martes, 1 de mayo de 2012

Leyendas de Sangre XI: El hijo del arpista



Cuando venimos al mundo, hay un destino escrito en los astros para nosotros. El camino principal de nuestra vida se traza según una única decisión: Seguir ese destino o luchar contra él. ¿Qué decidirás tú?

Maldathar quería saber cuál era su destino. Era difícil saber si estaba luchando contra él o siguiendo paso a paso sus designios, dado que desconocía los planes de los astros para consigo. Pero desde el día en que besó por primera vez los labios de Ilsa Estrella del Alba, hija del Señor de la Aguja, subía cada vez con más frecuencia a aquel balcón donde, de niño, decidió que sería un gran mago.

Ahora ya no le estaba vetada la sexta planta de la torre. Aún era un aprendiz, pero pronto tendría su propio bastón tallado. Subía allí después de las lecciones con la Sofista, a mirar las estrellas, a preguntarse cuál era su futuro, imaginando las diversas formas en las que podría sortearlo en caso de que no coincidiese exactamente con sus planes. Alargaba aquellos momentos de ensoñación hasta que ya era entrada la noche. Pensaba en las lecciones, en la Magia, en lo que deseaba hacer con ella. Pensaba en su tutora y en cuándo volvería a bajar la guardia, en probar otra vez sus labios, estrecharla y atarla más a sí. Pensaba en los ojos de Ilsa, que a veces se turbaban al mirarle directamente. En los sutiles sonrojos de sus mejillas y el latir precipitado de su propio corazón cuando, durante las enseñanzas, ella se acercaba o rozaba su mano accidentalmente.

Habitualmente, cuando regresaba a su habitación, Ammon ya hacía horas que le estaba esperando. Jamás le hacía reproche alguno, pero sus enseñanzas se habían vuelto más crípticas, diríase desganadas, desde que Maldathar fue escogido como aprendiz por una de los Nueve. O eso pensaba él. Al joven cada vez le costaba más entender los arcanos que el sirviente le mostraba, y éste parecía decepcionarse al no ver progresos en su pupilo. Como si estuviera perdiendo facultades, Maldathar pasaba de la frustración al enfado y su motivación al respecto de los secretos del sirviente se iba tornando en una obsesión oscura y retorcida llena de suspicacias. No era extraño en esta tesitura, que Maldathar llegara cada vez más tarde a sus sesiones con Ammon y que éstas se desarrollaran en una tensión fría que terminaba explotando en discusiones.

—No me estás enseñando bien—le reprochaba el joven—. ¿Cómo demonios quieres que sepa el orden de los vocablos de la maldición? Ni siquiera sé los vocablos.

—Están en el Poema de la Liebre Blanca—respondía Ammon, siempre sereno y tranquilo, la mirada distante, la expresión calmada—. No pasa nada si no los sabes. Podemos repasar los versos de sangre hasta que memorices el…

—¡Aprendí los versos de sangre cuando tenía diez años! ¡Deja de hacer esto, lo que sea que haces!

—¿Qué es lo que hago?

—¡Hacer que me sienta un ignorante!

—Señor, no todos los niveles del Arte son iguales—decía el sirviente, mirándole con seriedad y un aire casi de sacerdote reprendiendo al pecador—. Hasta ahora has pasado por ellos sin dificultades. Eras más joven y tu dedicación era plena. Ahora te ves obligado a dividir tus esfuerzos, es normal que el progreso sea más lento, incluso que recule.

—¡Vete al infierno!

Era difícil razonar con Maldathar. Ammon lo sabía mejor que nadie, pues le conocía mejor que nadie. Por eso se mantenía tranquilo mientras el bastardo de Cordelia le insultaba, le acusaba de no querer instruirle, de manipulador y de haberle envenenado con sed de conocimiento, una sed que nunca se calmaba. Se mantenía tranquilo mientras él arrojaba al suelo los libros, levantándose para recogerlos y revisar que ninguna página estuviera deteriorada. Después, cuando el chico estaba más tranquilo, le contaba una historia o se acercaba a cepillarle el cabello, conciliador. Maldathar a veces aceptaba estas atenciones y se relajaba. Otras, le apartaba con malos modales y se marchaba a deambular por la torre o a la biblioteca.

Fue en una de esas ocasiones cuando se dio de bruces con Tyalanor, el hijo del arpista, al doblar un recodo. Aquella noche, Maldathar estaba especialmente furioso. Quería marcharse al Claro Ámbar, cerrar los ojos y soñar que volvía a bailar con la Sabiduría. No tenía tiempo ni ganas para conversar con el hijo del arpista, quien siempre parecía tener un brillo burlón en la mirada cuando se cruzaban sus ojos en los corredores o en el refectorio. Así que pasó por su lado sin saludarle ni responder a su saludo, altivo como un príncipe.

—Tsk. No me extraña que te llamen Ilvana[1]. Es verdad que crees que te lo mereces todo, ¿eh?

El hijo del arpista tenía una voz grave y viril, más profunda que la suya. Era también más alto y de músculos más desarrollados. Vestía con elegancia y había sido nombrado ayudante del chambelán pocos meses antes. Por eso, darse la vuelta y golpearle en la nariz con el puño, no parecía buena idea. Simplemente, se dio la vuelta y le miró con desprecio.

—Ah, ¿ya he dejado de ser el bastardo? Es una gran noticia. Ilvana me va mejor.

Tyalanor se echó a reír y luego miró alrededor, como si meditase algo.

—¿Dónde vas a estas horas?

—No es asunto tuyo.

—Te equivocas. Es asunto mío porque acabamos de cerrar las puertas.

Maldathar alzó la barbilla con suficiencia.

—¿Desde cuándo una puerta cerrada es un problema para un mago?

—Desde que están selladas con magia.

Tyalanor esbozó una sonrisa ancha, divertida. Maldathar en cambio, apretó los dientes y le miró con desdén. Nunca le había gustado aquel tipo. Cuando eran niños siempre se reía por todo y de adulto era servil y adulador; por eso se había labrado un buen camino en la torre hasta llegar a ser chambelán, y por eso él le despreciaba. Su padre era el arpista de la corte, un músico querido por todos. A los músicos se les honraba y apreciaba según su talento, y el padre de Tyalanor tenía mucho. Su hijo, en cambio, que había nacido sin ninguno, se había forjado una posición a costa de astucia y, según decían, realizando ciertos favores a ciertos personajes de importancia en la Aguja.

—Si las has sellado tú, no creo que me cueste salir. Dicen que tu única habilidad arcana consiste en poner a punto los bastones de los hechiceros feos y viejos.

Tyalanor alzó las cejas, sorprendido por el atrevimiento de Maldathar, y después se echó a reír como si el insulto le hubiera resultado divertido.

—Podría mencionarte a tu madre como respuesta, pero es demasiado fácil.

—No te reprimas. Si todo lo que puedes usar como réplica es la mención de Cordelia, esta conversación va a ser de lo más aburrida.

—¡Verdaderamente eres un engreído de primera línea! —volvió a reír el hijo del arpista, meneando la cabeza—. ¿Quieres un trago?

El bastardo se fijó entonces por primera vez en lo que su contertulio llevaba en las manos: se trataba de una botella bastante grande, casi una garrafa, de color azul intenso, adornada con gemas y cristales coloreados. Era el tipo de envases en los que se servían los vinos destinados a las cenas y comidas del Señor de la Torre y los miembros más importantes de su corte, vinos y elixires con alcohol que generalmente estaban aderezados con polvo de maná y otras especias arcanas. Maldathar entrecerró los ojos, suspicaz.

—No.

—Venga, hombre. Yo también voy a beber.

Quitó el tapón y dio el primer sorbo. Luego le tendió la botella, e iba a decir algo cuando se escucharon pasos en el corredor. El semblante de Tyalanor palideció y buscó rápidamente un lugar donde esconderse. “Ha robado la botella”, comprendió Maldathar, esbozando una sonrisa maliciosa. Mientras el hijo del arpista se escondía tras una cortina de terciopelo, él se quedó tranquilamente parado en el corredor, aguardando a que pasaran los dos guardias nocturnos. Llevaban sendos fanales arcanos en las manos y le miraron con curiosidad al verle allí, quieto, pero ninguno se atrevió a decir nada. Maldathar tenía una gran facilidad para parecer regio, noble e importante aunque solo fuera el hijo de una zorra, y esto le era muy útil a la hora de tratar con desconocidos.

Los guardias viraron en el recodo, con sus pesadas togas arrastrando, los escudos y las gujas en las manos, y el resplandor azul de sus luminarias titiló hasta perderse en la oscuridad. Maldathar se acercó a la cortina y la apartó. El otro joven parecía una estatua, ahí parado con la botella en las dos manos. Y le miró con cierta inseguridad.

—Ábreme la puerta. Te enseñaré un sitio en el que podremos bebernos eso sin que los guardias nos molesten.

Tyalanor esbozó de nuevo una de esas sonrisas enormes y caminó delante de él en dirección a la entrada de la torre.

Unos minutos más tarde, ambos se encontraban en el viejo cobertizo, un edificio de madera ya en desuso enclavado en un rincón de los jardines. Antaño se había utilizado para poner a secar hierbas y especias pero los arcanistas obligaron a cerrarlo y abandonarlo al descubrir en su interior una extraña emanación de magia oscura. Se investigó el origen, y al no encontrar nada, se procedió a quemar el suelo y sellar la puerta con un triste candado. Los arcanistas no podían pensar siquiera en que alguien deseara visitar esa destartalada chabola para ninguna actividad oculta. Era un lugar feo, lleno de polvo y telarañas y que olía demasiado a azafrán, salvia y anís, un ambiente difícilmente soportable para los refinados olfatos de la Aguja.

—Este sitio apesta—se quejó Tyalanor.

—A mi me gusta. Y nunca viene nadie.

Maldathar se encaramó a la mesa de madera y se sentó allí, de lado, como si fuera un diván. Luego extendió la mano para que el otro le pasara la botella. Tyalanor se subió a la tabla y se sentó junto a él, mirándole con franca diversión.

—Ahora mismo te pareces al Señor de la Torre.

—¿Ah, sí?

El hijo del arpista asintió. Maldathar bebió un trago de la botella ornamentada; era un licor dulce, de ciruelas o de cerezas, con un toque de hierbas frescas y mucha miel.

—Tiene la misma forma de sentarse, y pone la misma cara. De perdonavidas. Aunque tú pareces más perdonavidas que él.

—No he tratado mucho con Su Excelencia, pero no me parece un perdonavidas en absoluto—replicó Maldathar—. Creo que es un hombre noble y respetable. ¿Tú le conoces?

Tyalanor negó con la cabeza. Tenía un perfil muy hermoso bajo la luz de la Luna, que se filtraba por la ventana del cobertizo y por la techumbre abierta y medio derruida.

—Creo que nunca he hablado con él. Pero les sirvo algunas veces, a él y a sus hijos.

—¿Y cómo le sirves?

Maldathar sonrió con malignidad, pero el hijo del arpista negó con la cabeza, con expresión algo escandalizada. Al bastardo aquella muestra de mojigatería le resultó graciosa.

—No es lo que piensas. Nunca me atrevería, además, ellos no hacen eso, no con gente como nosotros.

—Claro, claro—afirmó Maldathar con aire burlón—. Ellos son intocables, pertenecen a estratos más elevados. ¿Es eso lo que quieres decir?

—Quiero decir que mean agua bendita y cagan lingotes de oro. Y por supuesto, solo follan con gente de alta alcurnia.

El joven aprendiz no pudo reprimir una carcajada al escuchar a Tyalanor. Le miró, sorprendido.

—Hablas como un delincuente. Aunque, pensándolo bien—añadió, señalando la botella de la que ahora bebía el hijo del arpista—, es lo que eres. Robar a los señores está castigado, te inutilizarán una mano. O las dos. Y te cortarán el pelo.

—Eso solo pasará si me delatas. Y entonces te retratarás como cómplice—replicó el hijo del arpista, ladeándose para mirarle con una sonrisa burlona—. ¿Y de verdad harías algo así, delatar a un pobre chambelán que te ha invitado a compartir este delicioso brandy de ciruelas?

—Ayudante de chambelán—puntualizó Maldathar—. Verte con el pelo trasquilado sería bastante divertido. Pero de momento no lo haré.

—Mil gracias, Magíster Ilvana—dijo Tyalanor, haciendo una profunda reverencia sin bajarse de la mesa, teatral y socarrón—. Me honráis con vuestra compasión.

Maldathar hizo un gesto condescendiente con la mano, imitando su aire histriónico y exagerado, y alzó más la barbilla.

—Sé que soy magnánimo. Dale las gracias a Belore de que mi paladar se sienta satisfecho con la calidad de este brandy.

—No os merecéis menos, Excelencia.

—Lo sé.

—Es un licor que hará cantar a vuestra alma y elevará vuestro espíritu, confortará vuestro corazón y… demás estupideces dignas de una de las canciones de mi padre.

Maldathar volvió a reír, pero después chasqueó la lengua y meneó la cabeza.

—No deberías decir eso. No he tenido ocasión de escuchar a tu padre salvo en dos o tres ocasiones, y creo que es un artista sublime.

—Supongo—replicó Tyalanor, con una mueca amarga. Bajó de la mesa y se apoyó en ella con el codo, perdiendo la mirada más allá de la ventana. El bosque parecía haberse pintado de extraños colores azules a causa de las luces nocturnas. —Nunca nos hemos llevado bien. Imagino que por eso no soy imparcial al juzgar su música. Ni sus estúpidos poemas acerca de espíritus que se elevan, corazones gozosos y esas mierdas.

—Otra vez hablas como un delincuente.

El joven asistente levantó la botella y brindó en el aire.

—Por las palabras soeces que no maquillan la realidad—declaró, bebiendo un largo trago.

Maldathar entrecerró los ojos, pensando en aquello. Luego le arrebató la botella y esbozó una sonrisa misteriosa.

—Por las realidades que no necesitan ser maquilladas.

El hijo del arpista le miró con extrañeza. Pero debió gustarle algo, quizá sus palabras, tal vez la actitud del bastardo, porque el brillo amargo de su mirada se diluyó lentamente y volvió a aparecer la sonrisa franca. Bebieron hasta terminar la botella de cristal con piedras engastadas, y a medida que el licor disminuía, su simpatía aumentaba. Criticaron a los habitantes de la Aguja hasta no dejar ninguno. Luego hablaron de mujeres hasta no dejar ninguna. Después, Tyalanor habló de hombres y Maldathar escuchó con curiosidad y pidió detalles. Más tarde, fingieron ser dos reyes gemelos que gobernaban a los ratones de campo. Y casi al amanecer, intentaron invocar a los muertos, pero como no dejaban de reírse, no consiguieron más que un humo blanco que se disipó enseguida.

Cuando regresaron a la torre, borrachos, agotados, apoyándose el uno en el otro, estaba a punto de despuntar el alba. Se despidieron con un abrazo y cada uno marchó a sus aposentos.

Al entrar en la habitación, Ammon le estaba esperando despierto. Su semblante era serio. Su mirada violeta le atrapó, y en ella había algo parecido a la decepción, o a la tristeza. Maldathar se quedó de pie sobre la alfombra, observándole. Esperando. Pero el sirviente no dijo nada, y aquella mirada era cada vez más opresiva, más densa, más hipnótica. Apartó los ojos y se metió en la cama a trompicones, sin entender por qué se sentía culpable, qué extraña angustia tenía en la garganta y por obra de qué debilidad estaba desviándose de sus propósitos iniciales de semejante forma en los últimos tiempos.

Cuando venimos al mundo, hay un destino escrito en los astros para nosotros. El camino principal de nuestra vida se traza según una única decisión: Seguir ese destino o luchar contra él, había dicho Ammon una vez. Maldathar no sabía si estaba luchando contra él o siguiéndolo paso a paso tal y como estaba dispuesto en las estrellas. Y en aquel momento, sus pensamientos estaban demasiado difusos como para intentar analizar aquella clase de cosas, así que se limitó a sacar una mano de debajo del nido de mantas y a llamar al sirviente.

—Estoy borracho—declaró—. Deja de mirarme así y ven conmigo a consolarme. No quiero que volvamos a pelearnos nunca más.

Una mano cálida se cerró en la suya casi inmediatamente. Las sábanas susurraron cuando el sirviente se deslizó junto a él en el interior del lecho y le rodeó con sus brazos. Maldathar cerró los párpados. La angustia se disipó y la culpa desapareció. Y antes de darse cuenta, se vio arrastrado a un sueño delirante y maravilloso, de esos que sólo pueden tener los que han sido besados por el vapor del vino mágico de ciruelas y miel.

Dos días después, cuando Maldathar y Tyalanor volvieron a cruzarse casualmente por los pasillos de la Aguja, el hijo del arpista no le miraba con burla, sino con complicidad. Estaba Maldathar conversando con otros aprendices de camino hacia el refectorio cuando el chambelán y su ayudante pasaron junto a ellos. Tyalanor inclinó la cabeza con cierto aire teatral en dirección a Maldathar, y el bastardo hizo un gesto de condescendencia con la mano. Luego ambos continuaron su camino con una sonrisa divertida, riendo para sus adentros, sin que nadie más de los presentes entendiese nada en absoluto.

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©Hendelie







[1] Ilvana significa “perfecto” en Quenya. He tomado el vocablo como válido en Thalassiano por similitudes fonéticas y porque me gusta.

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