martes, 17 de noviembre de 2009

El Cruzado - Erelien

El cielo se había oscurecido en el horizonte y la nieve no dejaba de caer. La mañana era oscura y fría, y Rodrith paseaba distraidamente por la Vanguardia, mordisqueando la pipa, levemente inquieto.

Había despertado en Lunargenta, con aquel estado abotargado y resacoso que le dejaban las sesiones de equilibrio, desequilibrio y experimentación con su par. Había recogido las cosas en silencio, aún amparado por las sombras de la noche, y había salido sin hacer ruido. Cuando ya volaba hacia la cruzada, recordó que había olvidado desatar a su compañero, pero seguro que se las apañaría.

Nada más llegar al Norte, antes de ascender los riscos a lomos de Fantomas hasta la Vanguardia, se había detenido en el Lago Fresno. Las aguas gélidas despertaron punzadas en la carne y en la piel, pero Ahti sabía sufrir, tanto como sabía hacerse sufrir a sí mismo, y las soportó con el vigor con el que se soportan las agujetas o el dolor en los dedos cuando llevas la espada demasiado tiempo.

Ahora, el viento gélido le agitaba los cabellos mojados, mientras daba vueltas en la Avanzada como una bestia ansiosa dentro de una jaula. No había trabajo. Dalfors no estaba. Los comandantes aún no habían llegado y faltaban al menos tres horas para la oración. Solo entonces comenzaría la actividad.

Abrió y cerró los puños, suspirando, y dejó vagar la vista hacia más allá de las montañas. No comprendía su estado de ánimo, aquel nerviosismo, la ansiedad que llevaba pegada al pecho desde hacía demasiado tiempo ya, como una rémora que no se saciaba nunca.

Era consciente de que estaba cambiando. El control sobre sí mismo que había ejercido con férrea disciplina desde tiempo atrás se estaba desvaneciendo lentamente, a medida que las emociones, los sentimientos, iban adquiriendo su libertad y aflorando espontáneamente cuando les daba la gana. El tiempo de la represión llegaba a su fin, y aquellos insectos molestos revoloteaban en su mente, huyendo de las redes que tendía con inútil tesón. Como una crisálida que sale lentamente de su sueño, como el oso que despierta de la hibernación, estaba despertando. Y aquello no le hacía sentirse especialmente bien.

La ansiedad indoblegable era sólo uno más. Había muchos otros. La necesidad, la frustración, el deseo, la empatía instantánea, el afecto, el asco. Todos estallaban como flores primaverales al menor estímulo, desordenados y confusos. Y no podía dejar de pensar que aquello le apartaba de su lugar, de su posición, le hacía... débil.

Rechinó los dientes y se encaminó a grandes zancadas hacia el cruzado más cercano, un joven elfo que acababa de subir al corcel para sustituir a la patrulla de la Brecha.

- ¿Hay algo que hacer? - preguntó a bocajarro, acordándose vagamente de saludar después de haber hablado. - ¿Algún superior, algo... alguien?

El cruzado le observó con cierta sorpresa, antes de negar suavemente, pensativo.

- Creo que no. La patrulla, solamente. Ah... Erelien, creo.

- ¿Dónde está?

- Se fue en aquella dirección. - replicó el cruzado, señalando hacia el este. Rodrith sonrió a medias y le dio las gracias, ajustándose los guantes para trepar.

Seguramente estuviera en la capilla de los titanes. La habían bautizado así hacía un tiempo, cuando el veterano, con toda la razón del mundo, decidió que necesitaban una capilla en la Vanguardia. Ya que los mandos aun no habian tomado cartas al respecto, llevó un estandarte a la pequeña oquedad de la roca y determinó que sería su lugar privado de oración, si es que Rodrith estaba de acuerdo, como descubridor de aquel espacio. El paladín le dio su permiso con una carcajada y un "haz lo que quieras, rey, ese sitio no es sólo mío", y Erelien le indicó amablemente que podía ir a rezar allí cuando quisiera, aconsejándole que mantuviera el secreto, con cierto rubor en las mejillas.

Ascendió, pues, por el penoso ascenso, ayudándose con manos y pies. Podía haber llegado sin problemas usando a Fantomas, pero la escalada era entretenida, arriesgada y suponía actividad. Justo lo que le hacía falta.

No rodaron demasiadas rocas hasta que llegó a la diminuta explanada y se acercó a la gruta, hundiendo las botas en la nieve con fuerza, avisando así de su presencia. Se asomó con el saludo al borde de los labios, a punto de saltar, cuando la imagen en el interior de la improvisada capilla le hizo arquear la ceja y alzar los párpados con sorpresa. La voz se le murió en la lengua y se escurrió hacia su garganta, aovillándose allí hasta que fuera mejor momento para brotar.

Y no es que le escandalizara lo que veía. Simplemente, le había pillado por sorpresa.

Las piezas de la armadura y las ropas del Cruzado veterano estaban dispersas sobre el suelo de roca viva, grisáceas entre la bruma de la mañana cenicienta. El estandarte, observador silencioso, se dibujaba con un leve resplandor de blancura al fondo de la pequeña caverna, y ante él, arrodillado, Erelien se ajustaba los cilicios con gruñidos sordos e insatisfechos. Finos regueros de sangre descendían por los muslos y los brazos, como delicadas vetas de rojo rubí, sin llegar a mancillar el tabardo inmaculado. El largo cabello color miel caía en suaves ondas sobre la espalda fornida y los brazos poderosos, y aunque desde su posición no podía verle el rostro, escuchaba el murmullo doliente de la oración confusa que salía de sus labios.

- Ah, la Luz... Luz Sagrada... - susurraba, como si estuviera incitando a un amante, mientras tiraba de las correas, apretándolas más. - Alcánzame... deja que me sumerja... en el éxtasis... de tu armonía eterna...

Rodrith entrecerró los ojos, apoyándose en la piedra, y cruzó los brazos en silencio. Desde luego, jamás había imaginado a su camarada de esa guisa, y no dejaba de resultar fascinante. Percibió, con la deformación profesional de quien conoce los secretos del dolor, que aquellos cilicios no le bastarían si estaba aspirando a la catarsis. Los había colocado, además, en lugares demasiado duros. Los de las piernas estaban al revés, punzando la zona exterior del muslo en vez de la interior, mucho más sensible, y los de los brazos eran poco más que inútiles. Se lamió los labios, indeciso, mientras el trémulo cruzado desgranaba su oración, y finalmente se decidió a hablar.

Sus palabras sonaron tal vez demasiado suaves, pero no quería violentarle. Al menos no demasiado.

- ¿Necesitas ayuda?

Erelien dio un respingo y se volvió hacia él con un latigazo de cabellos de oro bruñido y la mirada pintada de miedo y vergüenza. Por un instante, el rostro pálido, de doncella, se quedó inmóvil, los ojos de transparente azul fijos en los suyos, enormes como lunas desvaídas. Ninguna respuesta brotó de sus labios.

Rodrith frunció levemente el ceño y se acercó, muy despacio, con una mano extendida ante sí en el gesto del forestal que intenta apaciguar a un animal temeroso.

- No me refiero a las heridas... - dijo de nuevo, casi con dulzura. - Sé que no quieres ayuda para eso... pero... yo he usado estos trastos antes. Puedo decirte cual es... - hizo una pausa, bajando aún más la voz - cual es la mejor manera.

El veterano le observó aún un instante, y luego pareció relajarse. Se giró a medias sobre las rodillas y extendió los brazos hacia él, con los puños cerrados vueltos hacia arriba, sin apartar los ojos de él. "Ojos de gacela", se dijo, sacándose los guantes y acercándose para desatar los broches y apartar las tiras de cuero.

- Debes tener cuidado... para no pinzar ninguna vena importante y esas cosas. Sobre todo en la pierna. Los clavos más grandes no son mejores... lo importante es conocer los puntos donde los nervios son más sensibles. - Explicó con el mismo tono, recorriendo el brazo con los dedos, sin importarle la sangre. - Aquí, por ejemplo.

Cuando apretó la zona interior del brazo del veterano, clavando las uñas un instante, Erelien se estremeció levemente y parpadeó. Se miraron en silencio, mientras los segundos goteaban en la clepsidra del tiempo.

- ¿Tu también haces esto? - murmuró el cruzado, con un hilo de voz.

Rodrith se lamió los labios y desvió la vista hacia otra parte.

- A veces. Cuando... antes, cuando el dolor del alma o el corazón eran demasiado intensos.

Podría ser una confesión, pero realmente, en ese momento no le importaba demasiado. La intimidad de la situación, estrechada por el secreto descubierto de Erelien, convertía aquellos instantes en pequeñas cápsulas seguras y ajenas al resto del universo, donde no había demasiado que esconder.

Erelien se apartó el cabello de la cara, mientras Rodrith le colocaba correctamente los cilicios, dejando que fuera él quien los ciñese. Sin embargo, cuando se llevó los dedos a las hebillas, pareció dudar un instante, y volvió a alzar el rostro hacia el paladín.

- Yo no sé muy bien por qué me hago esto - dijo, parpadeando levemente. - Me duele pero también me... Supongo que soy un enfermo.

Rodrith no pudo evitar sonreír a medias y meneó la cabeza.

- No tienes que darme explicaciones... pero no es ninguna enfermedad - replicó, sosegadamente. Supo que la naturalidad de su voz le había resultado extraña al cruzado, que frunció levemente el ceño con algo de desconfianza. - Todos tenemos nuestros pequeños secretos, y creemos ser los únicos. Pero no lo somos.

- Supongo que no... aunque esto no es suficiente.

El cruzado se miraba los brazos y las piernas, con el semblante confuso y abatido. Rodrith rechinó los dientes, con una leve intuición en su espíritu. Sentía un cosquilleo familiar en las manos, una pulsación vibrante en el fondo del estómago. Por un momento, se forzó a mantener la frialdad. "Puede que me equivoque", se dijo.

- No me basta, no consigo... esto no me sirve. - Erelien meneó la cabeza.

Asuntos delicados. Había que tantear el terreno. Flexionó las rodillas frente a su camarada y acercó los dedos a las correas, tomando aire con estudiada lentitud.

- ¿Te importa? - Murmuró, con cierto punto de tensión en sus palabras. El cruzado negó con la cabeza y él tiró de la correa con algo más de fuerza, cerrando los dientes metálicos del brazalete sobre la carne y arrancándole un gruñido contenido al elfo, que entrecerró los párpados.

No había descontento en su semblante, de modo que hizo lo mismo con la del otro brazo. La distancia entre ambos se había acortado, y los cabellos se tocaban en las puntas. Erelien, con los labios entreabiertos, respiraba entre los dientes y sus ojos se habían recubierto de una suave pátina turbia y vibrante.

Rodrith observó sus reacciones antes de manipular las tiras de cuero de las piernas, y cuando las cerró de nuevo, esta vez en la posición correcta, Erelien exhaló un gemido peculiar, con esa tonalidad imprecisa entre el dolor y el placer. Apartó las manos de su cuerpo, tensando la mandíbula, y buscó los ojos azules con los suyos.

El cruzado veterano se inclinó ligeramente hacia atrás, apoyando las manos en la roca del suelo, mientras la sangre se escurría por sus miembros. El paladín se lamió los labios, mirando un instante alrededor. Extendió los dedos hacia la miel ondulante de su melena y enredó los mechones en ellos.

- Quizá podría... - comenzó a decir, pero el cruzado le interrumpió con un jadeo sordo, asintiendo con la cabeza rápidamente.

- Por favor

- ¿Y si me paso de la raya?

Tiró del pelo, al principio con suavidad, luego con insistencia, hasta hacerle inclinarse sobre el suelo. La mirada azur no se apartaba de la suya, fascinada y entregada, con un punto de inseguridad, como una doncella joven, inocente y pura. Rodrith tragó saliva, con el paladar reseco a causa de la excitación de aquel instante.

- Confío en ti - replicó el otro finalmente, con un hilo de voz, mientras se abandonaba sobre la roca.

- Creo que sé lo que necesitas.

Apenas se había descolgado la daga del cuello, cuando el cruzado ya estaba inmóvil a excepción de la respiración agitada. Como por algún extraño ensalmo, cada cual había adoptado su posición de forma natural, reconociéndose, aceptándose, unidos por el extraño vínculo de un instinto primordial.

Deslizó la parte plana del filo por el cuello del guerrero, descartándola a un lado, y le sacó el tabardo con delicadeza, arrojándolo a un rincón. La anatomía esculpida del veterano se reveló una vez mas ante sus ojos. En una ocasión, él había estado al otro lado y aquellos brazos le habían envuelto en caricias algodonosas, aquellos labios le habían ungido con lubricidad y le habían prodigado placer, tortura y redención. Él no sabía hacer esas cosas. Pero se le daba bien empujar a los demás a la catarsis mientras saciaba su apetito.

- Podemos probar... - comenzó, mientras contenía el pálpito impetuoso en la sangre y abría las bolsas, extrayendo sus instrumentos de trabajo, que habían captado toda la atención del elfo yaciente. Sabía que miraba aquellos objetos con deseo y cierta ansiedad. Sabía que la expectativa se le hacía, cuanto menos, sugerente. - ...y luego ya veremos.

Sostuvo la soga entre las manos y se acercó a él, atándole las muñecas a la espalda. El cruzado sólo se movió lo preciso para facilitarle la actividad, permitiendo que después deslizase la misma soga, haciendo varios nudos, hasta las largas piernas para ceñirlas con ella también. El cuerpo de Erelien brillaba con blancura en la penumbra de la cueva, sólo eclipsado por el estandarte argenta, que observaba la escena, impasible.

Rodrith tomó aire, tratando de acompasar el latido de su corazón. Le observó, con las manos ardiendo y el hambre golpeando en las paredes de la garganta.

- ¿Qué vas a...?

- Cállate.

Erelien obedeció.

Dioses, hervía la sangre, se erizaban los cabellos en la nuca. En dos horas comenzaría la oración. No tenía mucho tiempo, y había tanto por explorar en aquel torso poderoso, tanto que morder, que atravesar, que desollar y que cortar... tanto que pellizcar, quemar, golpear y estrangular...

- No dejes de mirarme

La sonrisa maliciosa se extendió a lo largo de su rostro, mientras el cruzado asentía con la cabeza y abría la boca, complaciente y sumiso, para recibir en ella el paño de lino arrugado que habría de amordazarle. Rodrith supo que no se había equivocado al observar la virilidad del elfo, que comenzaba a despertar. "Y eso que aún no hemos empezado", se dijo.

Se colocó a horcajadas sobre su cuerpo y le observó un instante con gravedad, antes de abofetearle con el dorso de la mano. Cosquilleo, incitación, hambre y delirio cercano. El rostro de doncella se volvió de nuevo hacia él, con un leve gemido, y cuando volvió a golpearle tuvo que apretar los dientes para no jadear.

Así era el juego. Y había encontrado otro compañero. Deliciosas sorpresas de la vida.

A lo largo de las dos horas previas a la oración de la Vanguardia, se entregó igual que él se entregaba, poniendo toda su habilidad al servicio de ambos. Marcó la piel pálida allá donde nadie podría escandalizarse, lamió la sangre chispeante y luminosa que arrancaba de su envoltura de cuando en cuando, degustó el sudor aromático de incienso, miedo y excitación, y le golpeó, le escupió, arañó la carne, le manejó de un lado a otro, hasta que él se ofreció finalmente.

Estaba tendido de espaldas y le miraba, a través del cabello húmedo de sudor, brillante miel batida. En sus ojos había súplica, su cuerpo era una estructura musculosa, luminiscente en la oscuridad, que temblaba como una hoja adornada con moratones, mordiscos y arañazos leves. Sabía lo que le estaba implorando.

Y Rodrith dudó. Mientras la zozobra se apoderaba de su espíritu, invocaba la Luz con un latigazo violento que cayó sobre la espalda del cruzado, destellando y arrancándole un grito, amortiguado por la improvisada mordaza.

Era una duda estúpida. Su cuerpo se lo estaba pidiendo a gritos, su compañero se lo habría pedido a gritos si hubiera podido. Los ojos acuosos le miraban con insistencia, velados por el resplandor del deseo delirante, el pulso acelerado le impelía hacia él, a tomar cuanto se le ofrecía y honrar aquella entrega. Desperdiciarla sería un pecado. De nuevo invocó el Choque Sagrado, azotándole una y otra vez, y no encontró más respuesta que los gritos ahogados y la complacencia transida de aquella mirada que se acercaba al éxtasis.

Se arrojó sobre él y le arrancó el paño de la boca, mientras se abría los pantalones, atrapándole con las rodillas en los muslos sangrantes.

- Reza. - Y la orden fue un susurro imperativo, ronco y áspero, que encontró respuesta inmediata en las palabras entrecortadas y los jadeos leves del cruzado.

- Oh Luz... sagrada... - un grito ahogado.

Rodrith le sostuvo por las caderas, se impulsó hacia adelante y se enterró en él con violencia. Ambos quedaron sin aliento por un instante. Luego el aire entró en sus pulmones como un vendaval, y el paladín le tiró del pelo, manteniéndole el rostro alzado cuando comenzó a moverse.

- Duele... duele mucho...

- ¡REZA!

Jadeos entrecortados, lágrimas en el rostro de doncella de Erelien, más allá de la mirada ausente y transfigurada. Rodrith echó la cabeza hacia atrás, abandonándose a aquella conexión, al juego infame y retorcido al que se entregaba, degustando su culpabilidad. "Soy un cabrón", se dijo. Y le encantó.

- Luz sagrada... que brillas en toda creación...

Se perdieron las palabras en los gemidos ahogados, en los gritos acallados con dificultad. Rodrith deslizó las manos hacia su cuello, apretando hasta cortarle el aliento, mientras embestía sin contención alguna, aspirando el perfume enloquecedor de los unguentos sacramentales y la sangre, fundidos en un aroma que le hacía perder la razón.

- No te oigo... - Le tiró del pelo y volvió a invocar la Luz, pero la voz del cruzado veterano no parecía capaz de exhalar ningún sonido coherente. Le castigó por ello, soltándole la garganta para aplastarle el rostro contra la piedra, una mano prendida en las caderas del elfo. Se estrelló contra él una y otra vez, dejando que su sudor, al desprenderse de su frente, fuera a acompañar las gotas que perlaban la espalda de Erelien.

- Me abraza... me abraza...

La voz del cruzado se despertó de nuevo, arrebatada al instante por los gemidos sordos. El paladín apenas podía escucharle, revolcándose como estaba en su propia vanidad, en la complacencia de sus deseos más oscuros, mientras fustigaba una y otra vez a su entregado compañero. Apenas percibió las convulsiones del éxtasis de aquel, demasiado perdido en su tormenta.

Cuando le asaltó el clímax, el cruzado Erelien había quedado inmóvil hacía largo rato. Se deshizo de la carga en un estallido, con brutales invasiones que hicieron saltar la sangre de nuevo y espolearon nuevos gritos ahogados que escaparon entre los labios del veterano, y finalmente, se desplomó sobre su cuerpo, jadeando, liberado.

No había mas sonido que el viento ululante y sus respiraciones. Faltaba media hora para la oración.

Le llevó unos instantes recuperar el aliento, y se separó del cuerpo lánguido, abrochándose los pantalones. En su mente sólo había blancura y paz, todo se había despejado momentáneamente y los pensamientos parecían haber huido. Las nubes persistían en el cielo del exterior, dejando que la oscuridad se perpetuara aún cuando el sol debía ya brillar, puliendo las cumbres nevadas.

Limpió la daga y guardó los mecheros, extrajo con suavidad las astillas de metal que había insertado bajo la piel del cruzado y las limpió con cuidado, dejando el odre de agua a mano. A continuación, cortó las sogas y se sentó sobre el suelo de piedra, colocando al veterano sobre sus piernas.

Mientras le limpiaba las heridas, le peinaba los cabellos con la otra mano, sabiéndose observado.

- ¿Haces esto a menudo?

Arqueó la ceja ante la pregunta, frotándose la nariz con el dorso.

- Em... siempre que puedo... y encuentro con quién.

- A ti te gusta esto, ¿verdad?

La voz sonaba casi en un susurro. No dejaba de resultarle chocante que alguien como Erelien, quien seguramente le doblase en edad, mantuviera una inocencia tan peculiar en determinados temas. Estaba claro que prefería los caballeros a las damas, lo había tenido claro hacía algunos meses. Sin embargo no parecía gozar de una amplia experiencia en estos temas mundanos. Le miraba ahora con la expresión de un niño que acaba de descubrir una palabra nueva, mientras se dejaba cuidar y restañar por las mismas manos que le habían herido con violencia. Esto también formaba parte del ritual.

- Si. - Replicó al fin. - Es lo que me gusta, sin duda.

- Te gusta causar dolor... ¿Y te gusta que te hagan daño?

Rodrith meditó un momento, deslizando el paño empapado en agua sobre el torso del elfo.

- Dejar que alguien te haga daño, desde mi posición... - dijo al cabo de unos instantes, en el mismo tono íntimo y susurrante. - ... es darle poder a esa persona. Yo necesito experimentar la supremacía para sobrevivir, y además, es lo que me estimula. Por eso me gusta lo que me gusta, y no otras cosas.

- Yo te he dado poder a ti... y no es algo de lo que me arrepienta.

- Me lo has dado voluntariamente, para algo concreto. Sabes que no te miraré por encima del hombro ni me sentiré superior a ti porque me hayas otorgado ese poder. Esto no es mas que un juego. Un juego que no puede compartirse con cualquiera, pero un juego al fin y al cabo, con límites entre el principio y el final. Lo que pasa mientras dura el juego, no es relevante.

Rodrith sonrió a medias, pero su camarada le contemplaba con profunda seriedad, aun con los ojos empañados por la experiencia vivida. Alzó los dedos y le tocó la mejilla, afectuosamente.

- Lo que pasa mientras dura el juego no es relevante... sin embargo te niegas a depositar ese poder en otros. ¿Que es lo que te da miedo?

El paladín rechinó los dientes y la mirada se ensombreció un instante.

- No todo el mundo está preparado para ejercitar ese poder, hermano - era consciente del tono resentido de su voz, pero se negó a darle mas vueltas a ese detalle. - Hay que confiar mucho en la otra persona para hacerlo sin que los límites se vean traspasados y acabes convertido en un vasallo. No me gusta ceder mi posición.

- No confías en nadie.

Rodrith se encogió de hombros, paladeando esa verdad y tragándosela con dificultad. Realmente no confiaba en nadie, no en estos aspectos. Nunca lo había hecho. Parpadeó, explorando su mente con cierto temor. No sabía si Theron seguía durmiendo o no, pero prefería que lo estuviera.

- Lo que tú has hecho hoy es imposible para mí. - enjuagó el paño y lo guardó, mientras Erelien se incorporaba lentamente para recuperar sus ropas. - Creo que es algo que nunca disfrutaré. Así que me quedo donde estoy.

Aguardó en la puerta de la gruta a que el cruzado estuviera listo, y cuando descendieron para unirse a la oración, uno junto al otro, sin expresión en los rostros, Erelien le miró de soslayo.

- No conozco a nadie más con quien compartir esto. - dijo en un susurro.

La nieve crujía bajo sus botas, los relinchos de los corceles ya se oían cercanos. Los torreones de la Avanzada se recortaron en el firmamento cuando las nubes se rindieron finalmente y se alejaron, dejando que el sol blanquecino del norte iluminase con levedad el paisaje.

- De momento me conoces a mi.

Rodrith sonrió de soslayo y Erelien hizo otro tanto.

Cuando los miembros de la Cruzada Argenta se reunieron para la oración, ninguno les miró de reojo con extrañeza, nadie murmuró a sus espaldas. La Luz no les abandonó, ni los Dioses descargaron rayos iracundos sobre sus cuerpos. La tierra no se abrió para engullirles bajo sus pies, no hubo castigo divino ni humano para los actos deplorables como los que ellos habían cometido.

El sermón comenzó, y todos escucharon, y al decir el padre Augustus las últimas palabras, un bálsamo de paz y sosiego se extendió sobre el espíritu del cruzado Albagrana, que no pudo evitar una sonrisa leve al oír su voz. Y cuando volvió los ojos hacia el firmamento, no había más culpabilidad que la que él se deseaba, haciéndose sufrir con ella como lo hacía con la contención... porque eso también era lo que quería.

"Somos hijos de la Luz, y a ella pertenecemos. Pero somos, asimismo, libres. Nuestra alma y nuestro cuerpo nos pertenecen a nosotros... y podemos hacer con ellas lo que queramos. Nuestra es la libertad, nuestra la responsabilidad... nuestro el único verdugo que puede condenarnos, el único juez que puede juzgarnos. Juzguémonos pues con benevolencia, pues la perfección es el seguro impedimento para la superación. Aspiremos a ella sin dejar de amarnos tal y como somos, con todo lo que nos compone. Porque la Luz nos ama por entero, y a todos nos abraza en nuestras virtudes y defectos, con nuestras rarezas y nuestros pecados."

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