viernes, 27 de abril de 2012

Leyendas de Sangre X: La belleza que reside en las cosas oscuras




En la Aguja Estrella del Alba, las salas de estudio eran habitaciones redondas dentro de pequeños torreones adyacentes, a los que se accedía a través de un orbe de traslado. El orbe estaba situado en la quinta planta, justo antes de los pisos superiores a los que sólo tenían acceso los magos y las castas más altas de la nobleza élfica. Era una esfera cristalina sostenida entre tres estatuillas doradas que, al tocarla, enviaba al usuario a la sala correspondiente mediante un hechizo de translocación.

Ilsa, Sofista de la Aguja e hija del Señor de la Torre, aguardaba en su sala de estudio minutos antes de que las clases con su aprendiz hubieran de dar comienzo. Solía pasar un tiempo a solas allí, ordenando los pergaminos que pensaba usar ese día, observando los artefactos mágicos que se disponían en los estantes o mirando por la ventana ojival hacia el océano. Le gustaba disfrutar de la soledad, dejar que la estancia se impregnara con su perfume y que cuando Maldathar llegara, fuese ella quien le recibiera a él. Y así era cada día.

Su pupilo siempre aparecía puntual, con los pergaminos bajo el brazo y el semblante serio. 

Había sido desafiante y retador el día de la proclama, pero en cuanto comenzaron las lecciones, Ilsa se sintió decepcionada por la actitud del joven. Decepcionada y al mismo tiempo, curiosa. Le había tenido por un joven impaciente, incauto tal vez, valiente y arrojado en su búsqueda del conocimiento. Como afirmaba no tener maestro y haberse adentrado por sí solo en las artes oscuras, Ilsa imaginaba que sería difícil de manejar en la enseñanza. “Seguro que me interrumpirá todo el tiempo y no querrá obedecer”, se decía. “Los autodidactas son los más difíciles de educar y de disciplinar.” En su mente, en suma, se había formado la imagen de una fiera por domar. Cual no sería su sorpresa cuando, desde el primer día, Maldathar se mostró más dispuesto a escuchar que a hablar y demostró tener una disciplina en el estudio y el trabajo que eran casi profesionales. Sólo preguntaba cuando ella había terminado de exponer cada asunto y sus preguntas eran inteligentes, agudas y bien dirigidas. No cuestionaba con el engreimiento de los aprendices que menosprecian a sus maestros, sino con curiosidad auténtica. Cierto es que su tono tenía a veces un aire un poco exigente, pero aquel matiz más parecía deberse a su avidez por el aprendizaje que a una insolencia premeditada. Al aprendiz le gustaba conocer los detalles de todo y profundizar en cada arcano. Y para sorpresa de Ilsa, no fueron pocas las veces que esa cualidad analítica y exhaustiva de Maldathar la llevaron a ella misma a comprender de manera más profunda cosas que ya había dado por sentadas y a redescubrir los trillados caminos de los que había empezado a aburrirse.

Y fue uno de esos días, en el torreón, mientras Maldathar copiaba las runas en uno de los pergaminos, cuando casi distraídamente hizo la pregunta.

—¿Por qué me escogisteis, Shan’diel?

Ilsa, que estaba jugueteando con una nubecilla de energía arcana y vuelta de espaldas, creyó percibir una tonalidad nueva, más oscura y suave, en su voz. A través de la ventana el cielo comenzaba a teñirse de un azul más desvaído conforme el sol iniciaba su descenso, ya cruzada la frontera del mediodía.

—¿Acaso no escuchaste mis motivos en la Cámara de la Asamblea? —preguntó ella en respuesta, ladeando el rostro sobre su propio hombro para mirarle de reojo.

Su perfil se recortó contra el cielo azul. Su cabello se balanceaba a su espalda, larguísimo, y la vaporosa túnica de color crema con la que estaba vestida se agitó un ápice con un golpe de brisa. Maldathar alzó la vista y se quedó contemplándola sin recato, serio y tranquilo, como si estuviera mirando una estatua hermosa mientras meditaba.

Ilsa había sido mirada con deseo muchas veces. También con admiración, y con temor, y con reverencia. Maldathar sin embargo la miraba directamente, como había hecho siendo un niño. Una expresión directa y algo abrumadora, como si le tirase del pelo para bajarla a su altura o le encarase sujetándola por los hombros. Pero sin hacer nada de esto. Y lo que cuando Maldathar era un niño a ella le pareció la insolencia de un mocoso, ahora le transmitía una inquietud difícil de definir pero que tenía más de emocionante que de desagradable. Se le erizó el vello de la nuca.

—Lo escuché. Un talento sin guía es una perdición, pero con ella puede traernos grandes triunfos a todos—, repitió el joven. Volvió a bajar la mirada al pergamino antes de añadir:—También hablasteis de corregir mi trayectoria y de inculcarme humildad.

Ilsa esbozó una sonrisa algo desdeñosa. 

—Así es. ¿Dónde está entonces tu duda?

Había algo en los rasgos de Maldathar y en su manera de conducirse que le confería un raro atractivo a ojos de la Sofista. No había nada en él, aparentemente, que le hiciera destacar entre los elfos de la Aguja: muchos poseían un rostro más armónico, o eran más altos, o vestían con más riqueza. Sin embargo, su mirada decidida y el contraste entre el negro cabello y la claridad de la piel resultaban agradables a largo plazo. Y esa forma de mirar, combinada con los rasgos afilados, el comportamiento altivo y la inteligencia brillante que Ilsa ya había comprobado por sí misma a lo largo de las sucesivas lecciones, actuaban como un imán sobre sus sentidos. Tal vez era la peligrosidad que le suponía al joven lo que espoleaba su curiosidad.

—¿Habéis encontrado ya algún desvío que corregir en mi? —preguntó de nuevo él, mirándola fugazmente mientras mojaba la pluma en el tintero.

La pregunta era correcta, formulada en un tono apacible. Pero a Ilsa le pareció ver que el joven esbozaba una media sonrisa muy disimulada. Alzó la barbilla y se dio la vuelta, haciendo que se disolviera el vórtice arcano con el que jugueteaba con un chasqueo de los dedos.

—Creo que estás ocultando muy bien tus grandes defectos a mis ojos. Por el momento.

—Tal vez no os estoy ocultando nada, Shan’diel.

El joven dejó de escribir y levantó la barbilla. De nuevo la mirada directa. El orbe de traslado situado sobre una tarima, zumbaba suavemente en el silencio. El chillido de las gaviotas llegaba como una cantinela lejana.

—Es posible—admitió ella—. Quizá no eres arrogante y ambicioso, sino que finges serlo. O quizá eres arrogante y ambicioso en una medida justa.

—Soy arrogante y ambicioso, pero no creo que eso sea un defecto—dijo entonces Maldathar.—¿Quién de entre nosotros no lo es? ¿Y qué mérito tiene estancarse en lo establecido?

—No todo es cuestión de mérito en la vida, joven—. Ilsa se adelantó un par de pasos, deslizando los dedos sobre los lomos de los libros. Las estanterías atestadas forraban la pared circular hasta el alto techo.—Hay cosas más allá de eso. Una de las primeras lecciones que debe aprender todo aquel que quiere conocer el Arte es que todo tiene un precio. Y una de las últimas que aprendemos es que algunos son impagables. Hay cosas que no lo merecen.

Maldathar entrecerró los ojos y se quedó contemplándola en silencio.

—Pero Shan’diel, ¿no ponemos nosotros el valor de esas cosas? —preguntó de nuevo tras una larga pausa—. Si todo tiene un precio pero para alguien ninguno es lo suficientemente alto, ¿qué mas da? Es como ir a un mercado y no comprar nada por miedo a perder las monedas. Sólo son monedas.

Ilsa tuvo otro escalofrío. Esas palabras no eran jactanciosas. Lo que fuese que movía la ambición de Maldathar no era el ansia de dominio pasional y ardiente que había conocido en otros, otros que habían perdido sus batallas y a veces sus propias vidas. No es que no le importase el peligro del camino que había escogido por inconsciencia, sino porque realmente no daba valor a ninguna de las cosas que ese camino podía exigirle a cambio.

—¿No hay nada que valores tanto como el conocimiento, Maldathar?

—No. Nada.

—Pues hay cosas que no sólo valen tanto como él, sino que además son necesarias para obtener la sabiduría verdadera—declaró la Sofista, acercándose a la mesa y rozando la tabla con la yema de los dedos. Su voz se revistió con algo más de ardor, miraba a los ojos a su pupilo mientras hablaba—. Si por escoger un camino incorrecto o por recorrer demasiado rápido el que transitamos perdemos esas cosas, al final llegaremos a un palacio tan rico como estéril. Será como un sueño. Intentarás alcanzarlo con los dedos y no llegarás a tocarlo. Y la frustración podría volverte loco.

Maldathar dejó la pluma en el tintero. No parecía sorprendido ni asustado por las palabras de su maestra. Sin embargo, volvió la mirada hacia la ventana y se tomó unos momentos para reflexionar sobre ellas. Ilsa se dio cuenta de ello y se alegró íntimamente de ver que su aprendiz no era tan tozudo como para no valorar los razonamientos que ella exponía. Eso era una buena señal. Muy buena señal, en todos los sentidos.

—No todo el aprendizaje viene a través de la mente preclara, Maldathar—incidió con tono suave. Y a medida que hablaba, se hablaba también a ella misma, recordándose cosas que siempre había tenido como certezas en su interior y que jamás había verbalizado. Y al hacerlo, esas certezas parecían desenterrarse y recubrirse de un nuevo dorado—. No hay mayor maestro que la experiencia, pero la experiencia de los vivos se adquiere a través de los sentidos y el tamiz de la razón y de la emoción. Puedes conocer los conjuros, los arcanos más secretos, pero si no puedes emocionarte con la hermosura  de la magia… si no puedes fascinarte, si no tienes una razón o un motivo que te guíe para ponerla en uso… si pierdes la capacidad de ver la belleza, de sentir la plenitud, de amar, de enorgullecerte, de estremecerte ante la maravilla, ¿de qué sirve todo el conocimiento? ¿Cómo puede comprenderse hasta su última instancia? Si pierdes tu alma en el camino, las cosas que te hacen ser quien eres y lo que eres, nunca llegarás a elevarte.

Cuando Ilsa terminó de hablar, sentía el corazón latiéndole deprisa. Era cierto. Lo que había dicho era cierto. Eran sus propias palabras, y ella había estado al borde del abismo no por falta de cautela, sino por desidia. “¿Cómo he podido dejarme así?”, se preguntó, sintiendo cómo el hormigueo que tanto había añorado volvía a las puntas de sus dedos, le bailaba en el estómago. “¿Cómo pude estancarme de ese modo? Le sermoneo sobre los peligros de perder el alma por ser demasiado ambicioso, y yo estaba dejando morir la mía por todo lo contrario. ¡Ah, los extremos! ¡Y que yo haya caído en el más aburrido de los dos!”.

Ella no podía verse, pues tenía la vista perdida en la pared, asombrada ante su propia revelación. Pero Maldathar la estaba mirando. Y aquella mujer, aquella a la que había deseado cuando era un niño y cuya posesión le había obsesionado durante un largo tiempo, ahora se le presentaba de un modo diferente. Porque nunca puso en duda que fuera sabia, pero ahora que lo había demostrado de este modo, con palabras que habían sacudido con tanta fuerza su comprensión, la admiraba. Y siempre había sabido que era bella, pero ahora que parecía agitada, que sus mejillas se habían sonrojado y sus ojos brillaban intensamente como si acabara de saltar desde las alturas y estuviera sorprendida de haber caído de pie, ahora le parecía la criatura más hermosa sobre la faz de la tierra.

Quizá fue eso lo que le movió a tomar de nuevo la pluma y dejar caer unas gotas de tinta sobre el pergamino. Mientras susurraba, en voz muy baja, las palabras apropiadas en el lenguaje secreto que Ammon le había enseñado, se sentía como un niño revelando su mayor tesoro a un nuevo mejor amigo. Los hilos de tinta se abrieron como dedos largos y retorcidos y comenzaron a tejerse para dar forma a un dibujo, el sencillo contorno de una flor de pétalos puntiagudos y negros, brillantes como la brea.

Ilsa, que estaba sumergida en sus pensamientos, salió de ellos bruscamente al escucharle murmurar.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó, también en tono bajo y con cautela.

El joven tardó unos segundos en responder. Cuando lo hizo, estaba haciendo un gesto con la mano en el aire, como si tirase de algo. Ilsa dio un paso hacia atrás al ver el tallo de la flor de tinta asomar del papel, sólido y brillante, dejando caer algunas gotas negras que se quedaron flotando en el aire. El pergamino crujía mientras la flor era arrancada de él.

—Vuestras palabras están llenas de verdad, Shan’diel—decía Maldathar—. ¿De qué sirve el poder si no puede proporcionar riqueza a nuestra alma? ¿Acaso no buscamos la sabiduría para alimentarla?

El aprendiz atrapó en el aire la flor de tinta. Se había vuelto dura como el cristal, y las gotas negras que se mantenían suspendidas a su alrededor, estallaron en una lluvia de polvo brillante y oscuro. Ilsa se había olvidado de respirar, y cuando volvió a hacerlo, Maldathar, de pie, le tendía aquella extraña flor imposible. Se obligó a reponerse y alargó los dedos para coger el presente. Tuvo el buen tino de inclinar la cabeza levemente, como correspondía a alguien de su estatus y educación, aunque en ese momento había olvidado todo protocolo, fascinada por lo que tenía ante sí.

—¿Has hecho esto con magia de las sombras? —preguntó.

—No, Shan’diel. Es ilusionismo.

—¿No es real? Pero la estoy tocando…

—Está hecha para engañar a todos los sentidos, Shan’diel. —Y los engañaba. El tallo era flexible, frío, casi húmedo como el de un capullo recién cortado. La cabeza se balanceaba a causa del peso de los pétalos, que emanaban una fragancia dulce, mística, con un punto ácido—. Además… ¿Quién dice qué es real y qué no lo es?

Asombrada, alzó la vista para encontrarse con los ojos del aprendiz.

—Es maravilloso—susurró.

Maldathar no respondió. No encontraba forma de hacerlo. Sentía en el pecho la presión intensa y frustrante de querer decir algo, pero no encontraba las palabras. Quizá no las conocía. Ilsa Estrella del Alba, su maestra, Sofista de la Aguja, hija del Señor de la Torre le estaba mirando, con los labios entreabiertos, los ojos brillantes y la expresión alegre y sorprendida a la vez. Se había iluminado por completo. Y deseó contemplarla así bajo otras luces, entre las sombras, de perfil y de espaldas, deseó contemplarla así eternamente durante un momento imposible de medir. La imaginó bañada por el resplandor de los cirios, besada por el sol, bajo las estrellas, en el océano profundo. La imaginó en el bosque y en el Claro Ámbar, la imaginó en su habitación. La imaginó desnuda, la imaginó vestida, la imaginó a su lado. Deseó tocar su piel cremosa, estrecharla entre sus brazos y encerrarla en ellos, poseerla y dominarla y al tiempo estar a sus pies, pertenecerle y ser dominado, que ella le atrapara entre sus brazos, entre sus muslos. Rendirse y vencerla. Tenerla y ser suyo.

Y fue tan violento aquel deseo, prendió con tanta fuerza en su interior, repentino, abrasador, demencial, que no pudo contenerse a sí mismo. Apenas necesitó un segundo. Dio un paso hacia delante, la rodeó con el brazo, alzó la otra mano hacia su rostro y la besó. Cerró los ojos, cubriendo sus labios con los suyos y presionando con suavidad, con una entrega devota y la pasión ahogada, encerrada muy al fondo como el corazón de un diamante. Ilsa se tensó. Sus puños se cerraron y los apretó contra los hombros de Maldathar en una oposición débil e indecisa que pronto se diluyó y desapareció del todo. Sus labios eran suaves como el algodón, blandos y dulces. Se entreabrieron y el perfume de su aliento le embriagó. Su cuerpo se relajó poco a poco y finalmente, los brazos de ella le rodearon el cuello.

Con un arrebato triunfal, Maldathar la estrechó más hacia sí; le zumbaban los oídos y tenía la sensación de que las llamas de todos los infiernos les rodeaban, calor abrasador por dentro y por fuera y una sed desesperada y desconocida. La piel de la mejilla de Ilsa era cremosa, cálida. El perfume de su pelo le hormigueaba en las fosas nasales, y su sabor, delicioso, maduro y rico le hacía querer más.

Ella le agarró del pelo. Él la apretó contra sí hasta que sintió sus pechos aplastados contra su torso. Ella gimió y él le rozó con los dientes. Ella enredó la lengua con la suya, y entonces gimió él. Y como si hubieran vuelto en sí repentinamente, sacudidos o abofeteados, cuando el beso se había convertido en un intercambio apasionado a punto de ser tórrido y la saliva del otro ya les manchaba las comisuras, se separaron bruscamente, mirándose con ojos brillantes, ambos lívidos, llevando el aire con esfuerzo a sus pulmones.

“Debo haberme vuelto loca”, se dijo Ilsa. Le temblaban las piernas y toda su piel se había erizado. Buscó a toda velocidad una salida de aquella situación.

—¡Estamos dando clase!—se quejó, alzando la barbilla con indignación—. Vuelve a tu sitio. Y deja de mirarme.

Maldathar se quedó donde estaba durante algunos segundos más, aún con la misma expresión ávida. Después obedeció. Cuando volvió a sentarse, su semblante volvía a ser el de siempre: serio y tranquilo.

Ilsa regresó junto a la ventana, arreglándose el pelo nerviosamente y preguntándose qué clase de reproche era aquél. Podría hacer que mataran al bastardo sólo por tocarla, amonestarle por ese beso diciéndole que estaban dando clase era tan ridículo… y aún tenía la flor de tinta en la mano. La contempló durante un rato.

En el silencio, las gaviotas gritaban en la lejanía. La voz de Maldathar volvió a escucharse, suave como un murmullo.

—Hay quien pone su Arte al servicio de la justicia o de la prosperidad de su pueblo. Después de vuestras palabras, creo que mi único fin es ponerlo al servicio de la belleza.

Ilsa tardó unos momentos en entender sus palabras, aún conmocionada por lo que había ocurrido. Se limitó a asentir con la cabeza.

—Es una dirección adecuada, Maldathar. Además, en la sabiduría hay una gran belleza.

—Lo sé. Bailé con ella en el Solsticio.

Ilsa se dio la vuelta, el ceño fruncido, al escuchar estas palabras. Pero el joven aprendiz estaba inclinado sobre los pergaminos de nuevo. trabajando con la seriedad y disciplina de las que hacía gala cada día. Aplicado y siempre correcto.


. . .


N. de la A: La palabra shan’diel no existe oficialmente en el vocabulario thalassiano. Es una modificación propia del término shan’do, que hace referencia a un elfo muy noble o muy respetado. Me parecía más apropiado para las chicas el término shan’diel, aunque es mera invención, inspirada en la sonoridad de los nombres femeninos élficos en la mitología tolkieniana. Si tiene alguna correspondencia gramatical oficial, lo desconozco.



1 comentario: