jueves, 26 de abril de 2012

Leyendas de Sangre IX: El Cuervo




Años más tarde, cuando la Aguja Estrella del Alba no fuera más que una ruina polvorienta y agonizante, Maldathar podría recordarla tal y como había sido en todo detalle. Podría recordar sus corredores y ventanales, la disposición de los muebles de cada habitación, la luz exacta que proyectaban los faroles sobre las mesas de la biblioteca y, sobre todo, más que cualquier otra cosa, la habitación.

Fue en aquella estancia, ni pequeña ni grande, donde transcurrió gran parte de su vida. Su vida más privada, más secreta. Era aquella habitación como un cofre sellado en cuyo interior tenía lugar su aprendizaje, el único lugar en el que se desprendía de todas las máscaras, donde más seguro se sentía. A pesar de las sombras de los rincones, de los susurros fantasmales, de las fuerzas misteriosas que allí campaban en los lindes de la realidad, Maldathar no sentía el menor temor por lo sobrenatural. Había crecido entre sueños grotescos y macabros, poblados de jardines con flores de sangre. Había crecido entre relatos donde lo maravilloso y lo espantoso iban de la mano. Aquel ambiente le hacía sentirse bien, era su verdadero hogar, por aberrante que pudiera parecer.

Y aquella habitación que era su casa, cambió, sutil, imperceptiblemente, a partir de la muerte de Cordelia y el regreso de Ammon. La transformación fue tan paulatina que cuando Maldathar fue consciente de ella lo aceptó con tranquilidad y sin reticencias. Los pequeños detalles se sucedieron hasta que el aspecto de la alcoba se transformó por completo, así como suceden los cambios del mundo, con el mar erosionando la roca hasta darle nueva forma o el viento que lame las dunas y transforma el desierto.

Durante todo el tiempo que Cordelia estuvo viva, la cama que la mujer compartía con su hijo estaba en el centro de la sala, dominándola por completo. A su alrededor se disponían las mesas, el diván, las alfombras y la mecedora de Cordelia, que se balanceaba junto a la ventana. El resto de muebles se encontraban pegados a la pared. Y el sillón del sirviente y su estrecha cama ocupaban un rincón oscuro, casi invisible, encajado entre dos altas librerías repletas de pergaminos y grimorios. Sin embargo, una vez Maldathar y Ammon se encontraron solos, ya no había apariencias que guardar ante una madre ajena, ignorante, que no comprendía. No se molestaban en devolver los muebles a su lugar tras las largas horas de estudio, de práctica y de murmullos a media voz bajo la luz de las velas. Cada noche, sirviente y bastardo retiraban la alfombra que cubría el sello mágico, se sentaban alrededor de la mesa principal con los tres misteriosos libros que Ammon había llevado siempre consigo y comenzaba la magia verdadera. La voz del sirviente iba desgranando las lecciones, los secretos, los misterios, mientras Maldathar escuchaba, con los ojos muy abiertos y las orejas de punta pero el ceño siempre fruncido y la expresión altiva. A veces dibujaban runas, sellos o círculos en fragmentos de pergamino que después quemaban. Otras veces, hacían mezclas de elementos, murmurando conjuros quedamente hasta que el humo azul se volvía púrpura, o negro, o rojo. La voz de Ammon era como una melodía grave y dulce. El bastardo le mandaba callar en ocasiones, o le exigía que volviera a incidir sobre algo, y el sirviente a veces obedecía, pero otras no. Y Maldathar escuchaba, escuchaba, escuchaba hasta caer dormido sobre los libros, luchando contra el sueño, hambriento y sediento de los arcanos que se revelaban ante él.

Así, empujón a empujón, como la erosión da forma a la roca, la costumbre acomodó los objetos de aquel cuarto tal y como la frecuencia o practicidad de su uso requerían. Y la gran mesa pasó a ocupar el centro de la estancia, delante de la cama, que se pegó a la pared del fondo, tímida, acorralada. Dos sillas estaban siempre junto a la mesa; sobre ella, un candelabro de cirios derretidos y los libros y pergaminos en los que estuvieran trabajando en cada momento. La mecedora que había estado junto a la ventana desapareció, y ocupó su lugar el sillón del sirviente, que se encaraba en diagonal, de modo que al sentarse allí, Ammon dominaba toda la habitación. Podía observar el lecho y también la mesa. La pesada alfombra, guardiana de los círculos mágicos que habían elaborado sobre el suelo de la habitación cuando Maldathar apenas era un niño, jamás se movió de lugar.

Y aquel año, cuando Maldathar fue elegido por Ilsa Estrella del Alba como su pupilo, tuvo lugar el último cambio. Los nuevos libros que Ammon traía de nadie sabe dónde se amontonaban ya en los divanes y las sillas libres. El día que la primera torre de pergaminos se derrumbó, mientras los recogía y primorosamente limpiaba sus cubiertas, el sirviente hizo la sugerencia a Maldathar.

—Señor, ¿debería traer otra estantería a la estancia?

Maldathar se encontraba enfrascado en la comprensión de una interesante fórmula alquímica y no le prestó atención al principio. Sin embargo, la voz de Ammon tenía la peculiaridad de quedarse agazapada en su cabeza, esperando el momento en que su mente se encontrase desocupada para resonar en ella como un conjuro. Alzó la vista.

—Pues sí. Habrá que hacerle sitio.

—Tal vez deberíamos mover vuestra cama, señor. O quitar los divanes.

—No.

Maldathar negó con la cabeza y entrecerró los párpados. El sirviente contemplaba las paredes, como si estuviera calculando las medidas. El cabello blanco brillaba con un resplandor dorado a la luz de las velas. Sus ojos violetas parecían piedras preciosas.

La idea se abrió camino en la mente del joven bastardo como si fuera propia, tal vez siéndolo, aunque jamás había pensado algo parecido. Pero ahora sí. Parecía lógico. ¿Qué sentido tenía que un camastro feo y destartalado estuviera en el rincón, ocupando espacio cuando desde que él tenía uso de razón Ammon había compartido con él el lecho frecuentemente? Sólo había tenido que ir el sirviente a dormir a su propio jergón en las escasas ocasiones en que Cordelia pasaba la noche en la habitación, con él, abrazándole bajo las sábanas y repitiéndole que era su hijo amado y nunca más le dejaría solo. Sí, Maldathar aprendió desde la más tierna infancia a detectar las mentiras de una mujer. Su madre se las repetía cada noche.

Desde la muerte de Cordelia y el regreso del sirviente, éste había vuelto a su vieja cama arrinconada y Maldathar, en ocasiones, espiaba desde su colchón y sus cojines de brocado la silueta oscura de Ammon, añorando el tiempo en que era más niño y el sirviente tejía historias para él en la oscuridad, rodeándole con el brazo, acompañándole al sueño.

En aquel momento, mientras contemplaba al sirviente y el sirviente contemplaba la pared, tuvo muy claro qué era necesario y qué no.

—Deshazte de tu cama y pon otra estantería en su lugar. Hasta el techo.

El elfo del cabello blanco frunció el ceño. Agachó la cabeza y volvió la vista hacia los divanes, como valorando cuán cómodos serían. A Maldathar se le escapó una sonrisa.

—La mía es lo bastante grande para los dos.

Los ojos violetas se dirigieron hacia él con calma. Que un señor autorizase, más bien ordenase a su sirviente que durmiera con él era un disparate. Y más aún tratándose de Maldathar, que siempre se había esforzado por mantener una fría distancia entre ellos a pesar de todo lo que les unía como transparentes y ocultos hilos de araña. Pero Ammon no parecía escandalizado. Ni siquiera sorprendido.

Ammon jamás parecía sorprenderse por nada. Asintió lentamente con la cabeza.

—Si tú lo crees apropiado… como desees.

—Lo creo apropiado. ¿Vas a discutirme? —le retó el joven, alzando la barbilla con aires de grandeza.

—No. Claro que no. No en esto.

El sirviente esbozó una de sus sonrisas tranquilas, nostálgicas. Después se dirigió hacia la mesa y apoyó una mano al lado del brazo de Maldathar, inclinándose sobre su hombro para contemplar el pergamino que el joven estaba estudiando. Un mechón de cabello níveo se desprendió sobre las runas y los sigilos escritos con tinta.

Años más tarde, Maldathar podría recordar los grabados del pergamino que rodeaban aquel mechón de pelo sedoso. El brillo del anillo en la mano del sirviente, la fragancia que emanaba su cuerpo y su pelo. Recordaría también su propia voz, más joven, quizá engreída a causa del exceso de dignidad con la que se recubría cada vez que iba a tratar con el sirviente.

—Respóndeme la verdad, Ammon. ¿Crees que soy demasiado mayor ya para los cuentos?

Ammon suspiró, después emitió un “hum” pensativo y se inclinó un poco más sobre su hombro.

—¿Por qué me preguntas eso, mi señor?

—Porque hace años que no me cuentas ninguno.

Lo dijo acompañando sus palabras de una mirada fría, casi acusadora. El sirviente apartó la vista, dirigiéndola hacia el pergamino.

—La infancia es el único momento en que uno es verdaderamente sabio, Maldathar —explicó Ammon, recorriendo con la mirada las runas del papiro, distraídamente—. Cuando aún somos niños, vemos el mundo como algo fascinante y mágico en cada aspecto. El asombro y la curiosidad nos permiten reconocer la verdad de que todo es posible.

—¿Qué tiene que ver eso?

—Es en ese estado de sabiduría primigenia cuando podemos adquirir los arcanos más secretos y místicos, los que sólo se comprenden con una mente abierta, sin estructuras, sin acotaciones. Los cuentos son un instrumento para ello.

—Entiendo lo que quieres decir, y te equivocas.

Ammon esbozó una media sonrisa y volvió a mirarle de reojo. Maldathar se ladeó en la silla. Le clavó su mirada plateada, destellante de fría soberbia.

—Soy todo oídos.

—Aún puedo comprender esos misterios. No es tarde para mí.

—¿Cómo estás tan seguro?

Maldathar apartó la silla y se levantó casi con brusquedad. Se acercó a uno de los estantes y pasó el dedo sobre los lomos de cuero envejecido.

—La infancia termina cuando el niño comprende que los cuentos son mentiras. Cuando entiende que hablan de cosas que no son reales. Porque los cuentos que les narran los adultos son estúpidos y falsos, están distorsionados; la realidad choca abruptamente con esas historias en las que la crueldad o la malicia se convierten en un condimento para asustar o para moralizar. —Maldathar extrajo uno de los libros y lo llevó hasta la mesa, abriéndolo. La hoja estaba en blanco, y vertió sobre ella una gota de espesa tinta negra—. Si te portas bien, las cosas te saldrán bien, dicen esos cuentos. Si eres bueno, sigues las leyes y cumples las normas, te irá bien. El mal es castigado.

El joven se quedó en silencio. La mancha de tinta se extendía, lenta, informe, sobre la hoja blanca. Los ojos de Ammon parecían negros en aquel momento, pues estaba muy lejos del resplandor de las velas.

—¿Qué mas?—preguntó. Y su voz era incitante, casi brusca.

—La infancia termina cuando, después de haber adiestrado al niño para creer que el bien y el mal existen, que el bien es recompensado y el mal es castigado, el niño se da cuenta de que eso no es verdad —declaró Maldathar—. Ese es el final. Esa es la ruptura.

—¿Y para ti no es así?

—No. Para mi no es así, y tú lo sabes mejor que nadie. Porque en los cuentos que a mí me has contado no hay mentiras. Los cuentos que a mí me has contado son iguales que la vida que vivimos, y por eso creo en ellos, y por eso los puedo comprender con algo más que con la razón.

—¿Todavía eres lo suficiente niño, entonces?

Ammon extendió una mano y la pasó por encima de la hoja, destellando un resplandor oscuro entre sus dedos. La tinta comenzó a moverse como con vida propia, abriéndose en diminutos hilos que comenzaron a enredarse para trazar un dibujo.

—Aún no es tarde—respondió Maldathar.

El sirviente asintió con la cabeza. Sobre la hoja del pergamino se había formado la imagen de un cuervo, un cuervo hecho de tinta oscura, con los ojos profundos y sabios.

—¿Cuánto tiempo hace que no te cuento un cuento?

Las velas crepitaban. El cuervo de tinta echó a volar, y los hilos oscuros se desenredaron para volver a enredarse, formando la imagen de una torre y un bosque espeso a sus pies. La Luna era un círculo blanco en un cielo negro de tinta.

—Desde que desapareciste—respondió Maldathar. Y era un reproche. Su voz y su mirada así lo revelaban—. Varios años. Qué mas da.

—Bien—asintió el sirviente. Luego cogió el libro de la mesa y se dirigió hacia su sillón. Tomó asiento, recogiéndose las mangas, y dejó el volumen apoyado en su brazo flexionado. Llevaba la toga negra y dorada, el cabello suelto, ocultándole los lados del rostro y velando en ocasiones su semblante—. ¿Estás seguro entonces de que ni la edad ni tus nuevas enseñanzas te están contaminando con ceguera?

Maldathar respondió con una sonrisa maliciosa. Sopló las velas y se dirigió hacia su cama. Se tendió, de lado, como si fuera un diván, y aguardó con indolencia a que la voz del sirviente iniciara su hipnótico hechizo. Y cuando lo hizo, cuando sus palabras comenzaron a vibrar en la estancia abriendo de nuevo la puerta al mundo al que él se sentía pertenecer, Maldathar no reprimió un suspiro de alivio. Cerró con suavidad los párpados, dejándose mecer por el conjuro.

—En muchas historias has visto a los cuervos. Aparecen en los cuentos, en toda leyenda o relato que se precie debe haber al menos uno… o en su defecto, una serpiente. Pero nunca te he contado su propio cuento.

»Hace mucho, mucho tiempo, el Cuervo vivía en el mundo de los espíritus, allí en la Sombra. El Cuervo era un viajero de los planos, y cuando se sentía aburrido —cosa que sucedía con frecuencia—, extendía sus alas y se marchaba a visitar otros lugares. Ocurrió que en una de estas ocasiones, el Cuervo descendió a nuestro mundo. Aquí encontró una gran concha, cerrada cerca de la playa. Curioso, el Cuervo se acercó a la concha y se asomó por la abertura, y allí dentro encontró que estaban recluidos los elfos.

—¿Qué hacéis aquí?—les preguntó.

—Vete, déjanos—respondieron ellos—. El Pozo es muy brillante, estamos asustados. El mundo ahí afuera es terrible. Hay tormentas y hay oscuridad.

El Cuervo encontró muy divertidas a esas criaturas que se escondían dentro de la concha marina. Y en vez de insistirles, se quedó cerca de la oquedad. Cada noche, les traía algo del exterior: ora una rama, ora una piedra brillante, plumas de aves, hojas verdes, pardas, púrpuras. Día tras día, los elfos que vivían dentro de la concha iban volviéndose más curiosos y su refugio les iba pareciendo menos agradable. Finalmente, se reunieron y conversaron, y decidieron salir afuera…

La historia continuó, y cuando Maldathar se durmió, aún no había llegado a su fin.

Años después, Maldathar recordaría la historia del Cuervo con todo detalle, a pesar de haberse dormido mientras Ammon se la contaba. Y también recordaría lo que había soñado aquella noche.

Él y el sirviente caminaban por un bosque de árboles sin hojas, espinos y ramas retorcidas. El sirviente llevaba un cuervo en el hombro. Caminando, llegaron a un río torrencial, de aguas embarradas y oscuras. Maldathar lo cruzó, pero Ammon se quedó al otro lado. Y cuando se dio la vuelta para animarle a seguir adelante, ya no estaba allí. La sensación de soledad le produjo una tristeza tan angustiosa que quiso arrojarse al río, pero al ver su reflejo en el agua negra, vio que el cuervo estaba sobre su propio hombro y que sus ojos se habían vuelto de color violeta. Resplandecían tanto que casi cegaban.

Y en el sueño, él sonreía.

. . .

1 comentario: