martes, 17 de noviembre de 2009

El marino - Alima y Delilah

El barco huele a especias y a salitre. Hace tiempo que el suave balanceo ya se ha difuminado entre los vapores del alcohol, y ahora, tendido en los cojines amontonados, extiende los brazos a ambos lados, observando alrededor con los ojos hambrientos y sin ser consciente del vaivén de las olas.

Las muchachas ríen y retozan en las alfombras, se abrazan a los jóvenes marinos apretando los cuerpos contra ellos. Bajo las sedas livianas distingue colores claros, crema y nata, voluptuosas curvas doradas, miel y limón, y también columnas de ébano y chocolate. Sonríe sesgadamente, agitando la jarra entre las manos y alargando el brazo perezosamente para abrir la espita del enorme barril que reposa lánguidamente a un lado.

Un par de chicas cuchichean, mirándole de reojo con una risita. Él se llena la jarra con cierta indiferencia. Ha llegado a acostumbrarse, con la indolencia de quien se sabe atractivo y no le da mayor importancia. No se aparta el pelo de la cara cuando la espuma rebosa, se lleva la cerveza a los labios, repantigándose en los cojines como un rey satisfecho, consciente de las miradas sobre sí.

En un rincón, una elfa de piel purpúrea se ha sentado a horcajadas sobre el contramaestre y le pasa la lengua por el rostro, mientras las manos del hombre se pierden bajo la tela liviana. En el otro, dos de ellas se besan con lentitud, dejando atisbar sus lenguas húmedas entre los labios unidos. Arquea la ceja, observando el espectáculo de cuerpos sinuosos mientras se deleita en su bebida. Desde luego no fue mala idea colarse en aquella embarcación, donde tratan con tanta benevolencia a los polizones.

Las dos chicas que le miraban se acercan a él con pasos felinos y se dejan caer a ambos lados, sobre su trono improvisado de almohadones. Una de ellas tiene el cabello negro como la pez y los ojos rasgados, muy brillantes. La otra es un sueño de fresa y algodón, tan blanca que casi reluce y con los labios más rojos que ha visto nunca, el pelo castaño le cae sobre los hombros como una cascada otoñal. Bajo la seda transparente adivina las formas femeninas de pechos llenos y caderas redondeadas. Muy buena idea, sin duda.

- ¿Que haces aquí tan solo? - dice la morena, enredando los dedos en su pelo. Exhala un perfume extraño, a sándalo y especias, y su mirada está teñida de una lascivia que no se molesta en ocultar. La otra desliza la mano por su cuello hasta los cordones abiertos de la camisa. Los medallones del extraño culto al que pertenecen, azules y grises, cuelgan entre sus senos con las piedras brillantes en el centro. Las mira a ambas, impasible.

- Beber, como es evidente.

Dos risas húmedas, cascabeleantes, y el aliento perfumado le golpea en el rostro. La chica morena se inclina sobre él, dejando reposar los dedos sobre su pecho inclinado y jugueteando con los cierres de la prenda de lino basto con la que se cubre.

- ¿Como te llamas?

- No tengo nombre. - Da un sorbo a la jarra, mirándola fijamente. - ¿Lo tienes tú?

Una sonrisa seductora se dibuja en los labios de la joven, la hembra se arquea y se estrecha contra su cuerpo cuando habla, con un ronroneo hipnótico, susurrando en su oído.

- Delilah. Ella es mi hermana Alima.

Asiente y da otro sorbo, ignorando las caricias sinuosas. Las manos de Alima se escurren debajo de la tela y acarician su torso, los ojos pardos se le iluminan repentinamente.

- Que fuerte eres - murmura. Tiene una voz infantil, atiplada, que contrasta con la musicalidad grave de su hermana. - Es como un león, igual de... duro.

Ambas se ríen entre dientes, traviesas y juguetonas. El brillo de las joyas y las pulseras ondula ante su mirada, y sonríe sesgadamente.

- Ten cuidado. Los leones muerden.

- ¿Nos vas a morder? - susurra Delilah, acariciándole el lóbulo con la lengua. Rodrith suspira y arquea la ceja, sujetándola de la barbilla repentinamente para mirarla fijamente. Los ojos de la muchacha se abren, sorprendidos, y luego vuelve a entrecerrar los párpados, chispeando la mirada con lujuria perezosa. Se acerca a  ella lentamente,  aspira el aroma de sus cabellos, y finalmente le coge la mano.

- Es posible.

Le pone la jarra entre los dedos y se gira, sujetando del pelo a Alima y cerrando los labios sobre su boca. Entre las brumas de la embriaguez, saborea la lengua cálida de la chica, que gime quedamente y se remueve para acercarse más a su cuerpo. El jadeo sorprendido de Delilah y la risa sinuosa se pierde en su oído mientras se ocupa de su hermana, sin pensar demasiado. Están allí, obviamente dispuestas, y puede deleitarse con ellas sin más. Le han despertado el hambre al ofrecerse de aquella manera. Y no tiene ganas de pensar en la manera de esquivar el deseo, no ahora.

Aparta las manos de la chica de su pecho y le muerde los labios suavemente, degustando la saliva dulce y apresando sus muñecas contra las almohadas al ladearse para atraparla bajo su cuerpo. Alima se contonea y exhala sonidos entrecortados. Los dedos de Delilah, que se ha apartado un tanto para dejarle hacer, siguen enredados en su pelo.

- No te dejas agasajar, ¿no es así, elfo sin nombre?

- No me gustan los regalos - gruñe él. Tira de la seda delicada que cubre a la joven de pelo castaño y sostiene los pechos entre las manos, estrechándolos y hundiendo los pulgares en los pezones erizados. Huele a almíbar caliente y pan recién hecho. Al lamer la carne tibia, una punzada de hambre le insta a clavar los dientes, y lo hace con contención, exprimiendo los suaves frutos.

Realmente, no le importa el bullicio que tiene lugar alrededor, en la bodega, donde el resto de la tripulación parece entretenida con el resto de las muchachas. Los gemidos quedos de Alima atraviesan sus oídos y se pierden en la nada. Todo cuanto le  importa es el delicado sabor entre sus labios, que se deshace en la boca e impulsa los apetitos.

- Nosotras estamos hechas para dar, desconocido.

- Cállate.

Tira del pelo de Delilah y la obliga a tenderse sobre los cojines.

A lo largo de los minutos siguientes se deleita en los manjares de las muchachas, permitiendo que le despojen de su ropa sólo cuando ellas ya están desnudas y cubiertas de sudor y marcas de  dientes, trémulas y excitadas. Delilah se enrosca sobre los cojines como una serpiente mientras él mantiene el rostro hundido en los senos de Alima, que se retuerce gimiendo, entregada. Finalmente, la húmeda boca de la morena se abre paso entre sus piernas y le acoge en una caricia escurridiza y lúbrica. Rodrith gruñe y le tira del pelo, empuja con las caderas arrancándole un quejido al entrar hasta su garganta, que se abre para él.

Los cuerpos se enredan y ondulan con la cadencia del deseo, y él las maneja a su antojo, dejando a una para acudir a la otra, abandonándola ahora para sumergirse en los labios de su compañera. Al final, las dos permanecen de rodillas delante suya, jadeantes y ávidas, con los ojos vueltos hacia sus ojos y las manos sobre su piel, los labios entreabiertos. Sus miradas chispean con el orgullo de la seducción triunfal. Él mantiene los dedos crispados en los cabellos, azabache y pardo, sujetándolas con el rostro hacia sí, mientras las estrecha contra su carne hinchada y tensa. Apenas emite algún gruñido de cuando en cuando, y su cuerpo no tiembla ni se estremece. Con la mandíbula apretada y la mirada del depredador, comanda sobre su propio instinto sin abandonarse a las húmedas caricias de las lenguas enredadas, los jugosos labios que invade una y otra vez y las lujuriosas profundidades que se estrechan en torno a su carne palpitante. Ellas le devoran con ansia, con un hambre que no parece saciarse nunca, dejándose guiar por sus manos y con los cuerpos perlados de sudor, enredando sus lenguas de cuando en cuando y observándole, como si no comprendieran por qué no se rinde, por qué no se deja hacer.

- Tendré que buscarte un nombre - murmura Delilah, relamiéndose.

Apenas la escucha, finalmente ha abandonado su boca y se abalanza sobre Alima, abriéndole las piernas y echándoselas sobre los hombros. Se impulsa hacia adelante sin previo aviso y la penetra brutalmente, arrancándole un grito ansioso que se funde con su propio gruñido arrebatado. Tensa los músculos y empuja de nuevo, sujetándola por las caderas, exhalando el aire con alivio.

Mientras se precipita en los pliegues calientes y empapados, castigándolos sin compasión en violentas embestidas, Delilah se coloca a su espalda y le abraza, acariciando su torso con dedos tibios, estrechando los senos en su cuerpo. Alima se arquea y se contorsiona, jadeando desesperadamente. Los pechos enhiestos se agitan con la inercia de los bruscos ataques del elfo entre sus muslos.

En la zozobra del deseo y las brumas del alcohol, las sensaciones se enredan en sus músculos con sinuosa cadencia, y atrapa las muñecas de la chica que yace frente a sí para impulsarse con movimientos más amplios, percibiendo la piel dilatada que se abre y se cierra en torno a su virilidad en cada arremetida. Los gestos le hacen ondular, flexionar la espalda y relajarla después, donde la lengua de Delilah se escurre lánguida y hambrienta. "Serpientes, son serpientes", piensa.

Alima se convulsiona y grita, contrayéndose su interior con los espasmos del éxtasis, tirando de él más adentro, envolviéndole con latigazos intensos que despiertan punzadas de hambre voraz, y cuando al fin la abandona, jadeante y desmadejada, se da la vuelta y se arroja sobre su hermana.

Ella le mira, sorprendida, casi ofendida, y se resiste cuando la atrapa entre los brazos.

- ¿Qué haces?

- Tengo hambre.

Delilah parece incrédula cuando, pese a sus forcejeos, él le separa las piernas con las rodillas, con las manos cerradas en torno a sus muñecas, donde las pulseras tintinean. Siente las miradas de las demás chicas sobre sí, algo preocupadas, los ojos indignados de la muchacha bajo su cuerpo, pero no le importa en absoluto. No le importa una mierda. Tiene hambre.

- ¡No! - grita ella, deformando el hermoso rostro en una mueca aterrada.

- Si.

De nuevo se impulsa hacia adelante y la húmeda cavidad impone cierta resistencia esta vez, haciéndole vibrar el rugido en la garganta y removerse con imperativo gesto, hasta introducirse en ella hasta el final. Delilah arquea la espalda, debatiéndose, y hunde la cabeza en los almohadones.

- ¡Que estás haciendo! ¡No tienes ni idea de quién soy! - exclama la muchacha, entrecerrando los ojos y mordiéndose los labios cuando el elfo empieza a moverse sobre su cuerpo. La mira fijamente, con el ceño fruncido. No le importa nada.

- Y tú no sabes quien soy yo - replica, embistiendo en un movimiento más imperativo. Ella parpadea y gime, y finalmente le tiende los brazos y se abandona completamente, adaptándose a sus impulsos con avidez. - Me has provocado. Es justo que tengas ahora lo que mereces.

Sabe que forman parte de una extraña secta. Y adivina que la chica que yace bajo su cuerpo no es de baja jerarquía en ella, a pesar de su resistencia, pero no cree que ese sea motivo para dejar de hacer lo que hace. Las negativas de Delilah se convierten en afirmaciones, asentimientos apenas murmurados hasta que de nuevo la corriente intensa les arrastra y ella se agita, sin poder escapar, sonrojada y trémula. Él se estremece un instante y se libera al fin de la presión en sus sienes cuando descarga la simiente y se deja caer en los almohadones.

En las horas siguientes, el mar le acuna y las caricias de las dos hermanas le transportan a un sopor que se sobrepone a la extraña dulzura de la embriaguez. Alima le acaricia el vientre y Delilah le peina los cabellos.

- Ya sé cómo llamarte - susurra la morena en su oido, con suave indolencia, en algún momento impreciso. - Llevarás el nombre del espíritu del mar y las tempestades, del genio de largos cabellos que yace en lo profundo del océano.

La voz de la mujer le arrulla y el significado de sus palabras se adhiere a su mente como dedos pegajosos, membranosos, que se prenden en los pensamientos, hurgando en ellos y escondiéndose entre los pliegues de la conciencia neblinosa

- El señor de las mareas, el que vive bajo las aguas profundas, rodeado de sus concubinas. Nadie puede llegar hasta él, y pocos son los que se han atrevido a invocarle. Cuando los marinos no arrojan sus tributos a las olas, si no le dan lo que quiere, se manifiesta y desencadena la tormenta, tomando lo que le corresponde y arrastrando a su paso a los vivos hasta los abismos submarinos. Su semilla es el agua que fertiliza la tierra y hace crecer la vida, su espíritu, torbellinos desatados. Cuando se desencadena, el cataclismo es inevitable. Igual que el agua, crea y destruye

Rodrith se rie entre dientes y vuelve la mirada verdeante hacia la muchacha. Ella sonríe, lánguida, mirándole con ojos maliciosos.

- ¿Acabas de bautizarme?

Delilah asiente, besándole el cuello y reposando la mejilla en los cojines. Rodrith alarga la mano hacia la jarra, que se ha volcado, y deja que las últimas gotas se deslicen por su garganta antes de arrojarla a un lado. El barro golpea la cubierta de madera y el recipiente rueda, inclinándose y girando hasta detenerse en un rincón.

El barco se balancea suavemente. Todos están durmiendo ya, y sobre los cojines, en su lecho de sedas y brocados, Ahti mira hacia arriba, con el cabello desparramado, abierto como los tentáculos de una anémona, sintiendo las nubes arremolinarse en su pecho, el aroma de la humedad polvorienta y el crujido del trueno en los dedos.

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