiares, y me entrego a todos sus caminos, asfixiándome, con los sentidos inundados por la embriaguez que despierta en mi su sola presencia. Los gemidos exigentes empujan la cordura y el control a una reclusión forzada. Mis manos exprimen la carne, la pellizcan, la arañan y la acarician allá donde alcanzan, y no importa el lugar, pues toda ella es delicia incomparable.
Menuda y ágil, como siempre lo fue, con valles suaves y laderas de dura consistencia, músculos formados, carne elástica y viva, vigorosa. No es el cuerpo de una doncella, no es la tierna mullidez de una dama la que recorro. Es su cuerpo de tendones firmes y huesos fortalecidos, de áspero tacto, curtido por el tiempo y el acero.

“Mi mujer, mi mujer, mi mujer de altas torres y murallas poderosas, mi mujer no es una choza, no es una cabaña en el bosque, ella es una fortaleza, una fortaleza de piedra, metal y sangre y carne, y se viste del olor de los combates…”

Bebiendo su saliva, su sudor, me deslizo por la tersa geografía, empujado por un hambre que me cierra la garganta, mientras los pensamientos vagan en mi mente sin sentido.
- Tu lengua me quema en la piel – susurra entre gemidos entrecortados, con ese tono de voz siempre malhumorado. Cierra sus dedos en mis cabellos y clava las uñas en mi espalda, me araña y me muerde, agitándose debajo de mi.
- Es tu piel la que quema mi lengua – acierto a responder altivamente, preguntándome si alguna vez se extinguirá este incendio. Entierro a la húmeda causante de su tribulación en el refugio que me ofrece su ombligo, con los nervios crispados. Quiero tenerla de nuevo, la urgencia me golpea insistentemente, y ella tira de mis cabellos hacia abajo, retorciéndose.

Cedo a sus demandas, permito que me lleve hacia el suave jardín y reposo mis labios en él, aspirando el aroma de su riqueza. Tengo hambre, y aun no quiero abandonarme al ansia de engullir cuanto se me ofrece, aun quiero deleitarme en tiernos bocados, quiero recorrer todo el camino y honrar cada paso, pero ella abre las piernas antes de que pueda hacerlo yo, y todas las buenas intenciones se diluyen. El estremecimiento recorre mi espalda, y la escucho ahogar un grito cuando me precipito hacia mi hogar, hundido el rostro entre la seda caliente de sus muslos.

El sabor de su esencia me ahoga. Respiro en su interior, arropado por las cálidas mantas de su carne, cierro los ojos y trago saliva, queriendo ignorar el rugido insistente que pulsa en mis sienes y entre mis piernas, haciéndome tensar los músculos.
La melodía de su respiración, los gemidos entrecortados, son caricias casi tan dulces como el tacto de la carne húmeda y sensible bajo mis labios, que se aprieta contra mi con una demanda clara.

Conozco su sabor, y aun así, lo pruebo delicadamente con la punta de la lengua, arrasado por el fuego. Es como el trago de un licor espeso y fuerte, hecho de lava y sangre, que enciende mis nervios casi hasta el delirio, así es mi hogar.
Sus dedos se crispan en mi nuca, y aferro sus caderas con los míos, explorando en profundidad aquello que no me es ajeno. Quiero secar toda esa humedad, pero solo consigo que crezca, mas densa y mas caliente, que me atrape y me arrastre más adentro. Son aguas pantanosas con sabor acaramelado, y cuanto más me debato más me entierro en ellas, y me hundo con gusto en su oleaje, sin importar ya si me asfixio en ese cálido abrazo, ardiente como el viento del sur. Me entrego a él sin contenciones, alabándolo con las caricias que me colman también a mi, al tiempo que me encienden, y pronto deja de tener sentido otra cosa que no sea el fruto inagotable del que bebo y me alimento.
- Ya basta
            La he escuchado, pero no me importa. No quiero abandonarlo, ahondo profundamente en ella, abriendo los labios atrapo la carne trémula y delicada, la exprimo y la degusto sin otro objetivo que consumirla. Ya no hay riendas que puedan contenerme, por mucho que tire de mis cabellos.
- ¡Ya basta!
            Percibo en la lengua el sabor de su jugoso incienso, menos penetrante ahora, diluido por los arroyos de mi propia saliva, y paladeo cada delicioso matiz que lo compone, aferrado a su talle que se eleva, tratando de alejarse, retorciéndose y arqueándose como un felino que se resiste a las caricias de su amo. No soy dueño ya de mi, solo puedo sumergirme más, hundirme con indecencia en el lago profundo. Su piel me abrasa, se hincha el sexo palpitante, siento los latidos de la sangre bajo mis labios, el trémulo estremecimiento que contiene hasta el final, y no cedo.
            Porque mañana será tarde. No puedo renunciar al mas ínfimo detalle de lo que compartimos, porque cualquier día puede ser el último. Así es como me entrego, con absoluta indolencia, a su carne, su sangre y su alma, aspirando a retenerla aun consciente de que no puedo prolongarlo eternamente.

“Abres ante mi las puertas de tu bastión… tendidos están los puentes. Entraré… entraré… no me apartes ahora”

            Recorro sus profundidades, gozo en sus puertas palpitantes, camino hacia su interior de suaves contracciones y me baño en su fachada, lamiendo los pétalos y penetrando en el cáliz, ungiéndome de ella para mantener vivo su sabor en mi memoria.
- ¡Basta!
            Se retuerce y empuja mis hombros con sus pies, me tira del pelo, y finalmente consigue romper el hechizo. Cuando levanto la cabeza y la miro, jadeante y desorientado al ser apartado de mis cadenas, aún relamiéndome, veo en sus ojos de grana el mismo ardor hirviente que siento en mis venas.
            Aun entorpecido por el embriagador festín al que me entregaba, no puedo ni quiero reaccionar cuando se arroja contra mi cuerpo, y empujándome por los hombros me estrella contra el suelo, invadiendo mi boca con su lengua.
Nos devoramos con ansia, y si forcejeo es sólo para poder agarrarla, para dejar que mis dedos se alimenten de su carne así como antes hicieron mis labios. Un dolor punzante se dispara entre mis piernas y no puedo ahogar un gruñido.
            Ella se remueve, exhalando el aroma a tierra y sol que me golpea con violencia al agitar los cabellos, y sentada a horcajadas sobre mi, me sumerge, me arrastra al interior.
            Tampoco la vaina caliente y sedosa que se desliza sobre mi sexo, encerrándolo estrechamente, me resulta desconocida. Y sin embargo, tengo que apretar los puños y tensar la mandíbula, con un gruñido sordo, ante la intensa caricia que nunca me deja indiferente. Sólo abro los ojos cuando me ha recogido por completo entre sus pliegues ondulantes, y la veo entonces sobre mi, sonrojada por el deseo, con los párpados entrecerrados, los labios hinchados y rojos, húmedos de saliva, el cabello revuelto y el cuerpo glorioso perlado de sudor. Se me detiene el corazón en el pecho, enardecido por la imagen que tengo ante mi.
            No son solo los apetitos irrefrenables los que me azotan, no es solo el hambre de consumirla y la ansiedad de poseerla, no es solo eso… es el extraño sentimiento que me conmueve al mirarla y hace que algo se funda en el interior de mi corazón, borboteando con una calidez que podría hacerme llorar si lo permitiera.
Porque toda ella es sublime y prodigiosa, desde la carne que la compone hasta el corazón que la anima, los pensamientos que vuelan en su mente y las sensaciones que nacen de su alma. Cada uno de sus aspectos, cada ínfima molécula que habita en este ser que ahora me inflama, es un destello de la gloria más extraordinaria que jamás se ha mostrado ante mi. Y la adoro, porque ella es todos los dioses de todas mis realidades. Y es mía, mía, más mía que mi propio ser. O quizá sea al revés. Pero con Ivaine, eso no me importa una mierda.
La adoro con la caricia de mis dedos en su cuerpo cuando se alza levemente y comienza a moverse sobre mi, con la mirada de mis ojos abiertos, atentos a cada matiz de su imagen, con el latido de mi sangre desbocada y el aire que se me escapa entre los dientes.
Su mirada está atada a la mía, y se inclina hacia delante.
- Quiero llevarte dentro… - murmura. Hermosa como una flor salvaje, crecida entre rocas inhóspitas. El cosquilleo áspero de sus dedos son lenguas de fuego que me espolean, y sin ser consciente, la abrazo y tiro de ella, estrechándola contra mi pecho. Mis caderas se mueven junto a las suyas, y las olas rompen contra el acantilado, barriendo mi consciencia.
Igual que en la batalla, encajamos como engranajes perfectos, nos acompasamos con un instinto antiguo, inexplicable, que nos une desde lo profundo del ser y que siempre ha prevalecido sobre los dos, guiándonos de manera irracional, arrastrándonos en el oleaje. La abrazo, extasiado y presa del embrujo, entregándome a ella para que me asfixie o me destroce si es preciso, y cuando su cuerpo empieza a arder entre mis brazos y su aliento me quema en el cuello cuando lo muerde para ahogar los gritos, cierro los ojos y estrecho los dedos en torno a sus caderas, embistiéndola cuando me embiste, retirándome cuando se retira, golpeándonos con el deleite sublime que ya nos lleva al delirio.
            Cada ataque es una llama que se enciende, alimentando más aún una pira que amenaza con explotar, que se impulsa más y más hacia el firmamento, humeante e incandescente. Me araña los brazos, me muerde el hombro, y yo la aferro con rudeza cuando el aire ya me falta.
            Las violentas pulsaciones de su carne y los gritos sofocados son como el chirrido de los goznes de una puerta que se abre, dejando traslucir la blanca luz al otro lado, y la firme tensión de mi sexo llega al límite, palpita y vomita su semilla cuando, abrazados, ambos somos arrasados por el estremecimiento del éxtasis.
            Durante un tiempo incontable, todo se detiene y la luz fluctúa ante mis ojos, habiendo liberado su esplendor inevitablemente. El mundo se para y los planetas dejan de girar en un aliento contenido. Y cuando al fin exhalamos el aire, desgarrándonos las gargantas, mi hermosa deidad se desploma sobre mi cuerpo y mis brazos caen inertes. Solo puedo concentrarme en respirar y dejarme sosegar por la calma que invade lentamente mi espíritu.
            Ella no se mueve. Aun estoy en su interior, y cuando la abrazo, sumergido en el aroma que a ambos nos pertenece, no tengo ninguna intención de salir.
            Esa es mi casa. Y no pienso marcharme.

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