Maldathar nunca recordó cómo llegaron a la torre, ni tampoco
quién le metió en la cama y le quitó el disfraz. Al encontrarlo al día
siguiente colgado de una estantería y bien cepillado, supuso que había sido el
sirviente.
Durmió la resaca hasta bien entrada la tarde y después
estuvo deambulando durante horas por el bosque, cerca del Claro Ámbar, haciéndose preguntas. Trató de recordar los sucesos del día anterior, limpiarlos de la bruma de
confusión que se les adhería y ordenarlos correctamente. No tuvo mucho éxito en
su empresa. Finalmente, se sentó en una raíz y estuvo pensando en Ilsa, en
Tyalanor y en el beso robado. Evitó pensar en el Cuervo.
Ilsa, Tyalanor, el beso robado. Era un poco extraño. A Ilsa no le había importado que el hijo del arpista le
besara, de hecho le había resultado muy divertido. En la Torre había
matrimonios que convivían felizmente aun sabiendo que el esposo tenía un amante
varón y ella otra amante doncella. Aquellas cosas eran habituales en entornos
como la Aguja Estrella del Alba. Quizá a Ilsa no le importaría si ellos dos se
besaban más veces, ¿o sólo le había resultado gracioso porque lo tomó por una broma de borrachos?
Maldathar nunca antes había besado a otro varón, y en
realidad, estrictamente no lo había hecho. Se preguntó como sería besar a
Tyalanor, corresponder a sus labios, hundir los dedos en su cabello y abrazarle
en la penumbra del cobertizo abandonado, allí donde siempre le encontraba tan
hermoso. Imaginar aquellas cosas no le incomodó. De hecho, despertó un pellizco
de deseo en él. Sin embargo no estaba muy seguro de cómo se procedía
con esos asuntos entre dos varones y, casi sin darse cuenta, las escenas de su
fantasía cambiaron. Tyalanor desapareció y fue sustituido por otro. Al
reconocer a ese otro, Maldathar se estremeció y se reprendió, como si fuera un
sacrílego.
“Ya basta”, se ordenó. “Eso no es apropiado. Y sin embargo…
si quiero estar con Tyalanor así, no puedo ir a ciegas.”
Empezó a hacer planes, los sacrilegios cada vez le resultaron menos terribles y cuando ya estaba terminando de forjar un plan maestro, un latigazo de
resaca le obligó a dejar de pensar. Se sintió un idiota y dedicó otros largos minutos a autocompadecerse. Después, regresó a la torre, con una
decisión tomada, una duda por resolver y un latido tembloroso y grave, casi
solemne, golpeándole en el pecho.
. . .
Las luces ya comenzaban a encenderse en la Aguja, pues el
sol se había puesto. Las agitadas fiestas del Solsticio se tomaban un día de
descanso hoy. Era la jornada dedicada a las celebraciones religiosas, la
oración y la comunión con Belore. Maldathar, que nunca había sido muy
practicante, se había saltado todos los ritos, pero Ammon no.
Le encontró en el Templo, arrodillado. Nunca le había visto
rezar. Allí, bajo las luces doradas de los cirios, apretaba los dedos con
fuerza entre sí ante de una hornacina en la que deslumbraba un Sol dorado con
una llama ardiendo en el interior del cristal tallado que le daba forma. El
sirviente llevaba puesta la toga de terciopelo negro con bordados dorados que
era la favorita de Maldathar. Tenía la frente apoyada sobre los nudillos, el
ceño fruncido y los ojos cerrados, y murmuraba una oración apenas moviendo los labios.
Los largos cabellos blancos le cubrían el rostro; en ellos se veían
resplandecer los abalorios. A pesar de la fervorosa posición en la que se
encontraba, su figura era elegante y parecía tranquila; sólo el ceño dejaba
entrever alguna clase de preocupación.
Al principio se quedó en la puerta, mirándole. No quería
interrumpirle. La estancia estaba en penumbra, tenuemente iluminada por las
velas y el brillo de los símbolos solares tallados en oro y cobre que se
disponían en pequeños altares y hornacinas, aquí y allá. En lo alto de la
cúpula había un tragaluz por el que, cuando era de día, la luz del Astro Rey
penetraba a raudales, convirtiendo la sala circular en una especie de morada
celestial, resplandeciente, áurea, brumosa y mística. Pero ahora, en la noche
temprana, el ambiente era más oscuro y recogido.
Al cabo de unos minutos, después de haberle observado a
escondidas sin cansarse, el mago entró en el templo. Se quitó la capa y la dejó en el
reclinatorio. Luego se arrodilló a su lado. Unió las manos y miró hacia el
frente. Ammon no abrió los ojos, pero el joven mago sabía que era consciente de su
presencia. Estuvieron en silencio durante un rato. Solamente se escuchaba el
chisporroteo de las velas. Finalmente, Maldathar habló en voz muy baja, apenas
un susurro.
—Anoche estuve en la Aldea Estrella del Norte, Maestro.
—“¿Es la primera vez que le llamo maestro?”. No lo recordaba. —Me escapé con
Ilsa y con Tyalanor.
Ammon no dijo nada. Abrió los párpados, y eso fue todo.
Maldathar continuó.
Maldathar continuó.
—Vi a un elfo disfrazado de cuervo. Tenía los ojos violetas,
como los tuyos. Su piel bajo la máscara estaba pintada de negro. Se parecía a
ti, pero al mismo tiempo, no se parecía en nada. —Hizo una pausa y aguardó.
Ammon no pronunció palabra. —¿Eras tú, maestro? Te ordeno que me respondas la verdad.
El sirviente se tomó su tiempo para contestar. Luego habló, con voz queda y grave.
—Ayer por la noche dormí. No pude esperarte despierto, pero
desperté cuando llegaste.
Maldathar entrecerró los ojos. No estaba seguro de si eso
era o no una respuesta.
—El Cuervo me dijo cosas que …
—No confíes en los cuervos—le interrumpió entonces el
sirviente, volviendo el rostro hacia él con un ademán repentino y atropellado.
Ammon no solía hablar con tanta rudeza, y el joven mago se encogió un poco,
sorprendido. Pero rápidamente alzó la barbilla. Y el sirviente, rápidamente,
moderó su tono. —No confíes en los cuervos, mi señor. No en sus palabras. No para ciertas cosas.
—¿Y para qué debo confiar entonces?
—Para aquello que su instinto les dicta.
—¿Y en ti? ¿Puedo confiar?
Maldathar mantuvo la mirada fija, insistente, sobre él. Ammon fue desenlazando los dedos uno a uno, sumido en
una profunda reflexión que le hizo nacer otra arruga en el entrecejo. Después,
apoyó ambas manos en el reclinatorio y asintió con la cabeza. Solemnemente.
—Puedes.
—Bien.
Se quedaron de nuevo en silencio. La llama que bailaba en el
interior del Sol de cristal era un diminuto punto rojo que giraba en espiral, dejando una
estela. La espiral se volvía cada vez más amplia hasta que había un estallido y
después, la mota volvía a crearse en el centro de la joya.
—Tyalanor me besó anoche, en la fiesta—prosiguió Maldathar.
Se sentía torpe y la lengua se le pegaba al paladar. —Nunca me había besado
ningún varón. Me llevaste a conocer a las hembras, ¿por qué no a los varones?
¿Por qué no me has enseñado también eso?
—Ese interés no está presente en todos los de nuestra
especie—respondió el maestro al cabo de unos segundos. Era su voz de siempre,
suave, hipnótica. —Cuando despierta lo hace de forma natural. No me pareció
apropiado iniciarte en ello. Pero ahora, si lo deseas, puedo llevarte a lugares
donde puedes estar con varones. Allí podrás aprender cómo…
—No. —Le interrumpió, cortante y severo. Ammon volvió hacia
él los ojos violetas. El joven mago tragó saliva antes de hablar, tratando de
sortear el nudo que se le había cerrado en la garganta. —No es eso lo que
deseo.
En el silencio que siguió bullían palabras calladas,
impronunciables. Asomaban sin llegar a formarse, disolviéndose en la nada y
llenándola con sus significados sin enunciar. Las llamas de las velas se
reflejaban en los ojos del maestro, del sirviente, que parecían esferas de
amatista con fuegos fatuos en su interior. Se reflejaban en los abalorios del
cabello de Maldathar y teñían la piel de sus rostros con un suave toque de
ámbar.
—¿Qué es lo que desea entonces mi señor?—preguntó Ammon. Su voz era terciopelo suave, casi inaudible.
Maldathar no respondió. Apartó la mirada y se puso de pie,
recogiéndose las largas mangas de la toga. No volvió a mirarle. Mientras se
iba, dejó flotando tras de sí una última frase.
—Te esperaré en la cama.
Después cruzó
dignamente la puerta y desapareció en los pasillos, caminando como si fuera un príncipe.
. . .
Ammon se quedó solo. Sus ojos permanecieron fijos en el arco
de acceso al templo durante minutos enteros y cuando fue capaz de arrancarlos
de allí, un suspiro rasgado le cruzó la garganta.
Miró a su alrededor, buscando desesperadamente materiales.
Sus pupilas se detuvieron en el reclinatorio. Maldathar había olvidado la capa.
Metió las manos en los bolsillos de la prenda en pos de algo que pudiera
servir, pero no halló nada. Después se acercó la tela a los ojos, examinándola
palmo a palmo hasta que encontró una hebra de cabello negro y largo. Lo tomó
entre los dedos y lo separó de las fibras. Eso tendría que bastar.
Sacó la daga de debajo de un pliegue de la toga y cortó un
jirón de tela. Lo dispuso cuidadosamente sobre el reclinatorio, bien estirado,
y colocó el cabello sobre él. Después tomó una vela. Sus movimientos eran
rápidos y seguros.
Hizo un corte preciso sobre su mano y derramó la cera y la
sangre sobre el jirón de tela, enterrando el cabello bajo las gotas blancuzcas,
lechosas, y las rojas y oscuras. Su voz fue como un murmullo que no despertó
ecos en la sala.
Los ojos le brillaban con decisión.
—De Sangre, Fuego y Sombra es la cadena... que a servir en este
mundo me condena.
Las llamas de las velas vacilaron. Un soplo oscuro, espeso,
penetró en la sala.
—De Sangre, Fuego y Sombra los grilletes… que a sus deseos mi
voluntad someten.
La sangre y la cera se mezclaron, amalgamándose sobre la
tela y el cabello de Maldathar como movidas por un dedo invisible. Comenzaron a
burbujear, aunque ninguna fuente de calor las alcanzaba.
—No haya fuerza en este ni otros mundos … capaz de deshacer
este conjuro.
Algunas velas se apagaron en las hornacinas contiguas. La
llama del cirio que Ammon sostenía entre los dedos prendió en un tono azulado,
sus ojos resplandecían a intervalos, como si en el interior estuviera teniendo
lugar una tormenta eléctrica y convulsa. Se mantuvo firme.
—No haya amenaza, súplica o lamento capaz de romper este
juramento.
Un hilo de humo negro, espeso, como tinta, surgió del
cabello de Maldathar cuando éste se deshizo. Comenzó a enroscarse y a
serpentear como una víbora, alzándose frente al rostro del hechicero.
—Sangre, Fuego y Sombra, como yo obedezco, obedeced.
La sangre y la cera hervían sobre la banda de tela. El hilo
de tinta se quedó suspendido, recto, inmóvil.
—Doy a su nombre sobre mí todo el poder.
La cera se solidificó.
—Maldathar.
El jirón de sombra se enroscó
violentamente en torno al pedazo de tejido, tembló, convulsionó, se deshizo y
después se hundió sobre la plancha de cera y sangre, grabando aquel nombre en
un lenguaje que pocos podían comprender.
Las velas volvieron a arder en calma. Apretando los dientes,
Ammon se remangó un brazo apresuradamente, tomó el fragmento de tela y se lo
anudó por encima del codo, tirando de un extremo con los dientes y del otro con
la otra mano. El relampagueo de sus ojos se intensificó y después se detuvo por
completo.
Solo entonces suspiró aliviado.
Se tomó unos instantes para rezar una última oración y
después se levantó, muy lentamente. Se estiró la toga y se dirigió a la salida
del templo. Justo antes de cruzar la puerta, un cuervo graznó y entró
revoloteando por el tragaluz. Se le posó en el hombro, furioso, con el pico
abierto.
Ammon le miró con infinito desdén. Después alzó una mano y
atrapó al ave por el cuello. El cuervo agitó las alas, abrió el pico, trató de
arañarle con las patas.
—Hoy no. Ni lo sueñes. —Espetó el maestro, en un tono
amenazador. —No te lo permitiré.
Una llamarada de fuego prendió sobre las plumas del cuervo,
que graznó con desesperación y alzó el vuelo como un cometa hacia el tragaluz.
Ammon salió del templo y cerró la puerta tras él, con un
sonoro portazo.
. . .
Todo vuelve y todo regresa. La vida está compuesta de
ciclos. La misma vida forma parte de un ciclo más amplio que comparte con la
muerte.
Todo vuelve y todo regresa. Todo gira, como los planetas,
todo se despliega en una espiral de eterno retorno que se desenrosca igual que
el universo y las galaxias.
Sólo a veces, un suceso fortuito, tan casual como un estallido
o el caer de una gota en el mar, puede cambiarlo todo.
Y entonces nos preguntamos: ¿Es eso lo que llaman destino?
. . .
©Hendelie