sábado, 15 de septiembre de 2012

Leyendas de Sangre XVI: El Ciclo del Sol, III — El destino sellado


Maldathar nunca recordó cómo llegaron a la torre, ni tampoco quién le metió en la cama y le quitó el disfraz. Al encontrarlo al día siguiente colgado de una estantería y bien cepillado, supuso que había sido el sirviente.

Durmió la resaca hasta bien entrada la tarde y después estuvo deambulando durante horas por el bosque, cerca del Claro Ámbar, haciéndose preguntas. Trató de recordar los sucesos del día anterior, limpiarlos de la bruma de confusión que se les adhería y ordenarlos correctamente. No tuvo mucho éxito en su empresa. Finalmente, se sentó en una raíz y estuvo pensando en Ilsa, en Tyalanor y en el beso robado. Evitó pensar en el Cuervo.

Ilsa, Tyalanor, el beso robado. Era un poco extraño. A Ilsa no le había importado que el hijo del arpista le besara, de hecho le había resultado muy divertido. En la Torre había matrimonios que convivían felizmente aun sabiendo que el esposo tenía un amante varón y ella otra amante doncella. Aquellas cosas eran habituales en entornos como la Aguja Estrella del Alba. Quizá a Ilsa no le importaría si ellos dos se besaban más veces, ¿o sólo le había resultado gracioso porque lo tomó por una broma de borrachos?

Maldathar nunca antes había besado a otro varón, y en realidad, estrictamente no lo había hecho. Se preguntó como sería besar a Tyalanor, corresponder a sus labios, hundir los dedos en su cabello y abrazarle en la penumbra del cobertizo abandonado, allí donde siempre le encontraba tan hermoso. Imaginar aquellas cosas no le incomodó. De hecho, despertó un pellizco de deseo en él. Sin embargo no estaba muy seguro de cómo se procedía con esos asuntos entre dos varones y, casi sin darse cuenta, las escenas de su fantasía cambiaron. Tyalanor desapareció y fue sustituido por otro. Al reconocer a ese otro, Maldathar se estremeció y se reprendió, como si fuera un sacrílego.

“Ya basta”, se ordenó. “Eso no es apropiado. Y sin embargo… si quiero estar con Tyalanor así, no puedo ir a ciegas.”

Empezó a hacer planes, los sacrilegios cada vez le resultaron menos terribles y cuando ya estaba terminando de forjar un plan maestro, un latigazo de resaca le obligó a dejar de pensar. Se sintió un idiota y dedicó otros largos minutos a autocompadecerse. Después, regresó a la torre, con una decisión tomada, una duda por resolver y un latido tembloroso y grave, casi solemne, golpeándole en el pecho.

. . .



Las luces ya comenzaban a encenderse en la Aguja, pues el sol se había puesto. Las agitadas fiestas del Solsticio se tomaban un día de descanso hoy. Era la jornada dedicada a las celebraciones religiosas, la oración y la comunión con Belore. Maldathar, que nunca había sido muy practicante, se había saltado todos los ritos, pero Ammon no.

Le encontró en el Templo, arrodillado. Nunca le había visto rezar. Allí, bajo las luces doradas de los cirios, apretaba los dedos con fuerza entre sí ante de una hornacina en la que deslumbraba un Sol dorado con una llama ardiendo en el interior del cristal tallado que le daba forma. El sirviente llevaba puesta la toga de terciopelo negro con bordados dorados que era la favorita de Maldathar. Tenía la frente apoyada sobre los nudillos, el ceño fruncido y los ojos cerrados, y murmuraba una oración apenas moviendo los labios. Los largos cabellos blancos le cubrían el rostro; en ellos se veían resplandecer los abalorios. A pesar de la fervorosa posición en la que se encontraba, su figura era elegante y parecía tranquila; sólo el ceño dejaba entrever alguna clase de preocupación.

Al principio se quedó en la puerta, mirándole. No quería interrumpirle. La estancia estaba en penumbra, tenuemente iluminada por las velas y el brillo de los símbolos solares tallados en oro y cobre que se disponían en pequeños altares y hornacinas, aquí y allá. En lo alto de la cúpula había un tragaluz por el que, cuando era de día, la luz del Astro Rey penetraba a raudales, convirtiendo la sala circular en una especie de morada celestial, resplandeciente, áurea, brumosa y mística. Pero ahora, en la noche temprana, el ambiente era más oscuro y recogido.

Al cabo de unos minutos, después de haberle observado a escondidas sin cansarse, el mago entró en el templo. Se quitó la capa y la dejó en el reclinatorio. Luego se arrodilló a su lado. Unió las manos y miró hacia el frente. Ammon no abrió los ojos, pero el joven mago sabía que era consciente de su presencia. Estuvieron en silencio durante un rato. Solamente se escuchaba el chisporroteo de las velas. Finalmente, Maldathar habló en voz muy baja, apenas un susurro.

—Anoche estuve en la Aldea Estrella del Norte, Maestro. —“¿Es la primera vez que le llamo maestro?”. No lo recordaba. —Me escapé con Ilsa y con Tyalanor.

Ammon no dijo nada. Abrió los párpados, y eso fue todo.

Maldathar continuó.

—Vi a un elfo disfrazado de cuervo. Tenía los ojos violetas, como los tuyos. Su piel bajo la máscara estaba pintada de negro. Se parecía a ti, pero al mismo tiempo, no se parecía en nada. —Hizo una pausa y aguardó. Ammon no pronunció palabra. —¿Eras tú, maestro? Te ordeno que me respondas la verdad.

El sirviente se tomó su tiempo para contestar. Luego habló, con voz queda y grave.

—Ayer por la noche dormí. No pude esperarte despierto, pero desperté cuando llegaste.

Maldathar entrecerró los ojos. No estaba seguro de si eso era o no una respuesta.

—El Cuervo me dijo cosas que …

—No confíes en los cuervos—le interrumpió entonces el sirviente, volviendo el rostro hacia él con un ademán repentino y atropellado. Ammon no solía hablar con tanta rudeza, y el joven mago se encogió un poco, sorprendido. Pero rápidamente alzó la barbilla. Y el sirviente, rápidamente, moderó su tono. —No confíes en los cuervos, mi señor. No en sus palabras. No para ciertas cosas.

—¿Y para qué debo confiar entonces?

—Para aquello que su instinto les dicta.

—¿Y en ti? ¿Puedo confiar?

Maldathar mantuvo la mirada fija, insistente, sobre él. Ammon fue desenlazando los dedos uno a uno, sumido en una profunda reflexión que le hizo nacer otra arruga en el entrecejo. Después, apoyó ambas manos en el reclinatorio y asintió con la cabeza. Solemnemente.

—Puedes.

—Bien.

Se quedaron de nuevo en silencio. La llama que bailaba en el interior del Sol de cristal era un diminuto punto rojo que giraba en espiral, dejando una estela. La espiral se volvía cada vez más amplia hasta que había un estallido y después, la mota volvía a crearse en el centro de la joya.

—Tyalanor me besó anoche, en la fiesta—prosiguió Maldathar. Se sentía torpe y la lengua se le pegaba al paladar. —Nunca me había besado ningún varón. Me llevaste a conocer a las hembras, ¿por qué no a los varones? ¿Por qué no me has enseñado también eso?

—Ese interés no está presente en todos los de nuestra especie—respondió el maestro al cabo de unos segundos. Era su voz de siempre, suave, hipnótica. —Cuando despierta lo hace de forma natural. No me pareció apropiado iniciarte en ello. Pero ahora, si lo deseas, puedo llevarte a lugares donde puedes estar con varones. Allí podrás aprender cómo…

—No. —Le interrumpió, cortante y severo. Ammon volvió hacia él los ojos violetas. El joven mago tragó saliva antes de hablar, tratando de sortear el nudo que se le había cerrado en la garganta. —No es eso lo que deseo.

En el silencio que siguió bullían palabras calladas, impronunciables. Asomaban sin llegar a formarse, disolviéndose en la nada y llenándola con sus significados sin enunciar. Las llamas de las velas se reflejaban en los ojos del maestro, del sirviente, que parecían esferas de amatista con fuegos fatuos en su interior. Se reflejaban en los abalorios del cabello de Maldathar y teñían la piel de sus rostros con un suave toque de ámbar.

—¿Qué es lo que desea entonces mi señor?—preguntó Ammon. Su voz era terciopelo suave, casi inaudible.

Maldathar no respondió. Apartó la mirada y se puso de pie, recogiéndose las largas mangas de la toga. No volvió a mirarle. Mientras se iba, dejó flotando tras de sí una última frase.

—Te esperaré en la cama.

Después cruzó dignamente la puerta y desapareció en los pasillos, caminando como si fuera un príncipe.

. . .


Ammon se quedó solo. Sus ojos permanecieron fijos en el arco de acceso al templo durante minutos enteros y cuando fue capaz de arrancarlos de allí, un suspiro rasgado le cruzó la garganta.

Miró a su alrededor, buscando desesperadamente materiales. Sus pupilas se detuvieron en el reclinatorio. Maldathar había olvidado la capa.

Metió las manos en los bolsillos de la prenda en pos de algo que pudiera servir, pero no halló nada. Después se acercó la tela a los ojos, examinándola palmo a palmo hasta que encontró una hebra de cabello negro y largo. Lo tomó entre los dedos y lo separó de las fibras. Eso tendría que bastar.

Sacó la daga de debajo de un pliegue de la toga y cortó un jirón de tela. Lo dispuso cuidadosamente sobre el reclinatorio, bien estirado, y colocó el cabello sobre él. Después tomó una vela. Sus movimientos eran rápidos y seguros.

Hizo un corte preciso sobre su mano y derramó la cera y la sangre sobre el jirón de tela, enterrando el cabello bajo las gotas blancuzcas, lechosas, y las rojas y oscuras. Su voz fue como un murmullo que no despertó ecos en la sala. 

Los ojos le brillaban con decisión.

De Sangre, Fuego y Sombra es la cadena... que a servir en este mundo me condena.

Las llamas de las velas vacilaron. Un soplo oscuro, espeso, penetró en la sala.

De Sangre, Fuego y Sombra los grilletes… que a sus deseos mi voluntad someten.

La sangre y la cera se mezclaron, amalgamándose sobre la tela y el cabello de Maldathar como movidas por un dedo invisible. Comenzaron a burbujear, aunque ninguna fuente de calor las alcanzaba.

—No haya fuerza en este ni otros mundos … capaz de deshacer este conjuro.

Algunas velas se apagaron en las hornacinas contiguas. La llama del cirio que Ammon sostenía entre los dedos prendió en un tono azulado, sus ojos resplandecían a intervalos, como si en el interior estuviera teniendo lugar una tormenta eléctrica y convulsa. Se mantuvo firme.

—No haya amenaza, súplica o lamento capaz de romper este juramento.

Un hilo de humo negro, espeso, como tinta, surgió del cabello de Maldathar cuando éste se deshizo. Comenzó a enroscarse y a serpentear como una víbora, alzándose frente al rostro del hechicero.

—Sangre, Fuego y Sombra, como yo obedezco, obedeced.

La sangre y la cera hervían sobre la banda de tela. El hilo de tinta se quedó suspendido, recto, inmóvil.

—Doy a su nombre sobre mí todo el poder. 

La cera se solidificó. 

Maldathar.

El jirón de sombra se enroscó violentamente en torno al pedazo de tejido, tembló, convulsionó, se deshizo y después se hundió sobre la plancha de cera y sangre, grabando aquel nombre en un lenguaje que pocos podían comprender.

Las velas volvieron a arder en calma. Apretando los dientes, Ammon se remangó un brazo apresuradamente, tomó el fragmento de tela y se lo anudó por encima del codo, tirando de un extremo con los dientes y del otro con la otra mano. El relampagueo de sus ojos se intensificó y después se detuvo por completo.

Solo entonces suspiró aliviado.

Se tomó unos instantes para rezar una última oración y después se levantó, muy lentamente. Se estiró la toga y se dirigió a la salida del templo. Justo antes de cruzar la puerta, un cuervo graznó y entró revoloteando por el tragaluz. Se le posó en el hombro, furioso, con el pico abierto.

Ammon le miró con infinito desdén. Después alzó una mano y atrapó al ave por el cuello. El cuervo agitó las alas, abrió el pico, trató de arañarle con las patas.

—Hoy no. Ni lo sueñes. —Espetó el maestro, en un tono amenazador. —No te lo permitiré.

Una llamarada de fuego prendió sobre las plumas del cuervo, que graznó con desesperación y alzó el vuelo como un cometa hacia el tragaluz.

Ammon salió del templo y cerró la puerta tras él, con un sonoro portazo.


. . .


Todo vuelve y todo regresa. La vida está compuesta de ciclos. La misma vida forma parte de un ciclo más amplio que comparte con la muerte.

Todo vuelve y todo regresa. Todo gira, como los planetas, todo se despliega en una espiral de eterno retorno que se desenrosca igual que el universo y las galaxias.

Sólo a veces, un suceso fortuito, tan casual como un estallido o el caer de una gota en el mar, puede cambiarlo todo.

Y entonces nos preguntamos: ¿Es eso lo que llaman destino?


. . .

©Hendelie

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