Años más tarde, cuando la Aguja
Estrella del Alba no fuera más que una ruina polvorienta y agonizante,
Maldathar podría recordarla tal y como había sido en todo detalle. Podría
recordar sus corredores y ventanales, la disposición de los muebles de cada
habitación, la luz exacta que proyectaban los faroles sobre las mesas de la
biblioteca y, sobre todo, más que cualquier otra cosa, la habitación.
Fue en aquella estancia, ni pequeña
ni grande, donde transcurrió gran parte de su vida. Su vida más privada, más
secreta. Era aquella habitación como un cofre sellado en cuyo interior tenía
lugar su aprendizaje, el único lugar en el que se desprendía de todas las
máscaras, donde más seguro se sentía. A pesar de las sombras de los rincones,
de los susurros fantasmales, de las fuerzas misteriosas que allí campaban en
los lindes de la realidad, Maldathar no sentía el menor temor por lo
sobrenatural. Había crecido entre sueños grotescos y macabros, poblados de
jardines con flores de sangre. Había crecido entre relatos donde lo maravilloso
y lo espantoso iban de la mano. Aquel ambiente le hacía sentirse bien, era su
verdadero hogar, por aberrante que pudiera parecer.
Y aquella habitación que era su
casa, cambió, sutil, imperceptiblemente, a partir de la muerte de Cordelia y el
regreso de Ammon. La transformación fue tan paulatina que cuando Maldathar fue
consciente de ella lo aceptó con tranquilidad y sin reticencias. Los pequeños
detalles se sucedieron hasta que el aspecto de la alcoba se transformó por
completo, así como suceden los cambios del mundo, con el mar erosionando la
roca hasta darle nueva forma o el viento que lame las dunas y transforma el
desierto.
Durante todo el tiempo que Cordelia
estuvo viva, la cama que la mujer compartía con su hijo estaba en el centro de
la sala, dominándola por completo. A su alrededor se disponían las mesas, el
diván, las alfombras y la mecedora de Cordelia, que se balanceaba junto a la
ventana. El resto de muebles se encontraban pegados a la pared. Y el sillón del
sirviente y su estrecha cama ocupaban un rincón oscuro, casi invisible,
encajado entre dos altas librerías repletas de pergaminos y grimorios. Sin
embargo, una vez Maldathar y Ammon se encontraron solos, ya no había apariencias
que guardar ante una madre ajena, ignorante, que no comprendía. No se
molestaban en devolver los muebles a su lugar tras las largas horas de estudio,
de práctica y de murmullos a media voz bajo la luz de las velas. Cada noche,
sirviente y bastardo retiraban la alfombra que cubría el sello mágico, se
sentaban alrededor de la mesa principal con los tres misteriosos libros que
Ammon había llevado siempre consigo y comenzaba la magia verdadera. La voz del
sirviente iba desgranando las lecciones, los secretos, los misterios, mientras
Maldathar escuchaba, con los ojos muy abiertos y las orejas de punta pero el
ceño siempre fruncido y la expresión altiva. A veces dibujaban runas, sellos o
círculos en fragmentos de pergamino que después quemaban. Otras veces, hacían
mezclas de elementos, murmurando conjuros quedamente hasta que el humo azul se
volvía púrpura, o negro, o rojo. La voz de Ammon era como una melodía grave y
dulce. El bastardo le mandaba callar en ocasiones, o le exigía que volviera a
incidir sobre algo, y el sirviente a veces obedecía, pero otras no. Y Maldathar
escuchaba, escuchaba, escuchaba hasta caer dormido sobre los libros, luchando
contra el sueño, hambriento y sediento de los arcanos que se revelaban ante él.
Así, empujón a empujón, como la
erosión da forma a la roca, la costumbre acomodó los objetos de aquel cuarto
tal y como la frecuencia o practicidad de su uso requerían. Y la gran mesa pasó
a ocupar el centro de la estancia, delante de la cama, que se pegó a la pared
del fondo, tímida, acorralada. Dos sillas estaban siempre junto a la mesa;
sobre ella, un candelabro de cirios derretidos y los libros y pergaminos en los
que estuvieran trabajando en cada momento. La mecedora que había estado junto a
la ventana desapareció, y ocupó su lugar el sillón del sirviente, que se
encaraba en diagonal, de modo que al sentarse allí, Ammon dominaba toda la
habitación. Podía observar el lecho y también la mesa. La pesada alfombra,
guardiana de los círculos mágicos que habían elaborado sobre el suelo de la
habitación cuando Maldathar apenas era un niño, jamás se movió de lugar.
Y aquel año, cuando Maldathar fue
elegido por Ilsa Estrella del Alba como su pupilo, tuvo lugar el último cambio.
Los nuevos libros que Ammon traía de nadie sabe dónde se amontonaban ya en los
divanes y las sillas libres. El día que la primera torre de pergaminos se
derrumbó, mientras los recogía y primorosamente limpiaba sus cubiertas, el
sirviente hizo la sugerencia a Maldathar.
—Señor, ¿debería traer otra
estantería a la estancia?
Maldathar se encontraba enfrascado
en la comprensión de una interesante fórmula alquímica y no le prestó atención
al principio. Sin embargo, la voz de Ammon tenía la peculiaridad de quedarse
agazapada en su cabeza, esperando el momento en que su mente se encontrase
desocupada para resonar en ella como un conjuro. Alzó la vista.
—Pues sí. Habrá que hacerle sitio.
—Tal vez deberíamos mover vuestra
cama, señor. O quitar los divanes.
—No.
Maldathar negó con la cabeza y
entrecerró los párpados. El sirviente contemplaba las paredes, como si
estuviera calculando las medidas. El cabello blanco brillaba con un resplandor
dorado a la luz de las velas. Sus ojos violetas parecían piedras preciosas.
La idea se abrió camino en la mente
del joven bastardo como si fuera propia, tal vez siéndolo, aunque jamás había
pensado algo parecido. Pero ahora sí. Parecía lógico. ¿Qué sentido tenía que un
camastro feo y destartalado estuviera en el rincón, ocupando espacio cuando
desde que él tenía uso de razón Ammon había compartido con él el lecho
frecuentemente? Sólo había tenido que ir el sirviente a dormir a su propio
jergón en las escasas ocasiones en que Cordelia pasaba la noche en la
habitación, con él, abrazándole bajo las sábanas y repitiéndole que era su hijo
amado y nunca más le dejaría solo. Sí, Maldathar aprendió desde la más tierna
infancia a detectar las mentiras de una mujer. Su madre se las repetía cada
noche.
Desde la muerte de Cordelia y el
regreso del sirviente, éste había vuelto a su vieja cama arrinconada y
Maldathar, en ocasiones, espiaba desde su colchón y sus cojines de brocado la
silueta oscura de Ammon, añorando el tiempo en que era más niño y el sirviente
tejía historias para él en la oscuridad, rodeándole con el brazo, acompañándole
al sueño.
En aquel momento, mientras
contemplaba al sirviente y el sirviente contemplaba la pared, tuvo muy claro
qué era necesario y qué no.
—Deshazte de tu cama y pon otra
estantería en su lugar. Hasta el techo.
El elfo del cabello blanco frunció
el ceño. Agachó la cabeza y volvió la vista hacia los divanes, como valorando
cuán cómodos serían. A Maldathar se le escapó una sonrisa.
—La mía es lo bastante grande para
los dos.
Los ojos violetas se dirigieron
hacia él con calma. Que un señor autorizase, más bien ordenase a su sirviente
que durmiera con él era un disparate. Y más aún tratándose de Maldathar, que
siempre se había esforzado por mantener una fría distancia entre ellos a pesar
de todo lo que les unía como transparentes y ocultos hilos de araña. Pero Ammon
no parecía escandalizado. Ni siquiera sorprendido.
Ammon jamás parecía sorprenderse por
nada. Asintió lentamente con la cabeza.
—Si tú lo crees apropiado… como
desees.
—Lo creo apropiado. ¿Vas a
discutirme? —le retó el joven, alzando la barbilla con aires de grandeza.
—No. Claro que no. No en esto.
El sirviente esbozó una de sus
sonrisas tranquilas, nostálgicas. Después se dirigió hacia la mesa y apoyó una
mano al lado del brazo de Maldathar, inclinándose sobre su hombro para
contemplar el pergamino que el joven estaba estudiando. Un mechón de cabello
níveo se desprendió sobre las runas y los sigilos escritos con tinta.
Años más tarde, Maldathar podría
recordar los grabados del pergamino que rodeaban aquel mechón de pelo sedoso.
El brillo del anillo en la mano del sirviente, la fragancia que emanaba su
cuerpo y su pelo. Recordaría también su propia voz, más joven, quizá engreída a
causa del exceso de dignidad con la que se recubría cada vez que iba a tratar
con el sirviente.
—Respóndeme la verdad, Ammon. ¿Crees
que soy demasiado mayor ya para los cuentos?
Ammon suspiró, después emitió un “hum” pensativo y se inclinó un poco más sobre su hombro.
Ammon suspiró, después emitió un “hum” pensativo y se inclinó un poco más sobre su hombro.
—¿Por qué me preguntas eso, mi
señor?
—Porque hace años que no me cuentas
ninguno.
Lo dijo acompañando sus palabras de
una mirada fría, casi acusadora. El sirviente apartó la vista, dirigiéndola
hacia el pergamino.
—La infancia es el único momento en
que uno es verdaderamente sabio, Maldathar —explicó Ammon, recorriendo con la
mirada las runas del papiro, distraídamente—. Cuando aún somos niños, vemos el
mundo como algo fascinante y mágico en cada aspecto. El asombro y la curiosidad
nos permiten reconocer la verdad de que todo es posible.
—¿Qué tiene que ver eso?
—Es en ese estado de sabiduría
primigenia cuando podemos adquirir los arcanos más secretos y místicos, los que
sólo se comprenden con una mente abierta, sin estructuras, sin acotaciones. Los
cuentos son un instrumento para ello.
—Entiendo lo que quieres decir, y te
equivocas.
Ammon esbozó una media sonrisa y
volvió a mirarle de reojo. Maldathar se ladeó en la silla. Le clavó su mirada
plateada, destellante de fría soberbia.
—Soy todo oídos.
—Aún puedo comprender esos
misterios. No es tarde para mí.
—¿Cómo estás tan seguro?
Maldathar apartó la silla y se
levantó casi con brusquedad. Se acercó a uno de los estantes y pasó el dedo
sobre los lomos de cuero envejecido.
—La infancia termina cuando el niño
comprende que los cuentos son mentiras. Cuando entiende que hablan de cosas que
no son reales. Porque los cuentos que les narran los adultos son estúpidos y
falsos, están distorsionados; la realidad choca abruptamente con esas historias
en las que la crueldad o la malicia se convierten en un condimento para asustar
o para moralizar. —Maldathar extrajo uno de los libros y lo llevó hasta la
mesa, abriéndolo. La hoja estaba en blanco, y vertió sobre ella una gota de
espesa tinta negra—. Si te portas bien, las cosas te saldrán bien, dicen esos
cuentos. Si eres bueno, sigues las leyes y cumples las normas, te irá bien. El
mal es castigado.
El joven se quedó en silencio. La
mancha de tinta se extendía, lenta, informe, sobre la hoja blanca. Los ojos de
Ammon parecían negros en aquel momento, pues estaba muy lejos del resplandor de
las velas.
—¿Qué mas?—preguntó. Y su voz era
incitante, casi brusca.
—La infancia termina cuando, después
de haber adiestrado al niño para creer que el bien y el mal existen, que el
bien es recompensado y el mal es castigado, el niño se da cuenta de que eso no
es verdad —declaró Maldathar—. Ese es el final. Esa es la ruptura.
—¿Y para ti no es así?
—No. Para mi no es así, y tú lo
sabes mejor que nadie. Porque en los cuentos que a mí me has contado no hay
mentiras. Los cuentos que a mí me has contado son iguales que la vida que
vivimos, y por eso creo en ellos, y por eso los puedo comprender con algo más
que con la razón.
—¿Todavía eres lo suficiente niño,
entonces?
Ammon extendió una mano y la pasó
por encima de la hoja, destellando un resplandor oscuro entre sus dedos. La
tinta comenzó a moverse como con vida propia, abriéndose en diminutos hilos que
comenzaron a enredarse para trazar un dibujo.
—Aún no es tarde—respondió
Maldathar.
El sirviente asintió con la cabeza.
Sobre la hoja del pergamino se había formado la imagen de un cuervo, un cuervo
hecho de tinta oscura, con los ojos profundos y sabios.
—¿Cuánto tiempo hace que no te
cuento un cuento?
Las velas crepitaban. El cuervo de
tinta echó a volar, y los hilos oscuros se desenredaron para volver a
enredarse, formando la imagen de una torre y un bosque espeso a sus pies. La
Luna era un círculo blanco en un cielo negro de tinta.
—Desde que desapareciste—respondió
Maldathar. Y era un reproche. Su voz y su mirada así lo revelaban—. Varios
años. Qué mas da.
—Bien—asintió el sirviente. Luego
cogió el libro de la mesa y se dirigió hacia su sillón. Tomó asiento,
recogiéndose las mangas, y dejó el volumen apoyado en su brazo flexionado.
Llevaba la toga negra y dorada, el cabello suelto, ocultándole los lados del
rostro y velando en ocasiones su semblante—. ¿Estás seguro entonces de que ni
la edad ni tus nuevas enseñanzas te están contaminando con ceguera?
Maldathar respondió con una sonrisa
maliciosa. Sopló las velas y se dirigió hacia su cama. Se tendió, de lado, como
si fuera un diván, y aguardó con indolencia a que la voz del sirviente iniciara
su hipnótico hechizo. Y cuando lo hizo, cuando sus palabras comenzaron a vibrar
en la estancia abriendo de nuevo la puerta al mundo al que él se sentía
pertenecer, Maldathar no reprimió un suspiro de alivio. Cerró con suavidad los
párpados, dejándose mecer por el conjuro.
—En muchas historias has visto a los
cuervos. Aparecen en los cuentos, en toda leyenda o relato que se precie debe
haber al menos uno… o en su defecto, una serpiente. Pero nunca te he contado su
propio cuento.
»Hace mucho, mucho tiempo, el Cuervo
vivía en el mundo de los espíritus, allí en la Sombra. El Cuervo era un viajero
de los planos, y cuando se sentía aburrido —cosa que sucedía con frecuencia—,
extendía sus alas y se marchaba a visitar otros lugares. Ocurrió que en una de
estas ocasiones, el Cuervo descendió a nuestro mundo. Aquí encontró una gran
concha, cerrada cerca de la playa. Curioso, el Cuervo se acercó a la concha y
se asomó por la abertura, y allí dentro encontró que estaban recluidos los
elfos.
—¿Qué hacéis aquí?—les preguntó.
—Vete, déjanos—respondieron ellos—.
El Pozo es muy brillante, estamos asustados. El mundo ahí afuera es terrible.
Hay tormentas y hay oscuridad.
El Cuervo encontró muy divertidas a
esas criaturas que se escondían dentro de la concha marina. Y en vez de
insistirles, se quedó cerca de la oquedad. Cada noche, les traía algo del
exterior: ora una rama, ora una piedra brillante, plumas de aves, hojas verdes,
pardas, púrpuras. Día tras día, los elfos que vivían dentro de la concha iban
volviéndose más curiosos y su refugio les iba pareciendo menos agradable. Finalmente,
se reunieron y conversaron, y decidieron salir afuera…
La historia continuó, y cuando
Maldathar se durmió, aún no había llegado a su fin.
Años después, Maldathar recordaría
la historia del Cuervo con todo detalle, a pesar de haberse dormido mientras
Ammon se la contaba. Y también recordaría lo que había soñado aquella noche.
Él y el sirviente caminaban por un
bosque de árboles sin hojas, espinos y ramas retorcidas. El sirviente llevaba
un cuervo en el hombro. Caminando, llegaron a un río torrencial, de aguas
embarradas y oscuras. Maldathar lo cruzó, pero Ammon se quedó al otro lado. Y
cuando se dio la vuelta para animarle a seguir adelante, ya no estaba allí. La
sensación de soledad le produjo una tristeza tan angustiosa que quiso arrojarse
al río, pero al ver su reflejo en el agua negra, vio que el cuervo estaba sobre
su propio hombro y que sus ojos se habían vuelto de color violeta.
Resplandecían tanto que casi cegaban.
Y en el sueño, él sonreía.
. . .
Iiiiiih!!! *_* Cómo mola! Me encantan estos dos.
ResponderEliminar