domingo, 28 de febrero de 2010

El Escolta (IV)

La barca había partido hacía horas, llevándose a los ancianos. Velantias había vagado entonces por las brillantes y austeras dependencias de la torre, un sirviente silencioso le guió a sus habitaciones, y la luz titilante de los faroles de piedra, azulada y tenue, le mostró la diminuta dependencia que habría de convertirse en su hogar. Sin lujos, pero limpia y con colchón de plumas y edredones de buen tejido. Dejó la espada sobre el lecho al quedarse solo, desatándose el cinto, y se abrió los broches del peto metálico, suspirando quedamente.

La imagen del joven custodio revoloteaba en su cabeza, el semblante serio, el óvalo delicado del rostro y los ojos rasgados, azules como un cielo matinal, la larga cabellera recogida en trenzas diminutas y los finos labios pálidos, la blancura de la piel, el aroma a sándalo y aceites sacramentales que desprendía. Le había asemejado a un ángel triste cuando le vio en la escalera, y por mucho que se esforzaba en no evocar sus mejillas redondeadas ni las cejas fruncidas con severidad, las rubias pestañas y la mirada reverente, el rostro de Allure volvía a él una y otra vez, interrumpiendo sus pensamientos o la ausencia de ellos.

Suspiró y se apoyó en la pared, jugueteando con los guantes que se había sacado. "Sólo es un muchacho", se dijo de nuevo. "Es un chico, además. Le han engañado y abandonado, poniéndole sobre los hombros un peso insostenible; supongo que me da algo de pena". Pero no era compasión lo que sentía al pensar en él. Se había sorprendido a sí mismo con el impulso de abrazarle cuando el custodio conversaba con el anciano en la escalera, descubriendo la verdad sobre su situación. También había sentido un golpe frío en las sienes cuando, en la playa, él le había dicho que no era su escolta, que el Jinete del Sol debía serlo.

- Ese necio de Shorin... - dijo para sí, amargamente. La ira le hizo arrojar los guantes al suelo.

Sí, conocía bien al reputado Shorin Jinete del Sol. Había hablado con él días atrás, cuando le traspasaron el encargo, alto y reluciente con su cabellera rubia y su sonrisa cautivadora de vendedor de perfumes. Solo que los perfumes que vendía Shorin eran en realidad regalos rancios e infectos que no causaban más que sufrimiento a quienes le rodeaban. No quería imaginar cuál era el caso de Allure, el joven ángel de ojos dulces y cabello trenzado, pero la expresión de dolor que había exhibido antes de echarles a todos de la torre le pareció significativa.

- No pienso pasar el resto de mis días en un lugar aislado con la única compañía de un aburrido devoto - había dicho Shorin cuando fue a verle para recoger la libranza, torciendo la boca en un gesto de asco - Allí no habrá acción, ni tampoco más distracción que los balbuceos de ese chicuelo soñador. No, gracias. Prefiero esta vida, más cerca de los placeres terrenales que de las delicias celestiales, por... apetitosas que éstas puedan ser.

Por algún motivo, ya entonces no le habían gustado las maneras desdeñosas de Shorin al mencionar al futuro Señor de la Torre, ni tampoco el brillo enfermizo e insano de su mirada cuando pronunció la última frase. Ahora que conocía a Allure, Shorin le gustaba aún menos.

Se sentó sobre la cama, desatándose las botas, y suspiró de nuevo. Si, había sido una bofetada que el joven Allure mencionara a ese imbécil presuntuoso y le rechazara en favor del Jinete del Sol. Se había sentido ofendido y había reaccionado con demasiada brusquedad. ¿Por qué se le hacía tan difícil relacionarse con el Custodio, si apenas habían cruzado un par de frases? Meneó la cabeza cuando alguien llamó a la puerta, y se acercó a abrir, abrochándose de nuevo las botas. Uno de los criados mudos hizo una reverencia, señalando con la cabeza hacia el pasillo, cuando abrió la puerta. Llevaba un candil en la mano.

- ¿Qué ocurre?
- Shan'do - dijo simplemente el lacayo, sin mirarle.

Velantias le hizo un gesto para que aguardase, enfundándose de nuevo el peto de metal y cerrándolo en un par de movimientos secos. Se colocó la espada al cinto y se ajustó el fino cordón con el que se recogía los cabellos, asintiendo al monje.

- Vamos, llévame. ¿Le ha pasado algo?

No obtuvo respuesta, y una leve preocupación empezó a aletear sobre su espíritu. Esperaba que el noble custodio no hubiera hecho ninguna tontería llevado por la tristeza. No había que ser muy observador para darse cuenta de que Allure era una criatura sumamente sensible, aunque eso no era óbice para que demostrara un destello de su fortaleza interior. Destellos que Velantias había podido ver durante su seca conversación de la tarde.

Atravesaron el corredor y ascendieron las escaleras, hasta llegar al piso más alto del torreón. Allí, una sala circular se abría con tapices y colgaduras, bajorrelieves en las paredes y hermosas lámparas de aceite que brillaban entre cortinas coloridas. Al fondo, la puerta de doble batiente y madera blanca señalaba el acceso a las dependencias del Señor de la Torre, y al volver la vista hacia la izquierda, vio la amplia balconada.

Era difícil no impresionarse ante esa imagen. La puerta de cristal estaba abierta, el mar destellaba más allá y los astros del cielo relucían sobre el espejo ondulante del océano, acunados por su arrullo. La luna se había tendido en el cuarto menguante y reposaba ladeada en el firmamento oscuro. Junto a la balaustrada nívea, el Custodio sostenía en una mano el Orbe del Sol, que centelleaba, flotando a pocos centímetros de sus dedos, con una luz intensa, áurea y rojiza. El cabello claro y trenzado caía por la espalda como un hato de cordones de oro trenzados por un orfebre, la toga blanca ondulaba con suavidad y el perfume delicado del joven parecía envolverlo todo cuando movía las manos, haciendo flotar la reliquia de los dedos de una a los de la otra, dejando tras de sí una estela amarillenta.

El corazón de Velantias se encogió ligeramente, y se retorció con un extraño dolor dulzón cuando el chico se dio la vuelta y le miró con la misma expresión de joven solemne y perdido. Y aquellos ojos se le clavaron profundamente, muy adentro, de una manera que el escolta era incapaz de comprender o discernir, removiéndole y adentrándose en las vastas inmensidades de su alma, derribando muros y barreras, incluso las de la razón. Fue como un golpe seco en sus emociones, que le anudó la garganta.

Tenía que admitirlo. Estaba fascinado. Una sensación poderosa y violenta vibró con intensidad en sus venas, como una certeza infalible. No se marcharía jamás de aquella torre, nunca cruzaría la puerta blanca, no. Tendrían que arrastrarle maniatado si alguien quería impedir que cumpliera su propósito, porque aquel ángel etéreo y triste que tenía por nombre Allure estaba enfermo de soledad. Y Velantias comprendió que quería sanarle. Que quería protegerle, arroparle y cuidarle, porque era una criatura maravillosa y lo merecía. "Debo estar loco", se dijo, encadenando sus emociones bajo la máscara de dureza y marcialidad, incapaz de alejar su mirada del joven custodio bajo las estrellas, bañado por la luz del cielo y el dorado resplandor del Orbe.

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Pese a que se despojó de su enfado, de su turbación y trató de anestesiarse a él, de nuevo, al verle allí, se le enredó el aire en la garganta.

La dorada armadura resplandecía con luz propia y los ojos azul oscuro, que bajo la equívoca luz aúrea y argéntea se veían violetas, le observaban con una expresión extraña, entre dura y paternal. Mantenía el ceño fruncido, los rasgos duros y angulosos se marcaban como las sombras de una estatua esculpida por una mano diestra, y el cabello negro y la barba, que le conferían ese aire rudo y equívocamente peligroso, brillaban como ala de cuervo. Cruzó la puerta de cristal, mirando alrededor y se inclinó levemente, arqueando la ceja. Su postura era digna y militar, su cuerpo fornido se movía con elasticidad a pesar de la armadura, y cada gesto suyo capturaba la atención de Allure, que creía menguar en su presencia.

¿Por qué le había hecho llamar? No lo sabía. Por eso tuvo que pensar antes de responderle cuando él le preguntó.

- ¿Me habéis hecho llamar, mi señor?

"Ha venido. ¿Soy su señor?", ambos pensamientos se enredaron en su mente, torturándole lentamente con una extraña agonía agridulce.

- Así es - dijo con voz débil. - Me temo que no os he dado la bienvenida que era de esperar.

Entrecerró los ojos un momento, sintiéndose torpe y débil. Esa no era manera de disculparse ante la única persona que parecía ofrecerle algún apoyo en aquel momento tan duro de su existencia, pero se veía incapaz de hacerlo mejor. De nuevo, se le secó la boca ante los ojos insistentes y esa mirada densa, espesa, que le asaltaba desde el otro lado. El caballero se volvió a medias y cerró la puerta acristalada tras de sí. Cuando volvió a hablar, su tono era suave y cálido, melancólico.

- No puedo decir que hayáis sido muy cordial

¿Por qué no podía apartar los ojos de él? Tenía el Orbe del Sol flotando sobre los dedos, la reliquia sagrada que hacía estremecerse de devoción a todo hombre de fe, y sin embargo no hechizaba su mirada de igual manera que aquel caballero, insolente, sí, y brusco en sus palabras, pero veraz y sincero. Yo cumplo mis compromisos, había dicho. Protegerle de sí mismo. ¿Podría Sir Velantias protegerle de su pena, de su miedo, de la sensación de verse tan solo, guardando cosas tan importantes? ¿Le fallaría, como le había fallado Shorin? Al mirarle, la respuesta era un no rotundo. Aquel escolta vestido de metal, en quien había fijado sus ojos en busca de seguridad cuando se alzó en la escalinata tras su investidura, que le había llevado cuando se desmayó puerilmente, que se había negado a marcharse... "No me fallará", se repitió.

El silencio se hizo eterno, mientras contemplaba el rostro de tez bronceada y los ojos profundos, la barba recortada y los rasgos varoniles de su protector.

- Quizá pueda... daros ahora la hospitalidad que merecéis.

Parpadeó, observando la tensión en la mandíbula del guerrero, y una lengua cosquilleante y cálida le acarició por dentro al percibir cómo se relajaban sus gestos al instante y la mirada inquisitiva se tornaba suave y cálida. Entonces, algo extraño sucedió. El Orbe cayó al suelo con un sonido cristalino y rodó hacia los pies de Velantias, que ni siquiera volvió la vista un instante hacia la reliquia. No supo bien lo que estaba haciendo, sólo sintió el tirón impulsivo en su corazón, que golpeaba con la violencia de un timbal resonante, cuando se arrojaron uno en brazos del otro y sus labios se unieron en un beso apasionado que le robó el aliento, extinguió el aire en sus pulmones y disparó los latidos de sus venas.

Estrelló sus labios contra los de aquel hombre, cerrando los puños sobre la placa de la armadura. La boca de Velantias le cubrió, moviéndose insistentemente sobre la suya, cálida y extrañamente suave. Su olor especiado a madera vieja le emocionó profundamente y se abrazó a él con fuerza, asiéndose casi con desesperación. Las manos anchas y fuertes se cerraron en sus brazos, apretándole contra sí, y de pronto se disparó un torbellino de fuego en su interior, que sólo se aplacó cuando él le apartó, tomando aire, mirándole con una mezcla de confusión y hechizo.

- No te entiendo - susurró el caballero - Me rechazas, te enfadas y me despides, y ahora me reclamas.
- Yo tampoco te entiendo - respondió él, sincero, sobre sus labios - Te rechazo, me enfado, te despido y aun así vienes cuando te llamo.

El escolta le hizo callar cuando le besó de nuevo, con un resuello contenido. Los dedos se le clavaban en los brazos y las placas presionaban sobre su pecho cuando se estrechó contra él, entreabriendo los labios y cerrando los ojos. "Dioses, pero qué estoy haciendo", se dijo, al ser consciente repentinamente de lo que estaba teniendo lugar entre ambos.

Se separaron casi a la vez, reculando como quien huye de un peligro. Velantias carraspeó, y Allure suspiró, recogiendo el orbe del suelo y pegando la espalda a la balaustrada, buscando algún punto interesante donde fijar la mirada.

- Gracias por... - dijo, haciendo un gesto vago con la mano - Por todo. Es un honor teneros como escolta, Sir Velantias.

Se esforzó en ser aséptico y hablar serenamente, aunque la voz le temblaba. Dicho esto, se dio la vuelta y volvió a mirar al mar, azorado y confundido, con el corazón martilleándole poderosamente en el esternón, resonando en sus costillas. Reculó y se escondió, fingiendo indiferencia, como si nada hubiera pasado. Al cabo de un instante, la respuesta del escolta se dejó oír.

- Eh... el honor es mío, señor.

Al cabo de un instante, el mundo dejó de dar vueltas como un loco y las manos dejaron de temblarle. Escuchó los pasos metálicos, dubitativos, que se alejaban, y la puerta de cristal que se abría y se cerraba después, y la verguenza cayó sobre él cuando fue consciente de lo que había sucedido. Cayó de rodillas agarrado al balcón y jadeó tomando aire como si se ahogase, saboreando sus propias lágrimas.

- Pero qué he hecho...

1 comentario:

  1. Oigh, que emoción!!!! esto me lo imprimo yo y se lo presto a mis amigas xDD

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