martes, 23 de febrero de 2010

El Escolta (I)

(N. de A.:  Bueno, esta es la novela romántica tórrida favorita de Kalervo (XD), la verdad es que empecé haciendo un item tonto en GHI pero nada, me he decidido a escribir la historia de Allure y Velantias, porque si a Kale le apasiona será por algo! Guarda muchas similitudes con la peli "El Guardaespaldas", pero con trasfondos y connotaciones distintas... además de que son dos chicos, jujuju. Esta primera entrega no tiene tiznes picantosos pero, como en las novelas románticas tórridas, eso llega después >:D  Espero que os guste ^_^ )


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El sol se ponía en el horizonte y el Templo del Sol relucía con destellos anaranjados y dorados. Los sacerdotes recogían sus togas para evitar que la brisa marina las hiciera agitarse despiadadamente, mientras el sumo pontífice de Belore derramaba las bendiciones sobre la cabellera rubia del joven Custodio.

- Yo te nombro a ti, Allure Lucero de Estío, guardián del Orbe del Sol y protector de los misterios de la Torre Blanca...

Velantias observaba la ceremonia a varios pasos, con la armadura ceñida y la espada al cinto, los ojos entrecerrados y el gesto severo. "Heme aquí, yo que he sido protector de nobles y diplomáticos", se dijo con profunda desazón, volviendo la mirada hacia el horizonte teñido de rojo sangre, "relegado ahora a enclaustrarme en una torre en el mar, cuidando de la seguridad de un devoto". Suspiró con desazón, observando la ceremonia que tenía lugar en las escaleras del templo de la playa.

Si bien su servicio no comenzaba hasta el día siguiente, Velantias se jactaba de ser un profesional en su labor. Como escolta recién asignado del joven sacerdote Allure, había decidido acudir a su nombramiento como Custodio de la Torre, para presentarse y conocer a aquel a quien debía proteger con su vida. Sin embargo, la procesión que le había llevado hasta el Templo, compuesta por ancianos y nobles guardianes de la fe, no le había permitido atisbar apenas el destello de una mirada azur sobre un rostro pálido como la luna y el ondear de cabellos dorados recogidos en diminutas trenzas.

Se preguntaba, mientras los coros se elevaban en cánticos sobre el rumor del mar anaranjado en la ensenada, qué clase de protección iba a necesitar el Hermano Lucero de Estío allá en la Torre Blanca, lugar de difícil acceso donde apenas un diminuto puerto permitía llegar a las barcas y la soledad y el recogimiento eran ley y norma. "No te confíes", le había dicho Farn Hojapresta, su mentor. "Muchos y grandes enemigos pueden poner su mirada sobre el Orbe del Sol, y aquel que deba custodiarlo será el objetivo de aquellos que anhelan el poder que las santas reliquias confieren. Y no es ese el único peligro. En más de una ocasión, los custodios de estos objetos de poder han tenido que ser protegidos de sí mismos".

Quizá habían sido estas últimas palabras las que habían espoleado más intensamente la curiosidad de Velantias, quien a pesar de su larga experiencia, se veía ahora abocado a una labor que consideraba un castigo en su fuero interno, pero que se esforzaría en cumplir a la perfección.

Los cánticos se detuvieron, y el escolta volvió la mirada hacia la escalera, en el momento en que el esbelto custodio se ponía en pie, coronado con brillantes guirnaldas blancas y broches rojizos que relucían con el beso del sol. Los devotos se inclinaron en una reverencia cuando Allure se giró, con la toga blanca inmaculada prendida de ornamentos, y el semblante grave.

Fue entonces cuando Velantias pudo contemplarle y la mirada de azul intenso se cruzó con la suya y se detuvo ahí, mas allá de los sacerdotes inclinados, sobre él. Por un momento, el sol arrancó destellos rojizos en las joyas que engalanaban al custodio y sobre su propia armadura, y frunció el ceño, inclinándose hacia adelante. El rostro del joven mostraba el aspecto regio y digno de aquellos que han sido elegidos para cargar con un gran peso sobre sus hombros, una mirada nostálgica y algo triste, y las facciones hermosas de una andrógina juventud. Y al instante comprendió que Allure estaba muy asustado, aunque intentara ocultarlo y mantenerse firme y solemne en el día de su nombramiento. Estaba muy, muy asustado... y quizá por ese motivo había anclado su mirada a él, que se mantenía en pie con una brillante armadura, que no se inclinaba para reverenciarle.

Parpadeó y tuvo el impulso de acercarse a aquel desconocido y ponerle la mano sobre el hombro, decirle que todo iría bien, sobrecogido por una peculiar emoción y una extraña sensación líquida y cálida en el interior, pero al fijarse en aquellos labios pálidos, lejanos, y en la aparente fragilidad del joven Custodio, decidió que era mejor idea mantenerse lo más lejos posible de aquel extraño ángel.

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Estaba nervioso. Claro que lo estaba, nervioso y aterrado. Los sacerdotes le habían arrastrado con una deferencia que le hacía sentir sumamente incómodo hacia el templo, y todo eran honores y loas hacia él, el Lucero del Estío, Custodio del Orbe del Sol y nuevo Señor de la Torre Blanca.

Le habían ungido, investido y consagrado, prendieron las joyas del Sol en su pelo y en su toga blanca, inmaculada, símbolo de la pureza, y coreaban los nombres de los antiguos guardianes, incluyendo el suyo en el salmo mientras se arrodillaban. "Dioses, ayudadme", se decía él, poniendo todo su esfuerzo en no echarse a temblar. "Dioses, dadme fuerzas para llevar a cabo mis tareas, para asumir y sostener esta terrible responsabilidad"

Buscó con la mirada algo a lo que asirse, pero todos tenían los rostros vueltos hacia el suelo en señal de reverencia. Esa adoración le hacía tambalear, y al mismo tiempo provocaba que se sintiera muy, muy solo. Desesperado, fijó la vista hacia adelante, y entonces le vio. Un caballero, al final de la última fila de sacerdotes. Una armadura de bronce rojizo que destellaba bajo la luz del atardecer, negros cabellos recogidos hacia atrás y una mirada poderosa, serena y fuerte, de zafiros oscuros. Por un momento, el corazón del custodio dio un brinco en el pecho y se le secó la boca.

¿Quien era aquel elfo de elevada estatura y espada al cinto? Sus rasgos marcados y ceñudos le recordaban a las ilustraciones que había visto algunas veces sobre piratas y bucaneros, que hacían temblar a los navíos y estremecer a las muchachas en la alcoba, y la barba negra, recortada, sobre la piel morena, solo acentuaba aquel aspecto. ¿Acaso habría venido a atacarle y robar los secretos de los custodios?. Sin embargo el caballero no parecía contemplarle como un malhechor contempla a su víctima. Le miraba con dureza, sí, inexpresivo, pero la inquietud que le causaba no era miedo.

Las emociones del día hacían mella en él, y descendió los escalones, como se esperaba, dirigiéndose al pequeño puerto, tratando de sustraerse de aquella mirada pesada y densa, del histerismo ante su precipitado nombramiento, ante las violentas responsabilidades que sobre él recaían y la perspectiva de su futuro, encerrado en un torreón junto al mar, aislado del mundo, aislado de todos.

- Salve al Señor de la Torre
- Gloria al Custodio del Orbe

Las voces de los legos y devotos murmuraban las alabanzas a su paso, y a cada palabra sentía el impulso de apretar los dientes y cerrar los ojos, como si fueran insultos, como si estuvieran escupiéndole en lugar de honrarle.

Apenas había avanzado hasta la mitad del camino cuando fue demasiado para él. Las lágrimas le empañaron la mirada al pensar en su familia, a quienes no volvería a ver nunca, al pensar en su hogar. Las emociones del día cayeron sobre él con todo su peso. Y la vergüenza ante su propio llanto, que había atraido las miradas confundidas de los fieles, le hizo zumbar los oídos, la realidad se disolvió y el suelo se acercó precipitadamente hacia su rostro.

Unas manos firmes, brazos enfundados en malla y metal le sostuvieron, mientras la consciencia le abandonaba. Alguien le levantó en volandas, y antes de que todo se volviera negrura y silencio, escuchó resonar una voz firme y tajante, mas allá del murmullo de inquietud de los sacerdotes.

- Alejaos. Yo soy su escolta, abrid paso y dejad que pueda respirar.

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