domingo, 28 de febrero de 2010

El Escolta (III)

Mientras caminaba en el interior de su nuevo hogar, la indignación y el despecho hacían mella en el tierno corazón de Allure. ¿Qué se había creído aquel tipo maleducado y cruel? ¿Por qué le hablaba así? ¿Y qué pasaba con su escolta? ¿Cómo era posible que Shorin no hubiera querido acudir? ¿Era eso cierto? No podía creerlo, no, de ningún modo. Le recordaba tiempo atrás, tomándole la mano con deslumbrante sonrisa en las praderas, prometiéndole que siempre estaría con él mientras le besaba los cabellos. Su mejor amigo, su hermano, más que hermano, a quien profesaba un cariño sin mesura... ¿Por qué habría de engañarle?

Los viejos sacerdotes le guiaban a través de la enorme torre, mostrándole todo lo que contenía. Sus pasos apenas resonaban sobre las alfombras, los sirvientes mudos se inclinaban ante él con las miradas vacías de aquellos que son preparados desde niños para la servidumbre. Por un momento, entre sus tribulaciones, le conmovió la severidad de aquellos que habitaban la torre bajo voto de silencio.

- Rodien y Shibel son los encargados de los suministros... el lugar se autoabastece gracias a la magia, mi señor - explicaba el Viejo Coreldin, mesándose los cabellos.

Los dos criados se inclinaron, con el rostro vacuo y sin mirarle a los ojos. Allure frunció el ceño ligeramente, y el anciano le tiró de la manga con suavidad, instándole a moverse a través del pasillo circular iluminado con dorados farolillos.

- ¿Por qué el voto de silencio? - preguntó Allure a media voz, apartándose las trenzas sobre el hombro.
- El servicio a la fe implica sacrificios grandes, vos lo sabéis bien, Custodio - respondió el anciano en un susurro, mirándole con extrañeza - todos los que habitan la Torre deben llevarlo a cabo. Es la tradición.
- Claro, claro.

Se volvió a medias mientras caminaba, mirando de soslayo al tal Velantias, que les seguía a cierta distancia, ceñudo y descontento, contemplando con suspicacia los espacios que le rodeaban.

- ¿Él también?
- Si decidís conservarle a vuestro lado, sí.

Los ojos azul oscuro se cruzaron con los suyos un instante, severos y firmes, y volvió el rostro. Comenzaron a ascender la escalinata. ¿Por qué iba a querer tener cerca al apuesto pero desagradable escolta? Este no era su lugar, era Shorin quien tenía que estar aquí, y en un acceso de infantil sinceridad y un vago rencor por las palabras duras del caballero, así lo formuló, frunciendo el ceño y elevando la voz lo bastante como para que el engreído elfo le escuchara.

- No le quiero aquí. El Guardián Jinete del Sol es quien debe hacerse cargo de mi seguridad, tal y como fue acordado.
- Desconozco los motivos que alejan al reputado defensor de este lugar, joven Custodio, pero no podemos obligarle a presentarse aquí si no está en su mano... o no es su deseo.

La voz del anciano sonó dulce y cálida. Suficiente para que Allure supiera que le habían engañado. Miró de soslayo a Coreldin, el mayor de los dos, deteniéndose en su ascenso. "¿Cómo he podido ser tan necio?", se dijo, sintiendo la lengua fría de la manipulación rozándole la espalda, riéndose burlonamente. Los dos sacerdotes parecían contritos.

- He dejado atrás mi vida y mi familia para asumir la responsabilidad para la que fui elegido - manifestó con gravedad serena, asediándoles con su mirada. - He renunciado a todo, sin permitirme más lujo que el de escoger a quien debía velarme el resto de mis días mientras sea yo el Custodio del Orbe del Sol y el Señor de la Torre Blanca. Escogí a Shorin Jinete del Sol por la confianza que le tengo, y su cercanía era mi único consuelo ante el largo camino de sacrificios que me aguarda. Se negó. Y no habéis querido decírmelo hasta ahora. ¿Por qué?

Coreldin se inclinó y bajó la vista al suelo. "Maldita sea, ¿es que nadie es capaz de mirarme a los ojos ya?", se dijo Allure, con un nudo de angustia en el pecho. Había apretado los puños sin darse cuenta.
- Queríamos ahorraros motivos de lamento en el día de vuestra investidura.
- De nuevo mentiras - espetó. - Temíais que me negara a aceptar mi cargo si ni siquiera tenía el consuelo de un viejo amigo a mi lado. ¿En tan baja estima tienen los Ancianos mi determinación?
- No... señor, no es...
- Marchaos - dijo suavemente, pugnando por contener las lágrimas. - Marchaos todos. Ahora. Dejadme solo.
- Pero... el orbe...
- Sé perfectamente donde está el Orbe, se me ha repetido cientos de veces. Dejadme. Regresad a casa.

Los ancianos se miraron, pero la autoridad del Custodio era incuestionable, aun cuando sonaba en una voz tan dulce como la de Allure, quien se quedó aferrado al pasamanos mientras los pasos se alejaban de él. Y le dejaban solo, como se sentía incluso con ellos cerca. Suspiró quedamente y volvió el rostro, con una profunda pena en las entrañas, sosteniéndose en aquella barandilla de metal forjado que parecía ser todo el apoyo con el que podía contar. Pero ahí abajo estaba el caballero de la armadura, con los negros cabellos recogidos en la nuca y la barba recortada, observándole al pie de la escalinata con una mirada extraña. Parpadeó y de nuevo se le secó la boca.

- Marchaos también vos - murmuró - Si no tenéis el valor de rehusar, daos por despedido.
- ¿Es lo que estáis haciendo? - replicó el escolta - ¿Despedirme?

Allure se aferró a la barandilla, frunciendo levemente el ceño. Había algo dentro de sí que se removía inquieto.

- Si - dijo sin embargo.
- No tenéis sustituto. No tenéis a nadie más.
- No lo necesito.

Que se vaya de una vez, se dijo, casi desesperado. No entendía por qué seguía al pie de la escalera, hablando con templanza, mirándole fijamente con ese rostro impenetrable e inexpresivo, provocándole ese temblor incomprensible en el pecho. Era la única persona que se había atrevido a mirarle aquel día, la única que no se había transformado repentinamente en una criatura servil y embustera desde que le habían ungido. Y ahora seguía haciéndolo, le seguía mirando y hablándole pausadamente, como si solo fuera un muchacho. "Es que solo soy un muchacho", se dijo.

La mirada del escolta destelló, ladeó el rostro hacia la puerta y luego volvió a encararle, alzando la barbilla en un gesto de determinación orgullosa.

- No me voy a ir. Yo cumplo mis compromisos - La voz resonó en la torre, y Allure se sintió golpeado por esas palabras vehementes. - Mañana recapacitaréis y os daréis cuenta de que mandarme lejos no va a mejorar vuestra situación.
- Pero... vos no queréis estar aquí. Es evidente... ¿quién querría hacerlo? - insistió Allure, haciéndole un gesto hacia la puerta - Nada os obliga a quedaros.
- Yo me obligo. Mi deber me obliga. Ya os lo he dicho, yo sí cumplo mis compromisos - El escolta le miró largamente, cerrando la mano sobre la empuñadura de la reluciente espada que llevaba al cinto y alzando la barbilla con una mueca altiva. - Decís no necesitar a nadie, pero vuestra mirada busca ansiosamente alguien capaz de sostenerla. Enviáis lejos a todos, pero detestáis estar solo. Me dijeron que tal vez tuviera que protegeros de vos mismo. Y eso es lo que estoy haciendo.

Dicho esto, echó a andar y cerró la puerta ojival al fondo del pasillo. El sonido resonó en el corredor un instante, y cuando regresó al pie de la escalera, con el tintineo de la dorada armadura, el joven custodio, perplejo, le contempló anonadado, en silencio, tratando de entender. Finalmente, soltó el pasamanos y corrió hacia arriba recogiéndose la toga, con el latido disparado en el corazón y la impresión de tener las rodillas hechas de algodón, las lágrimas anegándole la garganta.

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