La primavera eterna en el sur era más templada que en el
norte. En Lunargenta, la capital, así como en las aldeas de los alrededores y
en la Isla Sagrada de Quel’danas la lluvia era poco frecuente y las
temperaturas más suaves. Pero en los bosques más meridionales los días eran
cálidos y húmedos y al atardecer no era infrecuente una tormenta suave o un
chubasco fino y veraniego. Aquella madrugada, cuando Maldathar abandonó las
habitaciones de Ilsa Estrella del Alba, las gotas de lluvia repiqueteaban en los
vidrios de los ventanales. Mientras caminaba, rápido y silencioso por los
corredores y las rampas, su mirada se volvía con frecuencia al cielo oscuro y a
la lluvia invisible que lavaba la noche. En sus sueños llovía a menudo y muchas
veces se preguntaba si le gustaba, si añoraba las tormentas, el tacto del agua
libre sobre la piel. Su relación con la lluvia era incomprensible y misteriosa
para él.
Había sido una noche muy agradable, como venían siéndolo
casi todas últimamente. Había estado con Ilsa durante horas, la había amado y
también habían conversado después, cuando les sobrevino la pereza. Él tenía los
dedos en su pelo, ella deslizaba los suyos sobre el pecho inmaculado del elfo.
A media voz, discutían sobre magia. ¿Hacían eso los amantes? ¿Ponían en común
procesos arcanos después de hablarse de amor y de fundirse con el otro en una
cópula casi mística? Ellos sí, ellos lo hacían. ¿Eran las demás elfas como
Ilsa? Maduras, seguras, dueñas de sí mismas. Maldathar no lo sabía, pero
tampoco quería descubrirlo: aquella era la que él deseaba tener, y la tenía. Y
ella le tenía a él, sin duda alguna. La sofista sabía lo que quería, se
entregaba al placer con tanta libertad como al conocimiento. No se sentía
vulnerable ni abandonada cuando él se disponía a irse después del sexo, de
hecho, era ella muchas veces quien se levantaba primero de la cama. Ilsa era
sabia y tenía una sensibilidad muy especial, no obstante, nunca hacía dramas
por nada. No es que fuera sumisa y apocada, todo lo contrario, era fuerte e
independiente. Maldathar sabía de forma instintiva que aquella dama no
necesitaba a ningún elfo varón a su lado para tener y mantener su poder, para
reafirmarse o para definirse a sí misma. Su belleza era tan sublime y atractiva
como el resto de su persona. Carácter, inteligencia, alma y cuerpo formaban un
conjunto irresistible, y el hijo de Cordelia agarraba ese conjunto con
posesividad. La tenía, y ella le tenía a él.
“Lo tengo todo”, se dijo, mientras descendía la última
rampa. Se detuvo un momento delante de uno de los balcones, cerrados por una
puerta de cristal y pesados cortinajes. Afuera, alrededor de unas columnatas de
mármol blanco, un rosal y una hiedra se enredaban y se abrazaban bajo la
lluvia. Una luminaria arcana los alumbraba con el suave resplandor de una llama
azul. “No, tengo más que todo”.
Tenía posición, a pesar de su origen discutible. El talento
y las enseñanzas recibidas le habían abierto camino, y el Señor de la Torre
parecía tener confianza en sus posibilidades. Tenía a la mujer que deseaba. Tenía
al mejor amigo que podía esperar, mejor de lo que merecía. “¿Por qué no estoy
satisfecho?”.
El rosal y la hiedra no tenían la respuesta. La lluvia
tampoco. Hundió la mirada en la negrura, buscando, pero el cristal se
interponía y la noche estaba vacía. La opaca oscuridad y el vidrio de la puerta
le devolvieron su reflejo: un elfo joven, recién entrado en la mayoría de edad,
con la nariz curva y afilada y los ojos brillantes y hambrientos. Metió la mano
en uno de los bolsillos de la toga y sacó los abalorios de plata. Se los había
quitado para estar con Ilsa. Volvió a colocárselos, uno a uno, perdido en sus
pensamientos.
La lluvia repiqueteaba, serena y limpia. Los corredores de
la torre estaban desiertos a aquellas horas. La voz grave y profunda, sosegada,
le llegó a través de los recuerdos como una letanía.
“Hace mucho, mucho tiempo, el Cuervo vivía en el mundo de
los espíritus, allí en la Sombra. El Cuervo era un viajero de los planos, y
cuando se sentía aburrido —cosa que sucedía con frecuencia—, extendía sus alas
y se marchaba a visitar otros lugares.
Ocurrió que en una de estas ocasiones, el Cuervo
descendió a nuestro mundo. Aquí encontró una gran concha, cerrada cerca de la
playa. Curioso, el Cuervo se acercó a la concha y se asomó por la abertura, y
allí dentro encontró que estaban recluidos los elfos.
—¿Qué hacéis aquí?—les preguntó.
—Vete, déjanos—respondieron ellos—. El Pozo es muy
brillante, estamos asustados. El mundo ahí afuera es terrible. Hay tormentas y
hay oscuridad.”
En el exterior, en la noche negra y húmeda de lluvia no
mostraba nada. Su reflejo parecía un fantasma pálido suspendido al otro lado,
como si una parte de él hubiera atravesado una puerta o un espejo y se
encontrase más allá.
—Tú eres mi Cuervo—dijo Maldathar, apoyando la mejilla en el
cristal—. Desde que vi la luz has venido a mí trayéndome regalos y recuerdos,
pruebas de un mundo que está entre lo visible y lo invisible. ¿Cómo no voy a
estar hambriento?
“El Cuervo encontró muy divertidas a esas criaturas que se
escondían dentro de la concha marina. Y en vez de insistirles, se quedó cerca
de la oquedad. Cada noche, les traía algo del exterior: ora una rama, ora una
piedra brillante, plumas de aves, hojas verdes, pardas, púrpuras. Día tras día,
los elfos que vivían dentro de la concha iban volviéndose más curiosos y su
refugio les iba pareciendo menos agradable.”
—Lo tengo todo, pero es como no tener nada. El amor de la
mujer, la amistad del amigo, el reconocimiento de los que son más altos en
saber, el poder limitado de un mundo limitado.
El reflejo en la ventana movía los labios a la vez que él.
Cansado de verlo, puso la mano sobre el cristal y tapó a aquel otro Maldathar,
el fantasma del exterior.
“Todo se vuelve amargo, cenizas en mi boca. Insuficiente”
—Es por tu culpa—murmuró muy bajo, con la voz áspera y
cruel.
Le vino un destello: la imagen del Claro Ámbar y de la
doncella blanca de ojos vendados. Había bailado con ella. Ahora sólo la
atisbaba en velos brumosos, de cuando en cuando, en los momentos de estudio y
comprensión en los que le parecía captar un retazo de infinitud, una de las
letras que componían el misterio clave, la palabra última.
“Es por su culpa.”
Se apartó de la ventana y recorrió el resto del camino como
una sombra, silencioso e invisible. Al llegar a su habitación, una única vela
ardía. Ammon estaba sentado en el
sillón, junto a la ventana. Tenía un pesado libro entre las manos y pasaba las
páginas con mucho cuidado, como si fueran seres vivos. Llevaba una bata de
color granate atada con un cordón en la cintura, de mangas largas y capas de
tela ligera. Los ojos violetas se volvieron hacia él y le saludaron en
silencio.
Maldathar cerró la puerta tras de sí y se apoyó en la hoja
de madera.
“Es por su culpa.”
Observó los cabellos blancos, larguísimos, y el rostro
esculpido y sereno. Sentía el estómago revuelto. Quería estar enfadado con él,
hacerle entender la maldición que le imponía mostrándole todas las cosas que
podría alcanzar un día. Pero sólo se sentía culpable. Dividido entre dos mundos.
En uno estaban Ilsa, Tyalanor, la Torre, la magia, el mundo limitado y
conocido, seguro y lleno de estructuras fijas que uno podía aprender y
controlar. En el otro, Ammon y los misterios, el mundo místico y cambiante, sin
reglas, sin normas, los sueños, la noche, lo imposible volviéndose posible.
Quería estar enfadado con él, pero estaba triste y
angustiado.
“¿Y si ya no los puedo alcanzar? Me he acostado con la elfa,
he aceptado los honores, he tomado los frutos de este mundo y los he probado,
me he rendido a él… ¿Y si he perdido la capacidad?”
El pensamiento le mareó y un miedo primitivo se aferró a las
paredes de su pecho. No fue consciente de la palidez enfermiza que su rostro
adquirió de forma repentina, pero el sirviente sí lo fue. Cerró el libro, lo
dejó a un lado y se incorporó con más rapidez de la que solía imprimir a sus
movimientos. Se acercó a él y le puso la mano en la frente.
—Señor, ¿te encuentras bien?
Quería abrazarle y reclamar su consuelo, pero le apartó la
mano, frunciendo el ceño.
—No estoy enfermo.
Los ojos de Ammon seguían fijos en él. Su voz regresó,
suave, paternal y afectuosa.
—Cuando eras un niño y te herías, cuando algo te dolía, me
permitías curarte, cuidarte. Nunca me dejabas secarte las lágrimas. Pero
llorabas.
Los dedos del sirviente le rozaron la mejilla, le intentaron
levantar la barbilla. Maldathar había bajado la cabeza. Cuando alzó el rostro,
respondiendo a sus demandas y sin alejarle esta vez, sus mejillas estaban secas
y no había humedad en sus lagrimales. Pero sí una honda amargura en su mirada.
—Si, es cierto—murmuró. Y la siguiente frase sonó ahogada,
vergonzosamente débil—. Supongo que ya no soy un niño.
El sirviente no mudó su expresión. Sólo los ojos violetas se
volvieron un poco más vidriosos, y después le rodeó con los brazos. Maldathar
dejó que le alejara de la puerta. Dejó que le envolviera en un abrazo de
consuelo y protección. Dejó que le acariciara los cabellos y los rozara con los
labios, se dejó acunar, con los dedos crispados en las costuras de la toga del
sirviente.
—¿Es que has dejado de creer en mí, Maldathar
Ilvana?—preguntó Ammon, en un susurro enigmático—. ¿Has dejado de creer en lo
que somos, en lo que hacemos, en todo lo que hay más allá?
—No… no he dejado de creer—confesó—. No puedo. Pero a veces
lo olvido. A veces me comporto como si todo eso no existiera. Como si tú
tampoco existieras. —Estrujó la tela entre los dedos y se contrajo con una
náusea repentina. —A veces lo niego todo. Te niego a ti. Me niego a mí mismo.
Soy otra persona. Finjo que soy otra persona, y soy esa persona… y ya no sé
quien soy.
Las lágrimas llegaron con un goteo suave, caliente. En el exterior, la tormenta primaveral restalló con un trueno. Ammon le
estrechó con algo más de fuerza y la emoción que siempre parecía tranquila y
sosegada en él se dejó ver de una forma más expresiva por un momento. Su abrazo
se volvió impetuoso y su voz más firme, trémula y áspera.
—Estás confuso, mi señor. No tengas miedo. La marea sube,
después baja… cuando sube se adentra en la tierra, y la primera vez puede
temblar, no saber si es barro, agua o arena. Pero nunca deja de ser el mar.
—Los dedos largos del maestro, del sirviente, le frotaban la espalda y le
peinaban los cabellos. Era agradable. —Es el mar, tanto el agua que roza las
profundidades abisales como la espuma que toca las orillas. Es el mismo mar,
solo que es más ancho y más inmenso de lo que él puede comprender. No tengas
miedo. Encontrarás tu equilibrio, con el tiempo.
—No tengo miedo—mintió él.
—Mientes. Y estás llorando. —Ammon sonrió suavemente, con
melancolía. —Sigues siendo un niño.
Maldathar le soltó la toga y le abrazó repentinamente, con
un gesto brusco y rígido. Cerró los brazos en su cintura como una pinza. El
llanto fluyó con más libertad cuando dejó de ponerle barreras, empapó la túnica
de dormir del maestro, del sirviente. El mareo y la sensación de enfermedad se
disiparon poco a poco, a medida que el alivio le embargaba.
Y se fue a dormir con el maestro, con el sirviente. Le
abrazó bajo las sábanas, olvidada ya Ilsa, olvidado Tyalanor, y la Torre y sus
habitantes. Se quedó dormido entre sus cabellos blancos, protegido por sus
brazos, con la misma libertad que lo había hecho cuando no era mas que un crío.
Los sueños volvieron a él esa noche con más fuerza que nunca: paisajes de ramas
retorcidas, de montañas negras y nubladas, valles de ríos pedregosos y hierba
gris, rosas rojas en medio de muros de espinos, torres retorcidas y seres de
pesadilla que acechaban entre la maleza, pájaros de fuego, lunas de sangre,
damas ojerosas con cadenas en los pies y caballeros malditos acosados por
espíritus burlones. Bandadas de cuervos de ojos naranjas. Fuegos ardiendo en la
oscuridad.
Y él, rey y señor, caminando en medio de aquel universo
hermoso y terrible que le pertenecía. Y al que sin duda, él pertenecía.
. . .
©Hendelie
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