sábado, 15 de septiembre de 2012

Leyendas de Sangre XVI: El Ciclo del Sol, I — De nuevo, Solsticio


Todo vuelve y todo regresa, la vida está compuesta de ciclos, y la misma vida forma parte de un ciclo más amplio que comparte con la muerte. Todo vuelve y todo regresa, todo gira como la rotación de los planetas, se despliega en una espiral de eterno retorno cada vez más amplia, que se desenrosca igual que el universo y las galaxias.

Solo a veces, un suceso fortuito, tan casual como un estallido o el caer de una gota en el mar, puede cambiarlo todo, desestabilizar los ciclos. Y entonces nos preguntamos: ¿Es casualidad?

Todo vuelve y todo regresa. El Solsticio también regresó, como cada año. La aldea Estrella del Norte se engalanó con farolillos, se colocaron antorchas, velas, hogueras, pebeteros con cirios y flores de fuego, quemadores de incienso y banderines de color rojo y dorado. Los habituales tonos azules y verdes con los que se vestían los hogares humildes se cambiaron por cortinas rojas y alfombras amarillas. Las muchachas se cosían los vestidos, los jóvenes se lustraban los botones.

La aldea se encontraba a tres horas de camino de la Aguja Estrella del Alba, era la localidad más próxima a la torre y en el día más importante de los festejos, el Señor de la Torre bajaba allí a repartir chucherías mágicas, faroles flotantes, juguetes y bendiciones. Tomaba un brindis con los elfos más importantes de la aldea y pasaba un rato entre ellos, y después regresaba a la Torre, a los festejos del Claro Ámbar, con su gente. Pero aquel evento tendría lugar dentro de tres días y por el momento, las fiestas ya anticipaban su esplendor con bailes y danzas, banquetes y celebraciones.

El camino que llevaba a la aldea atravesaba el bosque, pero era uniforme, fácil de seguir y bastante seguro. Al menos para tres jóvenes hábiles y preparados como ellos. El sol aún no se había puesto y las tres siluetas, habiendo salvado ya la densa arboleda, avanzaban con rapidez hacia el valle donde se veían cada vez más cercanos los tejados redondos y blancos y las amplias terrazas del pueblo.

Las máscaras les cubrían el rostro y las capas ondeaban a su espalda. Iban conversando, y en ocasiones, la risa cantarina de la elfa sobresalía por encima de las voces de sus compañeros.

—El gato seguía buscando al ratón, pero no lo encontraba por ninguna parte—decía el joven mago—. Al final, cuando se dio por vencido, se tumbó junto al fuego del hogar, fastidiado.

Tyalanor dio un paso por delante de él y se giró a medias con un gesto cómico.

—Y el ratón estaba debajo. ¿A que sí?

—Siempre me tienes que estropear las historias—replicó Maldathar, fulminándole con la mirada.

Tyalanor se echó a reír e Ilsa le acompañó. Ella caminaba muy pegada a Maldathar, quien le rodeaba la cintura con un brazo.

—No es culpa mía, es que soy demasiado inteligente—se justificó el hijo del arpista, haciendo una mueca—. No lo puedo evitar.

—El traje te queda que ni pintado—le respondió su compañero con una mueca.

Tyalanor hizo una reverencia y se apartó la capa hacia atrás. La suave brisa les agitaba los cabellos y se veían obligados a entrecerrar los párpados ante la luz hiriente del sol, que ya comenzaba a despedirse. Ilsa cogió del brazo al joven de ojos azules y le sonrió.

—Has elegido un disfraz muy original. ¿Qué representa?—preguntó.

—Trata de adivinarlo—sonrió Tyalanor, retándola—. Maldathar lo acertó, seguro que tu también lo haces.

La dama hizo un mohín debajo del antifaz y después irguió la barbilla.

—Hum, veamos… —le hizo girar como un bailarín y Tyalanor le siguió el juego, exhibiéndose. —Llevas cristales brillantes en tu máscara, el pelo suelto y lleno de broches y joyas… y una toga de pedrería que seguro que no te mereces. ¿Eres el Ladrón?

—No—Tyalanor hizo girar el espejo de madera labrada que llevaba en la mano—. Esto debería decirte algo.

Ilsa le observó mientras caminaban, mordiéndose el labio. Los colores del traje del arpista eran rojos, brillantes, con toques de turquesa y de naranja. En las mangas y en el bajo había cosidos encajes y la toga se ceñía a su cuerpo de una forma muy reveladora. Además, el joven caminaba pavoneándose. Ilsa le había conocido hacía ya unos meses, cuando Maldathar les presentó a escondidas. Se habían caído bien enseguida y Tyalanor se convirtió en alguien tan cercano a la hija del Señor de la Torre como lo era para Maldathar. Los tres se habían vuelto inseparables, y aunque ella respetaba la intimidad de los dos amigos, en varias ocasiones los tres compartían momentos divertidos en el viejo cobertizo abandonado, bebiendo vino robado, haciendo bromas o escuchando tocar a Tyalanor.

—Un espejo. Un espejo… ¡Ya lo tengo!—La dama dio una palmada—. ¡Eres la Vanidad!

El muchacho hizo una reverencia y le entregó el espejo a Ilsa.

—Acertaste. Toma, te lo has ganado.

La sofista sonrió. Se sentía rejuvenecida con todo aquello: escapar de la torre para ir a un baile de máscaras con su amante y con su amigo no era algo que hiciera con frecuencia. A los dos elfos les había costado convencerla, pero finalmente, se había dejado llevar por la ilusión.

Se miró al espejo, contenta con su aspecto. Llevaba los rizos castaños recogidos con horquillas en lo alto de la coronilla, un vestido verde suave con cientos de lirios naturales prendidos sobre las gasas y una máscara hecha de hojas verdes y pétalos blancos. Ella era el Lirio, evidentemente, y Maldathar decía ser el Misterio. Él vestía de terciopelo negro y morado con una sencilla máscara negra y el cabello cubierto por una capucha. De lejos, su atuendo parecía simple e incluso desangelado, pero al acercarse, Ilsa vio que toda la toga estaba llena de intrincadas runas bordadas en el mismo color de la tela, runas que ella no comprendía y que eran imposibles de distinguir si uno no se aproximaba y miraba con atención. En la máscara también había extraños símbolos grabados.

Aunque no le preguntó a su amante de qué se trataba, tuvo que reconocer que el efecto del disfraz era muy bueno.

—Deberías componer una canción sobre esto—dijo a Tyalanor—. Lirio, Misterio y Vanidad. Y tú deberías inventar una historia.

Maldathar levantó una ceja y compuso una expresión digna.

—¿Para qué, si después no me dejáis contarlas?—ironizó.

—Para que yo pueda interrumpirte—intervino Tyalanor, sonriendo. El pelo rubio cobrizo le brillaba al sol de la tarde—. Por cierto, ¿Qué pasó con el gato y el ratón?

—El ratón murió aplastado por el gato—resolvió con desapasionamiento.

La sofista volvió a reír en alto y Tyalanor suspiró, resignado. Iba a decir algo más cuando, desde la aldea, se escuchó el sonido de las chirimías y las arpas. Algunos fuegos artificiales surcaron el aire y explotaron en cientos de motas de luz brillante. El sol escondió los pies detrás de las colinas, rojo, redondo y muriente.

—¡Vamos! Ya va a empezar.

Ilsa les agarró de las manos y tiró de ellos, corriendo como una niña por el camino de tierra.


. . .


La noche llegó y se llenó de alegría. El vino mágico corría en las copas y en los picheles de barro y madera, el polvo de maná, dispuesto en bandejas y en hondos recipientes como pirámides brillantes, desaparecía con rapidez. La música cada vez era más animada y los elfos y elfas danzaban en corros, en parejas, moviendo los pies ligeros y girando bajo las estrellas. Las hogueras resplandecían. A veces alguien saltaba por encima de una o arrojaba pequeños papeles doblados con todo lo que deseaban quemar: nombres de antiguos amores, de viejos rencores, de cosas dolorosas que no podían olvidarse. Pero el fuego lo devoraba todo, sin excepción.

Maldathar se había apartado a un lado, contemplando las llamas, pensando en estas cosas. Se sentía algo embriagado, alegre y extrañamente melancólico al mismo tiempo. Parecía incapaz de disfrutar de nada por completo, siempre tenía que haber en él un poso de nostalgia, y aquello le fastidiaba. Le hubiera gustado arrojar a la pira ese pequeño gusano, la larva oculta en su corazón que le causaba esa tristeza continua y soterrada, pero no podía encontrarla. No podía tampoco arrancársela, o eso creía. Formaba parte de él tanto como su propio nombre.

Ilsa acudió a su lado al rato, del brazo de Tyalanor. Ellos también estaban achispados y alegres, pero nada más. Brillaban como estrellas. Dos estrellas hermosas y diferentes, que no obstante encajaban a la perfección. Los dos eran cálidos, claros, alegres, pertenecían al mismo mundo. “Yo soy oscuro y bastardo, yo pertenezco al Sueño y a la Sombra.”, se dijo. Apuró la copa de un trago mientras Ilsa se le acercaba y le rodeaba el cuello con un brazo.

—¿Sabes lo que me han dicho?—dijo ella entre risas. Olía a licor y a lirios, le brillaban los ojos, exultante de alegría como estaba—. Ese tipo de ahí, el de la máscara de zorro… me ha robado un adorno y ha dicho que quiere desflorarme por completo. ¡Nunca me habían dicho nada así!

Maldathar sonrió a medias, por compromiso.

—¿Y tú que has respondido?

—Le he dicho que las únicas flores que me quedaban eran las del vestido. ¡Y él replicó que entonces tendría que quitármelo! ¿Te lo puedes creer? —Ella se colgó de su cuello y le besó la barbilla, risueña y feliz. —Nunca había pensado que los plebeyos fueran tan descarados. ¡Me estoy divirtiendo como nunca!

—Ya te dijimos que harías bien en venir.

Tyalanor les observaba, pero su jovialidad se había ido sosegando. Era un joven sensible y empático, no le costó percibir el talante taciturno de su amigo.

—¿Y tú, qué hacías aquí tan solo?—preguntó, acercándose a él por el otro lado—. ¿Pensando en cosas tristes?

—Me gusta mirar el fuego—replicó él.

Tyalanor le rodeó la cintura con el brazo y apoyó la cabeza en su hombro. Olía a licor y a resina, el resplandor de sus ojos era menos chispeante, más cálido. Maldathar no se sintió incómodo con su contacto y a Ilsa tampoco parecía importarle.

—Eres el Misterio y estás haciéndote el misterioso, ¿no es eso?—preguntó la dama, acariciándole el pelo tras bajarle la capucha.

—En realidad sólo quería hacerme el interesante para que vinierais a agasajarme. Y mirad, lo he conseguido.

La risa de la sofista volvió a cascabelear, grave y dulce, y Tyalanor chasqueó la lengua. 

Y entonces, de pronto, lo hizo. Giró sobre sí mismo, se acercó a su rostro y le besó en los labios, un beso largo y un poco infantil, inseguro. Ilsa Estrella del Alba estaba allí, y se limitó a taparse la boca y ahogar un gritito divertido. Maldathar en cambio, se tensó de inmediato. Cuando Tyalanor se separó, el hijo del arpista no parecía afectado en absoluto.

—¿Te sientes lo bastante agasajado ahora?

—¡Tyalanor! —le reprendió Ilsa, medio en broma—. No seas malo. Creo que le has afrontado.

Maldathar tenía el ceño fruncido y miraba a Tyalanor sin entender a qué había venido aquello. Aún tenía su calor sobre los labios y le parecía que parte de su perfume también se le había quedado prendido.

—Vamos, no hay por qué escandalizarse—dijo el hijo del arpista—. De todos es sabido que la Vanidad se siente atraída por el Misterio.

La dama Estrella del Alba y el hijo del arpista se echaron a reír con complicidad. Como si ambos entendieran un chiste del que Maldathar formaba parte y que escapaba a su comprensión.

Entrecerró los ojos, con la desagradable sensación de que se estaban riendo de él. Dejó la copa en la mano de Tyalanor, vacía, y se separó de ellos, caminando hacia la hoguera. Les escuchó decirle algo a lo lejos, llamarle, quejumbrosos. Quizá molestos por su actitud. Pero no tenía ganas de seguirles la broma. Rodeó la pira y se colocó al otro lado, apoyándose en una vieja fuente sin agua y mirando las lenguas rojas y danzarinas. Y entonces su tristeza y su añoranza tuvieron un rostro, una identidad.

“Ojalá estuvieras aquí”, pensó, con la vista fija en las luces incandescentes. Era hipnótico. Hacía un poco de daño. Pero le gustaba. “Ojalá estuvieras aquí. No debería haber venido. Tenía que haberme quedado allí, contigo. Tú sí que lo entenderías. Tú lo entiendes todo.”

Cerró los ojos y respiró hondo. 

Minutos después, cuando se hubo cansado de autocompadecerse, sacudió la cabeza para despejarse y volvió al baile. Su amante y su amigo le recibieron con calidez y le pidieron perdón innecesariamente. Pronto volvió a correr el vino, volvió a chispear el polvo de maná, y la nostalgia se apaciguó entre las risas de desconocidos cubiertos por máscaras, sus susurros insinuantes y las miradas cargadas de intención, con el roce de los cuerpos en las danzas.

A medianoche, los tres estaban totalmente borrachos. No era la ebriedad desastrosa e indigna que hace a las lenguas enredarse al hablar y al cuerpo incapaz de coordinar movimientos, sino ese estado alterado que provoca la magia corriendo por las venas como electricidad y el dulce sabor del vino afrutado en la garganta. Ilsa se convirtió en una princesa contoneante que derrochaba elegancia en cada paso de baile, desnuda de todo pudor, con los brazos alzados y la mirada resplandeciente. Había perdido más de la mitad de las flores y se le había soltado el pelo. Tyalanor parecía un gato, moviéndose entre unos y otros con una tentación escrita en la sonrisa traviesa. Maldathar resultaba magnético pero inaccesible, y aunque las miradas se posaron frecuentemente sobre él, no recibió ninguna invitación descarada. Le fue fácil pues escurrirse en medio de una contradanza para ir a buscar otra copa a una de las mesas alargadas dispuestas en la plaza a tal efecto.

Acababa de llegar y estaba llenando el vaso con un reserva Toquesol, resplandeciente y oscuro, cuando escuchó el aleteo cercano. Volvió la mirada y se encontró frente a frente con él.

Con el Cuervo.

. . .

©Hendelie

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