sábado, 5 de mayo de 2012

Leyendas de Sangre XII: Un gran mago.





En la Aguja Estrella del Alba, a cada hora se hacían sonar campanillas de vidrio para anunciar el paso del tiempo. Un grupo de criados se paseaba por los corredores espirales, agitando el racimo de campanas y haciendo reverencias cada vez que se cruzaban con algún arcanista o sabio. Por las noches, después de la puesta de sol, reinaba el silencio. Solo en los salones y terrazas donde se servían las cenas se escuchaban las chirimías o el suave tañir de un arpa o un laúd. Los habitantes de la Aguja se hacinaban entonces entre los cojines de brocado, contemplando la noche, el cielo estrellado, el bosque oscuro. Otros se marchaban a las bibliotecas y vagabundeaban como espectros a la luz de los fanales azules. Todo el edificio parecía entrar en un estado de hibernación hasta el siguiente amanecer, que siempre llegaba con un sol dorado y majestuoso, tiñendo de rosa y naranja los bosques.

Un día seguía a otro, campanillas repiqueteantes anunciaban las horas y otro día anticipaba al siguiente. Entre los pesados volúmenes, entre los papiros misteriosos y los arcanos encriptados, el tiempo transcurría en la invariable primavera de Quel’thalas. Y así pasaron tres años más. Maldathar, el bastardo, el hijo de Cordelia, al que ahora llamaban Maldathar Ilvana porque siempre parecía creerse mejor que los demás, se hizo más alto y más adulto, y sus ojos plateados resplandecían de orgullo y de malicia. Pero también eran profundos y sabios. Tenía el privilegio de ser instruido por la más prestigiosa Sofista de la aguja, además de por Ammon, el sirviente, y los increíbles conocimientos que éste ponía al alcance de su mano se veían bien dirigidos y moderados gracias a la sabiduría de Ilsa Estrella del Alba.

Era costumbre que tras los tres años de instrucción aquellos que habían sido tutelados por los Sofistas se reunieran en la Sala de la Asamblea para recibir su primera gema encantada. Era una ceremonia sencilla y solemne, de corta duración, pero muy importante para los iniciados. Como era natural, los que habían sido elegidos durante el trienio por los grandes magos de la Torre llegaban a ser muy prestigiosos entre sus colegas.

Aquella mañana, Maldathar iba a recibir su primera elémir. Aunque se les llamaba joyas o gemas, no eran en realidad piedras preciosas, sino cristales tallados imbuidos con magia que cada Sofista preparaba para su alumno de forma especial en función de sus cualidades o necesidades. Maldathar no sabía qué clase de gema habría escogido Ilsa para él, pero en aquel momento, todas le hubieran parecido buenas. Satisfecho de sí mismo, se acicalaba sin pudor alguno hacia su propia vanidad, mirándose en el espejo que había colocado entre unos libros. Se había bañado dos horas antes y el cabello aún estaba secándose. Intentaba colocarlo adecuadamente sobre sus hombros, comprobando el efecto que hacía sobre la toga azul. El sirviente, entretanto, ordenaba los libros en los estantes y le miraba de soslayo de vez en cuando. Maldathar le había preguntado varias veces, casi de forma casual, sobre qué atuendo consideraba él más apropiado. Ammon no había dado ninguna respuesta clara, y el joven empezaba a perder la paciencia.

—No te hagas de rogar—insistió, estirándose los mechones oscuros sobre los hombros. Su voz se había vuelto más grave con el paso del tiempo, más adulta. Tenía un tono suave y modulado, ambiguo, que le daban un toque de misterio añadido. —Hoy es un día importante. Deberías ayudarme a estar a la altura y dejar ya esos pergaminos.

—¿Importante por qué, señor?—, respondió el sirviente. Le lanzaba miradas fugaces mientras acometía su labor con aparente indiferencia. —Sólo es una ceremonia. Te darán la joya para el bastón, y nada más.

Maldathar resopló y le asesinó con la mirada a través del espejo.

—¿Cómo eres tan cínico? Se supone que aquí termina mi instrucción tutelada. Es un paso importante, un símbolo; el aprendiz se convierte en maestro.

Ammon no dijo nada. Tampoco hizo ningún gesto. Sin embargo, el bastardo le conocía bien, o eso creía. No era difícil adivinar por su actitud que para Ammon, el día de su entrega del elémir no significaba nada en absoluto.

—Al menos di lo que piensas—le reprochó—. No te quedes callado como si esto no tuviera nada que ver contigo.

—No tiene nada que ver conmigo, señor.

—Me interesa tu opinión. Además, ayúdame. Creo que el azul no me queda bien.

Ammon dejó los pergaminos sobre la mesa. Estaba de espaldas a su pupilo y la melena blanca parecía resplandecer como la nieve cuando el sol la acariciaba. Se dio la vuelta lentamente y cruzó un brazo sobre el torso, apoyándose el codo del otro brazo en éste y mesándose la barbilla, pensativo, los ojos violetas vueltos hacia adentro en una mirada introspectiva.

—Verás, señor—comenzó, haciendo una pequeña pausa—, el simbolismo de este rito social no es más que eso. Algo social. Has terminado tu instrucción con la Sofista, lo cual no deja de ser buena cosa, pero aún no eres un maestro. Te darán tu primera joya, la pondrás en tu primer bastón. Pero eso no significa nada.

Maldathar frunció el ceño con desagrado.

—Dices eso porque no te gustan los magos de la Aguja. Especialmente los sofistas.

—Nunca he dicho tal cosa.—Los ojos de Ammon le observaron a través del cristal, con un destello burlón—. Nunca me verás tratarles con otra cosa que no sea el mayor de los respetos.

—Eso no tiene nada que ver. ¿Por qué es buena cosa que haya terminado mi instrucción?

Ammon se quedó en silencio unos segundos. El joven empezó a desabrocharse la túnica, al principio con cierta brusquedad (estaba irritado por las palabras de su sirviente) y luego más suavemente. El azul no le favorecía. Le daba una apariencia demasiado noble, y él no quería parecerse a ellos. Era un bastardo. Los nobles siempre le habían despreciado con especial saña, así que él les odiaba en justa correspondencia.

—Considero que podrías emplear mejor tu tiempo—declaró finalmente el elfo del cabello pálido. —De hecho, al principio no comprendía del todo por qué deseabas con tanta rabia ser escogido.

Maldathar dejó caer la prenda al suelo, sacó los pies y la apartó con la punta de los dedos. El sirviente se acercó para recoger la toga azul y doblarla cuidadosamente entre los brazos.

—¿Ahora si lo comprendes? —preguntó el bastardo, mirándole de reojo.

El sirviente estaba a su lado. Casi le rozaba el brazo desnudo con el pecho. Asintió, y se dio la vuelta para guardar la túnica en el armario.

—No es asunto mío, pero ten cuidado con esa mujer. No está a tu alcance.

—No te consiento que me digas lo que está a mi alcance y lo que no—replicó Maldathar con naturalidad.

Ammon regresó a los pocos segundos, portando unas telas entre los brazos. El joven compuso un gesto engreído y se irguió, estirando los brazos para que su criado le vistiera. Éste no precisaba orden alguna: comenzó a colocarle los nuevos ropajes, que esta vez eran de color escarlata y azabache. En Quel’thalas, los colores agresivos o fúnebres no eran apenas utilizados en la decoración ni en la vestimenta, y el rojo sangre y el negro del luto estaban especialmente mal vistos entre los taumaturgos, pues expresaban violencia, intenciones ocultas y peligro. Maldathar lo sabía, pero le gustaba provocar. Y además, esos colores sí le sentaban bien a su piel, su rostro y su cabello.

—¿Te has acostado con ella?—La voz de Ammon se dejó oír en un murmullo suave y grave, mientras le abrochaba los cordones de los costados.

El bastardo levantó el brazo. Le miró a través del espejo. Era una pregunta muy personal, pero el sirviente no era un sirviente cualquiera. Aunque pudiera indignarse por esa indiscreción, el modo en que sonaban las palabras en su voz le hacía quedar confuso unos instantes, y después, la pregunta se repetía en su mente como un eco, una cantinela o una oración.

¿Te has acostado con ella? ¿Te has acostado con ella?

—No. Todavía no. Pero pensaba hacerlo hoy.

Ammon sonrió a medias. No sonreía a menudo.

—Siempre tan calculador, joven señor—comentó, meneando la cabeza. Le rodeó la cintura con el cinturón de tela y pasó al otro lado para anudárselo. Maldathar alzó el otro brazo, siguiéndole con la mirada. —¿Y sabes lo que tienes que hacer?

—Mi sirviente y maestro ya me llevó a aprender todo lo necesario a las casas de placer, por si no lo recuerdas—replicó Maldathar, levantando una ceja con suficiencia—. Y aunque no haya practicado en este tiempo, eso no significa que haya olvidado aquellos días.

Y era cierto. No los había olvidado. Antes de que Maldathar cumpliera la mayoría de edad, su criado le llevó a los más selectos lugares de Quel’thalas para instruirle en aspectos de la vida que, según él, tenía que experimentar por sí mismo. Los olores especiados y misteriosos de las habitaciones, las luces veladas, los cuerpos suaves y llenos de las muchachas, los secretos de su anatomía. Aún recordaba sus voces quedas, las risitas y los gemidos, el sabor y el tacto de cada una de las meretrices con las que aprendió a satisfacer a una mujer de las formas más variadas. También recordaba al sirviente, sentado en una silla cerca de la cama. Sólo hablaba en contadas ocasiones para recomendarle tomar un descanso o para darle instrucciones, a él o a las muchachas que le acompañaban, pero sus ojos violetas estuvieron continuamente fijos en él. Igual que en aquel momento. Y como entonces, parecían tocarle muy profundamente, mirarle en el centro del alma. Y como entonces, esa sensación le secaba la boca inexplicablemente.

Maldathar contuvo un estremecimiento y apartó la vista, girándose a medias para que le atara el cinturón. Temía que pudiera leerle la mente, y sospechaba que podía.

—No me refería a la técnica, sino a algo más complejo, señor.

—Explícate con más claridad, entonces—espetó el bastardo, con algo de brusquedad.

No pudo evitar fijarse en sus manos, que anudaban lentamente el cinto, colocándolo para que luciera de la más perfecta manera.

—Discúlpame. Me refiero a que las elfas de las casas de placer siempre están dispuestas, pues esa es su profesión. Pero las damas de alta alcurnia, señor, han sido educadas para creer que no deben estarlo nunca, aunque lo estén.

Los dedos de Ammon eran largos y finos, parecían tallados en mármol. Percibía su calidez por encima de la túnica.

—Quieres decir que es una mojigata.

—Quiero decir que tendrás que convencerla de que ella también quiere.

—No será difícil.

El sirviente se rió por lo bajo, lanzándole una mirada fugaz y burlona que su aprendiz replicó a la perfección. Terminó de arreglarle los cierres y rebordes de la toga y se arrodilló para colocarle el bajo.

—Pareces muy seguro de tus posibilidades con la dama Estrella del Alba—dijo, las puntas del cabello blanco balanceándose cerca de los escarpines de Maldathar, las manos ordenando el tejido sobre sus pies.—¿Tan convencido estás?

—Creo que ella lo desea—respondió el joven distraídamente. Tenía la mirada y la atención demasiado atrapadas por el maestro, por cada uno de sus movimientos y el susurro acariciador de su voz—. Pero si no es así, seguro que hay formas de hacer que lo desee y que su educación no se interponga.

Ammon volvió a mirarle a los ojos, aún arrodillado. Luego se incorporó lentamente y le rozó el cabello con las manos, ordenándole los mechones de cabello, paternal, cuidadoso.

—Supongo que eres consciente de lo difícil que es eso. Del peso que tiene la educación en el comportamiento y la moral de las personas que te rodean.

Maldathar asintió. Era consciente. Pero él tenía ventaja. Su educación había sido diferente, especial, maravillosa; su educación habían sido cuentos e instinto, lecciones e invocaciones, juegos de magia, sangre y sacrificios. Él no tenía moral. Estaba por encima de todo eso. Mientras él se perdía en sus pensamientos, el criado extrajo un pequeño estuche de su bolsillo. Se trataba de una caja de madera lacada con el símbolo de un cisne hecho con hojuelas de nácar. La abrió y en el interior, sobre un lecho de terciopelo rojo, relumbraron unas extrañas joyas. Se trataba de diez ornamentos con motivos vegetales, retorcidos y livianos, engastados en finos hilos de plata argéntea con eslabones diminutos. Cada abalorio era del plateado más puro y su apariencia era en extremo ligera. Maldathar dejó de pensar en Ilsa y entrecerró los ojos, su curiosidad avivada por las joyas. Acercó los dedos con cautela, casi pidiendo permiso. Ammon asintió.

—Son para el pelo—explicó el sirviente—. Los que llevan los magos de Estrella del Alba son baratijas comparadas con esto.

El joven rozó los abalorios con los dedos. La plata estaba fría al tacto y parecía tener una luz propia. Levantó la mirada hacia su maestro, extrañado y dubitativo.

—¿De dónde los has sacado?

Ammon no respondió. En su lugar, sacó uno de los ornamentos con su cadena diminuta y lo acercó a la melena oscura de su aprendiz. La plata hacía juego con sus ojos y resaltaba como estrellas en un cielo nocturno en su cabello. Sonrió dulcemente.

—Te quedarán muy bien.

—Son tuyos, ¿verdad?—le interrogó Maldathar. Su tono se volvió insistente al no obtener respuesta tampoco a aquello. —Eras un mago, sigues siéndolo. Pero ¿por qué eres un sirviente? ¿Vivías en esta torre? ¿Caíste en desgracia? ¿Cuál es tu apellido?

“¿Quién eres?”, resonaba la pregunta en su cabeza como una trompeta vibrante, una pregunta tan esencial y que no se había hecho hasta entonces por algún motivo que no llegaba a entender. “¿Quién eres, Ammon el Sirviente, tú que dices ser un Cuentasueños y un Hilador de Ilusiones?”

Pero Ammon el Sirviente no respondió. Su mirada se volvió opaca y triste, y después pareció cubrirse con un muro de frío cristal violeta. De nuevo inexpresivo, empezó a colocar los adornos en el cabello de su pupilo y señor, mientras Maldathar, frustrado, sentía como el enfado se le congelaba en el pecho antes de nacer. Uno tras otro, los ornamentos quedaron prendidos en los mechones de cabello del joven; los hilos de plata colgaban como telas de araña oscilantes de uno a otro y en los dos bucles delanteros entorchó los eslabones sobrantes y los cerró con el cierre, que estaba camuflado bajo dos figuras diminutas de plata, semejantes a conchas de caracola marina. Después se alejó dos pasos para mirarle y le tendió el bastón, que aguardaba apoyado junto a un estante.

Maldathar lo cogió. Estaba en silencio, abrumado por la actitud de su sirviente, por las preguntas que revoloteaban en su cabeza y por el modo en que él le engalanaba como si fuera un príncipe a pesar de que consideraba aquella ceremonia como algo estúpido y una pérdida total de su tiempo. No obstante también le había ayudado en los días anteriores a fabricar el báculo que ahora agarraban ambos con sus manos, pues el maestro aun no lo había soltado. Era un bastón largo, recto pero irregular, tallado a mano. De qué arbol procedía la rama original es algo que el bastardo nunca llegó a saber, pues Ammon la trajo de alguna parte y no le dio explicaciones. Era una madera oscura, casi negra, con vetas suaves y un olor intenso a tierra y a magia. Grabaron runas en ella con dagas de cobre, a la luz de la luna menguante. Bañaron el cayado con la sangre del aprendiz, que manó hasta ser absorbida, hasta que la fibra vegetal rebosaba y parecía no poder tragar más. Después limpiaron lo sobrante y colocaron en la parte superior un ornamento enrunado que cerraron con magia. Tampoco pudo conocer Maldathar la procedencia de esta curiosa media luna, que parecía metal pero no lo era. Y por último, tras pintar algunas plumas de cuervo con pintura blanca, las ataron a la parte superior del bastón. Sólo una quedó sin pintar, una que el maestro le dio personalmente al discípulo tras impregnarla de su propia sangre. Hicieron rituales, empoderaron el cetro y finalmente, lo ligaron al alma de su dueño, de modo que nadie más pudiera utilizarlo. Después lo dejaron junto al estante y ninguno lo volvió a tocar hasta ese momento.

—Ve a tu ceremonia.—Ammon soltó el báculo, dio un paso atrás y se retiró hacia un lado para dejar paso al mago—. Ve allí, recibe tu primera elémir y luce tus joyas y tus ropajes ante los arcanistas y los Sofistas. Seduce a la mujer y acuéstate con ella, si es lo que deseas, o ve con Tyalanor a emborracharte y celebrar que has terminado el trienio de instrucción. Disfruta de tu día y de tu noche.

Maldathar se había quedado quieto, mirándole fijamente. Los ojos violetas estaban fijos hacia el frente, pero entonces se movieron para encontrarse con los suyos. Había un resplandor intenso en aquella mirada, y estaba lleno de significados que al bastardo se le escapaban. Entraron a través de sus pupilas y despertaron emociones confusas en su corazón. Por un momento pensó en soltar el báculo, arrancarse la toga y abalanzarse sobre él para arrancar los secretos de sus labios. Fue la primera vez que tuvo un pensamiento de aquel cariz con su sirviente, al menos de manera consciente, y de inmediato cientos de voces comenzaron a gritar en su cabeza ordenándole que apartara la vista, que asesinara aquella idea, que no volviera nunca, jamás, a pensar en algo así.

—¿No vienes conmigo? —preguntó, obligándose a decir algo. Su voz le sonó débil, apagada.

Ammon negó con la cabeza.

—No. Pero cuando terminen tu día y tu noche vuelve tú conmigo, señor.

Maldathar tragó saliva. Quería asentir pero era demasiado orgulloso para eso. Así que se limitó a alzar la ceja y se dirigió hacia la puerta.
—Cuando termine, volveré aquí. Así que, a menos que vuelvas a marcharte como ya hiciste una vez, nos encontraremos.

Sabía que estaba siendo dañino pero Ammon no replicó. No bajó la cabeza ni hizo un solo gesto de desagrado. Simplemente le siguió con la mirada hasta que Maldathar desapareció en el corredor y cerró la puerta tras de si.

Una vez se hubo marchado, el sirviente se acercó al espejo que habían colocado entre los libros y lo tomó por el marco, inclinándolo un poco hacia sí. Pasó la mano sobre el vidrio y su reflejo se difuminó hasta desaparecer en un remolino rojo que parecía habitar en el interior del cristal. Pronunció un par de palabras de sonoridad extraña y sopló sobre la pulida superficie. El remolino carmesí se retiró cual si fueran granos de azúcar, perdiéndose en los bordes, y se dibujó la imagen del joven Ilvana, caminando como un príncipe por los pasillos de la Aguja Estrella del Alba. La toga roja y negra le cubría desde debajo de la mandíbula hasta por debajo del tobillo; se ceñía a su cuerpo en el pecho, las mangas y el cuello, y se abría un tanto por debajo de las caderas y a mitad del brazo, formando unas mangas largas de tejido de terciopelo azabache. La plata de su pelo brillaba al sol y el cabello se balanceaba a su espalda con un vaivén oscilante, al ritmo de sus pisadas. El criado sonrió a medias, con un tizne de orgullo y ternura en su expresión, ahora que estaba solo y nadie tenía por qué verle. Y habló, aunque nadie le escuchara.

—Sin duda pareces un gran mago, Maldathar—. Exhaló un suspiro suave. Se escuchó un aleteo en un rincón y el cuervo apareció de entre dos estantes, posándose en el hombro del sirviente y observando la imagen con sus ojillos amarillos. El cuervo ladeó la cabeza. —Un gran mago, y poderoso. Pisas fuerte.

El cuervo graznó. Quizá era un asentimiento. Tal vez dudaba. O puede que se estuviera riendo. Ammon le miró de reojo con desagrado, pero no se molestó en espantarlo de su hombro. Sabía que sería inútil. Así que ambos, el sirviente y el cuervo, se quedaron contemplando el espejo hasta el amanecer, esperando a Maldathar, al que llamaban Ilvana porque se creía perfecto.


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©Hendelie

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