jueves, 27 de enero de 2011

La fuerza de Valerie

Todas las libranzas estaban completas. El mayordomo se había marchado y había dejado las velas encendidas para que Lady Glenford pudiera seguir trabajando. En la soledad del despacho, en la soledad de la mansión, Valerie Glenford leyó los legajos uno a uno y colocó el sello. Cerró los lacres, redactó las órdenes con letra fina y estilizada y después revisó el gran escritorio de madera. Un suspiro de alivio se escapó entre sus labios rojos como fresas al ver que no quedaba nada. Se recostó en la silla de madera labrada, con el cabello derramándose sobre sus hombros blancos, e hizo un gesto de desagrado, intentando tomar aire y llenarse los pulmones. El corsé le apretaba.

Todo le apretaba. Como sogas en el cuello y en los brazos, todo eran cuerdas. La ahogaban, y además tenía que tirar de ellas, porque eran las riendas de su vida las que se le enredaban, las que la oprimían. 

Valerie Glenford era la esposa de Lord Glenford, un caballero amable y anciano que dirigía los envíos de suministros desde Kul Tiras hasta los puertos de Menethil y Ventormenta. Era la hija de un gran comerciante que había muerto, dejando su emporio y responsabilidades sobre los hombros de su única heredera. Era la dueña de cincuenta hectáreas de tierras de cultivo, de seis barcos mercantes, de cuatro textilerías y dos grandes almacenes de grano. Era la madre de un niño pequeño y obediente, Samuel, de tres años, y la voz a la que obedecían más de treinta personas.

Valerie Glenford tenía la fama de una mujer fuerte, con carácter. Pocos o nadie se oponían a ella. Llevaba sus negocios y su casa con energía, su matrimonio y hasta sus compromisos sociales. La fuerza de Valerie Glenford, su dignidad y leve altivez, la convertían en una líder. Sus órdenes eran obedecidas. Sus peticiones, contentadas por su esposo. Su amable y dulce esposo, que era amable y dulce hasta la blandura, a pesar de que lo amaba tiernamente. Valerie Glenford era una mujer independiente, dueña de sí. Tan independiente y dueña de sí, que a veces le desesperaba toda aquella responsabilidad, toda aquella autoridad, su distanciamiento autoimpuesto, la imposibilidad de sentirse frágil, contradicha, desafiada. La imposibilidad de sentirse a merced de algo más fuerte que su férreo control sobre las circunstancias.

"Algo que me sobrepase"

Ser una mujer y no una roca. Ser un ser humano y no un baluarte. Sonrió a medias y sopló una de las velas con un gesto suave, removiéndose en el sillón. El despacho estaba forrado de muebles de madera de caoba, oscuros y elegantes. Su vestido era color caramelo y crema, con encaje de Theramore. Llevaba anillos de oro y rubíes en los dedos largos. Y el maldito corsé la estaba matando, pero aun así, lo llevaba con elegancia y sin queja.

Algo que le sobrepasara, eso es lo que había buscado. Y buscando eso, había llegado al lugar que ahora ocupaba sus pensamientos, donde las sombras la arropaban, donde las cadenas tintineaban y el dolor destellaba con sabor a liberación, el abandono se presentaba teñido con los colores y los aromas del consuelo. Tembló, con un estremecimiento de anticipación, y se puso en pie, casi tirando la silla, con la decisión tomada.

Al abrir la puerta, la criada que esperaba tras el batiente la miró e hizo una leve reverencia.

- Camille, voy a salir. Tráeme la capa - ordenó.

Y como siempre, fue obedecida.

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En la oscuridad, aguarda. El cirio está apagado en la hornacina, las paredes de piedra son sombras más allá de la sombra, negrura profunda que todo lo engulle. No hace frío; en este lugar la temperatura siempre es perfecta, y la humedad apenas se nota, pero aun así, tiene toda la piel erizada a causa de la expectación. 

Está de rodillas sobre las losas, con los brazos en alto, las muñecas ceñidas por los grilletes. El cabello negro, suelto, le cosquillea en las caderas, y sus ojos permanecen fijos en la puerta, en ese rectángulo de brea hundida en la sombra. Aguarda, con el corazón latiendo como un timbal bajo la piel. Ella misma ha cerrado las esposas en sus manos, ella se ha despojado de sus vestiduras y las ha embutido en el arcón del rincón. Ella misma apagó la vela.

A partir de ahora, nada es decisión suya. Ni siquiera puede decidir el momento en que las bisagras van a girar y una luz sucia va a irrumpir en la estancia por un instante. Cuando al fin sucede, se lame los labios y contiene un respingo, un mordisco en las entrañas, de hambre y de anhelo. Sus ojos negros se clavan en la figura embozada que cruza la entrada de la celda, bañada por un resplandor equívoco y ocre, y una lengua de trepidante emoción se escurre por su espalda.

La puerta se cierra a la espalda del verdugo, que lleva una palmatoria en la mano. Reconoce su silueta alta y musculosa, los mechones de cabello pálido que se escapan de la caperuza que le cubre el rostro, el contorno de las formas viriles contenidas tras las prendas de cuero oscuro, cubiertas por franjas de pintura negra. La mirada arrolladora que la asalta desde el fondo del embozo. Una mirada de depredador.

Valerie suspira, exhala el aire trémulo entre los dientes, agazapándose en su desnudez y pegándose a la pared de manera instintiva. El Oso nunca tiene prisa. Su capa arrastra sobre las losas de piedra cuando camina, silencioso y contenido, con el andar selvático que le caracteriza. El halo de la palmatoria convierte la oscuridad en penumbra y dibuja los contornos de los instrumentos que aguardan sobre las mesas, colgados en las paredes y en las estanterías. Y su verdugo deja la luz titilante en un rincón, se despoja de la capa y se echa un poco hacia atrás la caperuza. La cabellera de oro pálido se derrama sobre sus hombros, ante su rostro pintado de negro, donde los ojos azules, verdes, quizá grises, destellan con una frialdad cortante.

- Ven aquí de una vez y haz tu trabajo, desgraciado, hijo de mala madre - susurra Valerie desde el rincón, con voz venenosa.
- Cállate.

Es una orden tranquila, impasible. La voz del Oso le agita por dentro, le trae recuerdos asociados a ese timbre, a ese matiz grave y penetrante. El Coyote le gusta, con su salvaje fiereza, pero el Oso siempre ha sido su preferido. Se entienden bien, ella y él; le agrada su impulso primitivo y su violencia esencial, sin envolturas, le gusta su maliciosidad y su vanidad. Y ella sabe que a él le agrada su desafío y su sumisión, quebrar su fortaleza y hacerla suya hasta que eso es todo cuanto la define.

- Si no estás preparado, date la vuelta y lárgate - insiste Valerie, mientras él busca algo en la estantería del rincón, para luego acercarse en un par de zancadas - No he venido hasta aquí para que te lo tomes con cal...mpf.

No muestra la menor delicadeza cuando le pone la mordaza. La aprieta hasta hacer que le duela la mandíbula, y ella le mira con una leve inquietud. Pero el Oso sonríe y sus dientes destellan en la habitación en penumbra. Una sonrisa ávida y traicionera.

- Hoy no vas a necesitar palabras - le dice con suavidad - Quizá te la quite para que grites mejor, cuando empieces a hacerlo.

Valerie alza la mirada, repentinamente empañada. Intenta evitar el temblor, pero es imposible. Sus brazos se agitan, trémulos, y hacen tintinear las cadenas. Hacer esto sin palabras, sin La Palabra, siempre le provoca un escalofrío de miedo y excitación, no sabe donde empieza uno y acaba el otro, pero ella quiere algo que la supere. Algo que la supere hasta dejarla exhausta. Y al verla temblar, él, que está aún muy cerca, tan cerca, de pie frente a su cuerpo desnudo y arrodillado, inclinado sobre ella, aprieta los dientes y sus ojos arden.

Los dedos se cierran en su pelo. La obliga a levantarse con el tirón de los cabellos, la estrella contra el muro con una fuerza que le roba el aliento por un instante, y el rostro del elfo al que llaman el Oso se pega al suyo, aspira su olor. Valerie puede notar su aliento en las mejillas. Está olfateando su pelo, la curva de su cuello. El Oso tiene hambre, y ella está desesperada por ser su alimento.

Y la devora. Valerie intenta aguantar el grito, que finalmente rompe en su garganta. La ha atrapado entre sus brazos poderosos, que tiemblan con fuerza contenida, y el cruel muro de piedra. Ha cerrado las mandíbulas en su hombro, los dientes se hunden, profundos, desgarrando la piel y la carne. La sangre mana, el dolor punzante la atenaza, el estremecimiento le recorre los nervios, que se disparan con las percepciones contrapuestas. La excitación se desliza entre sus piernas como fuego líquido. Forcejea y se debate, pero es inútil. La ha apresado con férrea determinación, es un cepo de músculos tensos que palpitan y laten, una masa de carne vigorosa que resuella y gruñe como un animal satisfecho mientras engulle la sangre que mana de la herida.

Algo que la supere. Está en sus manos y no tiene ningún control. Está en sus manos y no tiene ninguna autoridad. El Oso hará lo que quiera, y ella no podrá evitarlo de ninguna manera, porque ni siquiera le ha dado La Palabra. Cuando él levanta el rostro y abandona la cruel fuente de la que se alimenta, la sangre roja mancha las mejillas y el rostro de su Verdugo, que se relame y la aprieta más entre sus brazos. Valerie apenas puede respirar, sus pulmones empujan el aliento descontrolado, tiembla con violencia cuando se encuentra con su mirada. La caliente anatomía del Oso la oprime como si quisiera romperle los huesos, sus brazos son nudos que atesoran un latido que brama como una fuerza de la naturaleza. Intenta patearle, pero le tiemblan las piernas, que se han convertido en masa de pan con demasiada agua. No podría sostenerse en pie si no la tuviera atrapada. Y él la mira a los ojos, con la barbilla algo alzada, con una pátina de excitación empañando los iris grises, verdes, azules quizá. Una mirada dominante y severa, engreída, que se desliza como un cuchillo hasta desollarla y penetrarla, posesiva y en un punto cruel.

Cuando vuelve a morderla, el aliento descontrolado le raspa la garganta. Resuella y gime a través de la mordaza, su piel se perla de sudor, es una gacela de mirada perdida, rendida ante la superioridad de su depredador. El dolor se abre paso como una luz blanca, el goce se extiende como aceite balsámico en sus venas, las sensaciones empapan su propia sangre, nublan su razón. Se le escurre la saliva, empapando la mordaza, empapándola sus quejidos apenas exhalados y el aliento perfumado y caliente.

El Oso no está usando nada, no ha tocado ningún instrumento. La está destrozando sólo con su cuerpo, consumiéndola con sus manos, que se cierran en la carne, la retuercen, la pellizcan, la arañan, consumiéndola con su boca que desgarra y abre las lesiones poco profundas pero lo suficiente para hacerla sangrar, lo bastante para amoratar su piel cremosa, lo bastante para hacerla padecer y deleitarse ambos en ello.

Valerie se ha abandonado. Su resistencia no dura demasiado en días como éste, en los que está deseando rendirse. Él termina de embriagarse con su carne abierta, se aparta de la segunda herida que le ha abierto en el otro hombro, lame la sangre que se escurre y cuando la mira, ambos están jadeando. Ella tiene los ojos empañados de lágrimas, los muslos empapados de calor húmedo, la piel perlada de sudor.

Los dedos del Oso le arrancan la mordaza de un tirón. Su voz es un susurro áspero y rasposo, seductor.

- Infierno - le dice al oído - Infierno es la palabra.

Ella toma aire con fuerza. Algo que la supere. Él le abre las piernas con un rodillazo nada amable, ella forcejea y aprieta los dientes. Cuando Valerie intenta morderle, el Oso le tira de los cabellos y le dirige una mirada amenazadora. 

- Quieta, leona.

De los labios de Valerie surgen palabras atropelladas, desesperadas, crueles, acusadoras. Entre los jadeos, le insulta, le culpa, le condena, le suplica, le escupe, pero en su mente retiene esas tres sílabas que no pronuncia. Infierno.

Las cadenas se tensan cuando él le tira de las caderas, atrayéndola hacia sí, alejándola de la pared. Valerie grita, los tendones de sus brazos se distienden y de nuevo la asalta el dolor. Él sabe que ella tendrá que enlazarle la cintura con las piernas para buscar sujección y no romperse si sigue tirando, y es lo que ella hace. Cómo le admira. Realmente, el Oso es su preferido. Y él esboza esa sonrisa insolente, abriéndose los pantalones con una mano mientras la sujeta con la otra, habiéndose salido con la suya, como siempre. Porque a eso vienen a este lugar.

- Quiero oírte gritar - la voz insidiosa del elfo, grave e hipnótica, escurriéndose en sus oídos, susurrando, cuando se acerca a su mejilla y le habla al oído, como si compartieran un secreto. La tiene sujeta de los muslos.

- No voy a gritar - la respuesta de Valerie, desafiante, provocadora.

Y sin embargo, grita. Grita cuando la carne ardiente, palpitante y dura se abre paso entre sus piernas en una invasión brusca y salvaje. La empuja con una embestida brutal, estrellándola de nuevo contra la pared, haciendo que se golpee la nuca y la espalda con la piedra. Y aunque por dentro está hambrienta, aunque sus pliegues están empapados de savia templada, le duele como si la partieran por la mitad. Grita, deshecha en lágrimas, en la amalgama indefinible en la que el dolor despierta la excitación y la excitación consuela el dolor, tiembla y grita, ahogándose en el aliento que no puede regular, con la sangre golpeando enloquecida en las venas, con la piel erizada, con los pechos erguidos manchados con la sangre de sus hombros. El Oso la ha acorralado y ataca entre sus piernas sin darle tiempo a recuperarse de la primera arremetida. Empuja, presiona, se abre paso más hondo de lo que Valerie puede soportar, arremete contra ella en una conquista certera y segura, con el galope descontrolado de los ejércitos, de las manadas, de las tormentas. Ella gime y se estremece, dolorida, extasiada. Él resuella y la aprieta entre los dedos, entre los brazos, dominante, poderoso, arrollador. Gruñe sobre su oído, la muerde de nuevo.

No puede contenerlo. Porque no tiene el control, y no quiere poseerlo, por eso ni siquiera se molesta en detener la ola que se levanta con cada roce, con cada impulso en su interior que precipita sus latidos, que hacen distenderse su carne rezumante como una flor henchida en una explosiva primavera. El tacto de su piel, las uñas que la hieren, los dientes devorándola, el olor del depredador, sus resuellos primitivos y el brillo perdido en sus ojos cuando la mira de nuevo, el dolor y el placer, todo es excitante y tira de ella como la soga de la horca.

No puede agarrarle porque está encadenada, pero le estrecha con las piernas, hunde los talones en sus riñones y se agita cuando la primera marea rompe en su interior. Está gritando otra vez, y esta vez es un grito extasiado y enloquecido, cuando su visión se empaña y se rompe en un crisol difuso. La catarsis le acecha en cada envite del oleaje afilado e intenso, vestida de goce y transgresión, de dolor hermoso que chispea en la lengua cuando la sangre se derrama y escuece y despierta los sentidos. La fragmenta una y otra vez, y el Verdugo la arrolla por completo desde dentro y desde fuera, quizá consciente de que ella ya está precipitándose hacia arriba y pronto volará.

Y cuando estalla, muerde los dedos que la amordazan. Las lágrimas se derraman por sus mejillas, la savia mana entre sus piernas mezclada con sangre, palpita y se estremece, poseída por el ardor de la liberación y sometida a la fuerza del clímax descontrolado. Las cadenas tintinean. Sus percepciones se distienden.

Se siente entonces enorme y entera, libre y en brazos de una corriente poderosa que la arrastra, en la que no tiene que nadar y a la que no tiene sentido oponerse. Se siente entonces expandirse como una nube barrida por el viento, deshacerse y al tiempo ocuparlo todo. Y sólo cuando presiente, en esta cabalgada hacia la eternidad, un desmayo cercano, una vez superadas las fronteras y los puentes del orgasmo que parece no acabar, muerde los dedos que la amordazan e intenta balbucear.

- In...fierno, ¡infierno!

No es necesario repetirlo. La tormenta se detiene, con el sonido intenso de una respiración agitada, con las manos apoyadas en la pared, tras soltarla con una suavidad inusitada. Valerie se queda colgando de las cadenas.

En medio del preludio a la inconsciencia, mientras le zumban los oídos y su piel parece a punto de desprenderse, apenas vislumbra entre las pestañas, cuando consigue entreabrir los ojos, la figura del Verdugo moverse alrededor de ella. Sabe que está aseándola y curándole las heridas inflingidas.

Luego le besa la frente, y es lo último que Valerie percibe, antes de que la puerta se abra y el Oso desaparezca. Entonces, cuando se cierra de nuevo el batiente de metal, ella cae sobre el suelo y se apoya en la pared, satisfecha y plena, dejando que la noche se la lleve por un rato, en la paz y el sosiego que sólo puede encontrar entre estas paredes. 

Aquí, donde puede ser simplemente Valerie.

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