sábado, 15 de septiembre de 2012

Leyendas de Sangre XVI: El Ciclo del Sol, III — El destino sellado


Maldathar nunca recordó cómo llegaron a la torre, ni tampoco quién le metió en la cama y le quitó el disfraz. Al encontrarlo al día siguiente colgado de una estantería y bien cepillado, supuso que había sido el sirviente.

Durmió la resaca hasta bien entrada la tarde y después estuvo deambulando durante horas por el bosque, cerca del Claro Ámbar, haciéndose preguntas. Trató de recordar los sucesos del día anterior, limpiarlos de la bruma de confusión que se les adhería y ordenarlos correctamente. No tuvo mucho éxito en su empresa. Finalmente, se sentó en una raíz y estuvo pensando en Ilsa, en Tyalanor y en el beso robado. Evitó pensar en el Cuervo.

Ilsa, Tyalanor, el beso robado. Era un poco extraño. A Ilsa no le había importado que el hijo del arpista le besara, de hecho le había resultado muy divertido. En la Torre había matrimonios que convivían felizmente aun sabiendo que el esposo tenía un amante varón y ella otra amante doncella. Aquellas cosas eran habituales en entornos como la Aguja Estrella del Alba. Quizá a Ilsa no le importaría si ellos dos se besaban más veces, ¿o sólo le había resultado gracioso porque lo tomó por una broma de borrachos?

Maldathar nunca antes había besado a otro varón, y en realidad, estrictamente no lo había hecho. Se preguntó como sería besar a Tyalanor, corresponder a sus labios, hundir los dedos en su cabello y abrazarle en la penumbra del cobertizo abandonado, allí donde siempre le encontraba tan hermoso. Imaginar aquellas cosas no le incomodó. De hecho, despertó un pellizco de deseo en él. Sin embargo no estaba muy seguro de cómo se procedía con esos asuntos entre dos varones y, casi sin darse cuenta, las escenas de su fantasía cambiaron. Tyalanor desapareció y fue sustituido por otro. Al reconocer a ese otro, Maldathar se estremeció y se reprendió, como si fuera un sacrílego.

“Ya basta”, se ordenó. “Eso no es apropiado. Y sin embargo… si quiero estar con Tyalanor así, no puedo ir a ciegas.”

Empezó a hacer planes, los sacrilegios cada vez le resultaron menos terribles y cuando ya estaba terminando de forjar un plan maestro, un latigazo de resaca le obligó a dejar de pensar. Se sintió un idiota y dedicó otros largos minutos a autocompadecerse. Después, regresó a la torre, con una decisión tomada, una duda por resolver y un latido tembloroso y grave, casi solemne, golpeándole en el pecho.

. . .



Las luces ya comenzaban a encenderse en la Aguja, pues el sol se había puesto. Las agitadas fiestas del Solsticio se tomaban un día de descanso hoy. Era la jornada dedicada a las celebraciones religiosas, la oración y la comunión con Belore. Maldathar, que nunca había sido muy practicante, se había saltado todos los ritos, pero Ammon no.

Le encontró en el Templo, arrodillado. Nunca le había visto rezar. Allí, bajo las luces doradas de los cirios, apretaba los dedos con fuerza entre sí ante de una hornacina en la que deslumbraba un Sol dorado con una llama ardiendo en el interior del cristal tallado que le daba forma. El sirviente llevaba puesta la toga de terciopelo negro con bordados dorados que era la favorita de Maldathar. Tenía la frente apoyada sobre los nudillos, el ceño fruncido y los ojos cerrados, y murmuraba una oración apenas moviendo los labios. Los largos cabellos blancos le cubrían el rostro; en ellos se veían resplandecer los abalorios. A pesar de la fervorosa posición en la que se encontraba, su figura era elegante y parecía tranquila; sólo el ceño dejaba entrever alguna clase de preocupación.

Al principio se quedó en la puerta, mirándole. No quería interrumpirle. La estancia estaba en penumbra, tenuemente iluminada por las velas y el brillo de los símbolos solares tallados en oro y cobre que se disponían en pequeños altares y hornacinas, aquí y allá. En lo alto de la cúpula había un tragaluz por el que, cuando era de día, la luz del Astro Rey penetraba a raudales, convirtiendo la sala circular en una especie de morada celestial, resplandeciente, áurea, brumosa y mística. Pero ahora, en la noche temprana, el ambiente era más oscuro y recogido.

Al cabo de unos minutos, después de haberle observado a escondidas sin cansarse, el mago entró en el templo. Se quitó la capa y la dejó en el reclinatorio. Luego se arrodilló a su lado. Unió las manos y miró hacia el frente. Ammon no abrió los ojos, pero el joven mago sabía que era consciente de su presencia. Estuvieron en silencio durante un rato. Solamente se escuchaba el chisporroteo de las velas. Finalmente, Maldathar habló en voz muy baja, apenas un susurro.

—Anoche estuve en la Aldea Estrella del Norte, Maestro. —“¿Es la primera vez que le llamo maestro?”. No lo recordaba. —Me escapé con Ilsa y con Tyalanor.

Ammon no dijo nada. Abrió los párpados, y eso fue todo.

Maldathar continuó.

—Vi a un elfo disfrazado de cuervo. Tenía los ojos violetas, como los tuyos. Su piel bajo la máscara estaba pintada de negro. Se parecía a ti, pero al mismo tiempo, no se parecía en nada. —Hizo una pausa y aguardó. Ammon no pronunció palabra. —¿Eras tú, maestro? Te ordeno que me respondas la verdad.

El sirviente se tomó su tiempo para contestar. Luego habló, con voz queda y grave.

—Ayer por la noche dormí. No pude esperarte despierto, pero desperté cuando llegaste.

Maldathar entrecerró los ojos. No estaba seguro de si eso era o no una respuesta.

—El Cuervo me dijo cosas que …

—No confíes en los cuervos—le interrumpió entonces el sirviente, volviendo el rostro hacia él con un ademán repentino y atropellado. Ammon no solía hablar con tanta rudeza, y el joven mago se encogió un poco, sorprendido. Pero rápidamente alzó la barbilla. Y el sirviente, rápidamente, moderó su tono. —No confíes en los cuervos, mi señor. No en sus palabras. No para ciertas cosas.

—¿Y para qué debo confiar entonces?

—Para aquello que su instinto les dicta.

—¿Y en ti? ¿Puedo confiar?

Maldathar mantuvo la mirada fija, insistente, sobre él. Ammon fue desenlazando los dedos uno a uno, sumido en una profunda reflexión que le hizo nacer otra arruga en el entrecejo. Después, apoyó ambas manos en el reclinatorio y asintió con la cabeza. Solemnemente.

—Puedes.

—Bien.

Se quedaron de nuevo en silencio. La llama que bailaba en el interior del Sol de cristal era un diminuto punto rojo que giraba en espiral, dejando una estela. La espiral se volvía cada vez más amplia hasta que había un estallido y después, la mota volvía a crearse en el centro de la joya.

—Tyalanor me besó anoche, en la fiesta—prosiguió Maldathar. Se sentía torpe y la lengua se le pegaba al paladar. —Nunca me había besado ningún varón. Me llevaste a conocer a las hembras, ¿por qué no a los varones? ¿Por qué no me has enseñado también eso?

—Ese interés no está presente en todos los de nuestra especie—respondió el maestro al cabo de unos segundos. Era su voz de siempre, suave, hipnótica. —Cuando despierta lo hace de forma natural. No me pareció apropiado iniciarte en ello. Pero ahora, si lo deseas, puedo llevarte a lugares donde puedes estar con varones. Allí podrás aprender cómo…

—No. —Le interrumpió, cortante y severo. Ammon volvió hacia él los ojos violetas. El joven mago tragó saliva antes de hablar, tratando de sortear el nudo que se le había cerrado en la garganta. —No es eso lo que deseo.

En el silencio que siguió bullían palabras calladas, impronunciables. Asomaban sin llegar a formarse, disolviéndose en la nada y llenándola con sus significados sin enunciar. Las llamas de las velas se reflejaban en los ojos del maestro, del sirviente, que parecían esferas de amatista con fuegos fatuos en su interior. Se reflejaban en los abalorios del cabello de Maldathar y teñían la piel de sus rostros con un suave toque de ámbar.

—¿Qué es lo que desea entonces mi señor?—preguntó Ammon. Su voz era terciopelo suave, casi inaudible.

Maldathar no respondió. Apartó la mirada y se puso de pie, recogiéndose las largas mangas de la toga. No volvió a mirarle. Mientras se iba, dejó flotando tras de sí una última frase.

—Te esperaré en la cama.

Después cruzó dignamente la puerta y desapareció en los pasillos, caminando como si fuera un príncipe.

. . .


Ammon se quedó solo. Sus ojos permanecieron fijos en el arco de acceso al templo durante minutos enteros y cuando fue capaz de arrancarlos de allí, un suspiro rasgado le cruzó la garganta.

Miró a su alrededor, buscando desesperadamente materiales. Sus pupilas se detuvieron en el reclinatorio. Maldathar había olvidado la capa.

Metió las manos en los bolsillos de la prenda en pos de algo que pudiera servir, pero no halló nada. Después se acercó la tela a los ojos, examinándola palmo a palmo hasta que encontró una hebra de cabello negro y largo. Lo tomó entre los dedos y lo separó de las fibras. Eso tendría que bastar.

Sacó la daga de debajo de un pliegue de la toga y cortó un jirón de tela. Lo dispuso cuidadosamente sobre el reclinatorio, bien estirado, y colocó el cabello sobre él. Después tomó una vela. Sus movimientos eran rápidos y seguros.

Hizo un corte preciso sobre su mano y derramó la cera y la sangre sobre el jirón de tela, enterrando el cabello bajo las gotas blancuzcas, lechosas, y las rojas y oscuras. Su voz fue como un murmullo que no despertó ecos en la sala. 

Los ojos le brillaban con decisión.

De Sangre, Fuego y Sombra es la cadena... que a servir en este mundo me condena.

Las llamas de las velas vacilaron. Un soplo oscuro, espeso, penetró en la sala.

De Sangre, Fuego y Sombra los grilletes… que a sus deseos mi voluntad someten.

La sangre y la cera se mezclaron, amalgamándose sobre la tela y el cabello de Maldathar como movidas por un dedo invisible. Comenzaron a burbujear, aunque ninguna fuente de calor las alcanzaba.

—No haya fuerza en este ni otros mundos … capaz de deshacer este conjuro.

Algunas velas se apagaron en las hornacinas contiguas. La llama del cirio que Ammon sostenía entre los dedos prendió en un tono azulado, sus ojos resplandecían a intervalos, como si en el interior estuviera teniendo lugar una tormenta eléctrica y convulsa. Se mantuvo firme.

—No haya amenaza, súplica o lamento capaz de romper este juramento.

Un hilo de humo negro, espeso, como tinta, surgió del cabello de Maldathar cuando éste se deshizo. Comenzó a enroscarse y a serpentear como una víbora, alzándose frente al rostro del hechicero.

—Sangre, Fuego y Sombra, como yo obedezco, obedeced.

La sangre y la cera hervían sobre la banda de tela. El hilo de tinta se quedó suspendido, recto, inmóvil.

—Doy a su nombre sobre mí todo el poder. 

La cera se solidificó. 

Maldathar.

El jirón de sombra se enroscó violentamente en torno al pedazo de tejido, tembló, convulsionó, se deshizo y después se hundió sobre la plancha de cera y sangre, grabando aquel nombre en un lenguaje que pocos podían comprender.

Las velas volvieron a arder en calma. Apretando los dientes, Ammon se remangó un brazo apresuradamente, tomó el fragmento de tela y se lo anudó por encima del codo, tirando de un extremo con los dientes y del otro con la otra mano. El relampagueo de sus ojos se intensificó y después se detuvo por completo.

Solo entonces suspiró aliviado.

Se tomó unos instantes para rezar una última oración y después se levantó, muy lentamente. Se estiró la toga y se dirigió a la salida del templo. Justo antes de cruzar la puerta, un cuervo graznó y entró revoloteando por el tragaluz. Se le posó en el hombro, furioso, con el pico abierto.

Ammon le miró con infinito desdén. Después alzó una mano y atrapó al ave por el cuello. El cuervo agitó las alas, abrió el pico, trató de arañarle con las patas.

—Hoy no. Ni lo sueñes. —Espetó el maestro, en un tono amenazador. —No te lo permitiré.

Una llamarada de fuego prendió sobre las plumas del cuervo, que graznó con desesperación y alzó el vuelo como un cometa hacia el tragaluz.

Ammon salió del templo y cerró la puerta tras él, con un sonoro portazo.


. . .


Todo vuelve y todo regresa. La vida está compuesta de ciclos. La misma vida forma parte de un ciclo más amplio que comparte con la muerte.

Todo vuelve y todo regresa. Todo gira, como los planetas, todo se despliega en una espiral de eterno retorno que se desenrosca igual que el universo y las galaxias.

Sólo a veces, un suceso fortuito, tan casual como un estallido o el caer de una gota en el mar, puede cambiarlo todo.

Y entonces nos preguntamos: ¿Es eso lo que llaman destino?


. . .

©Hendelie

Leyendas de Sangre XVI: El Ciclo del Sol, II — Las palabras del Cuervo



Llevaba una máscara de plumas negras, una capa de plumas negras, un traje de plumas negras. En el cinturón, una gema púrpura. Las botas eran dos garras pardas. El pico negro de la máscara se adelantaba como un espolón y el cabello era una peluca de lana, negra y crespa, despeinada. Tenía los ojos de color violeta y le observaba con expresión burlona.

El corazón de Maldathar saltó en el pecho y la copa quedó suspendida, inmóvil, en su mano crispada. Conocía esos ojos. Por un momento pensó que era él, Ammon. Eran sus ojos, el mismo color, la misma forma, la misma profundidad. Pero aquella expresión no era la suya, tampoco aquella voz ligera con la que le saludó. Y lo hizo con una frase extraña y bufonesca.

—El Misterio bebe vino de primavera y se entristece. —Sacudió las plumas del hombro con un movimiento aviar. Todos sus gestos lo eran. Parecía un pájaro polimorfado en elfo y a su vez disfrazado de pájaro—. ¿Está triste porque nadie le resuelve?

Maldathar entrecerró los ojos y dio un trago a la copa. No, esa no era la voz de Ammon y esa mirada burlona no era la suya. La agitación en su pecho dio paso a una breve decepción. Le dio la espalda.

—Los misterios no existen para ser resueltos.

—Existen para fascinar, ¿no es así? —El Cuervo se ladeó para buscar su mirada, se interpuso en su campo de visión, retorciendo el torso. —¿Está triste este enigma, entonces, porque no es tan fascinante como pretendía?

Maldathar parpadeó dos veces. El Cuervo esbozó una sonrisa torcida, burlona, y él tuvo que reprimir la suya. “Maldito idiota”, pensó.

—Tal vez—mintió, dando un digno sorbo a su copa.

—El Misterio no debe desilusionarse si le tienen miedo—susurró el pájaro negro, acercándosele más. Levantó un ala para hablarle al oído, entre secretos. Olía a sangre y a conjuros, a algo oscuro y denso, magnético y familiar—. El Misterio no está al alcance de todo el mundo. ¿Quién va a querer sentirse atraído por lo inaccesible? No, huyen, huyen. Al Misterio, ¿quién lo entiende? —Hizo una pausa. Maldathar le miró de reojo y el Cuervo volvió a sonreír con insolencia. —Los iniciados. Los que tienen los ojos largos.

Hizo un gesto con la mano, desde la altura de su antifaz hacia la lejanía. Luego le miró de nuevo y Maldathar se dio cuenta de que había estado observándole casi sin respirar. Tomó otro sorbo.

—Y los Cuervos. ¿Es eso?

El ave agitó las plumas y se rió con una risa grave y cálida, un tanto desdeñosa.

—Los Cuervos, tal vez. Quién lo sabe. Ellos no te lo dirán.

—Los Cuervos también son Misterios, entonces.

—No, sólo son astutos.

—Entonces son vanidosos—insistió él.

Maldathar no tenía una gran tolerancia a la contradicción, pero aquel pájaro parecía querer ponerla a prueba.

—No, sólo son astutos.

—Eso ya lo has dicho—entrecerró más los ojos, mirándole con hostilidad—. ¿Eres un cuervo o un loro? ¿Y por qué me molestas?

El Cuervo agitó las plumas y se rascó un hombro con el pico. Luego le sonrió, acercándosele mucho. Maldathar se tensó. Detrás del Cuervo, la fiesta brillaba, esplendorosa, los elfos y elfas bailaban, Ilsa y Tyalanor giraban alrededor de una hoguera, tomados de las manos. Pero el Cuervo se interponía entre él y todo eso, su sombra apagaba el brillo de los fuegos y los fanales.

—Tú me has llamado—susurró el ave.

—Yo no te he llamado.

—No es cierto. —El Cuervo casi ronroneaba. Ladeó la cabeza emplumada y alzó un ala para rozarle el hombro, el cuello y la barbilla. Maldathar sintió deseos de estamparle la copa de cristal en la cara, pero no fue capaz. Se había quedado petrificado, y no sabía bien por qué. Aquel tacto emplumado le sacudía muy adentro, en el alma, con una mezcla de pánico y anhelo. —No me has llamado a gritos, pero me has dejado tus reclamos. Te alejas de los demás, buscando la soledad. Pierdes la mirada en el fuego. El beso de la Vanidad te hace tambalearte. —“¿Me ha estado espiando? ¿Quién demonios es?” —Rehuyes lo que deseas, y deseas mucho más. No, no me has llamado a gritos, pero me has dejado tus reclamos. Ahora estoy aquí, para cumplir todos tus deseos. Los que callas.

El Cuervo volvió a sonreír con esa sonrisa inquietante y maligna. Maldathar se sintió completamente impotente ante él. No le temblaban las manos pero una sensación pesada y ominosa empezó a circundarle y a llenarle de amargura. Cuando al fin fue capaz de hablar, la voz le salió débil y ahogada.

—Pues empieza por desaparecer de mi vista.

El Cuervo sacudió las alas. Se rascó con el pico debajo de una y luego le volvió a sonreír.

—Como ordene mi Señor. —Comenzó a caminar hacia atrás, acercándose de espaldas a la hoguera. —Rehuyes lo que deseas… pero algún día, estaré sobre tu hombro. Y tú me querrás allí.

Maldathar apretó los dientes, crispó los dedos. La embriaguez pareció disipársele de golpe y avanzó como una tempestad hacia el extraño elfo emplumado, con una mano extendida hacia delante, dispuesto a conjurar un infierno sobre él y exterminarle para siempre. El Cuervo dio entonces un salto y una voltereta en el aire, hacia el interior de la hoguera. El mago se detuvo en seco, aguantando la respiración. Las llamas se elevaron y una voluta de humo negro como la noche se elevó hacia el firmamento. Un puñado de plumas quedaron flotando sobre la pira.

“No puede ser. ¿Todo esto ha sucedido?”

Maldathar contemplaba el fuego. Una de sus manos goteaba sangre y vino sobre el suelo. Había roto la copa sin darse cuenta y tenía cristales clavados en la palma, pero ni siquiera era consciente del dolor. Tenía la botella en la otra mano y empezó a dar largos tragos. Estuvo allí, inmóvil, aturdido, durante minutos enteros, bebiendo a largos tragos hasta que dilapidó la botella. La embriaguez y el cansancio se le subieron a la cabeza y de pronto todo le pareció irreal y estúpido. Se sintió débil y borracho, enfermo. Iba a intentar moverse para sentarse en alguna parte cuando una mano amiga se posó sobre su hombro y la voz de Tyalanor, el hijo del arpista, llegó hasta él, ensordecida.

—¿Te encuentras bien?

—Sí. Sí, pues claro que estoy bien.

—Estás sangrando.

Medio adormilado, se dejó guiar hacia el borde de la fuente. Se sentó, mientras Tyalanor parloteaba, preocupado palabras que no entendía. El hijo del arpista empezó a sacarle trozos de cristal de la mano. Se obligó a volver en sí cuando los ojos azules, inquietos, se clavaron en los suyos.

—En serio, estoy bien.

—¿Es por lo que he hecho? ¿Te he aguado la fiesta porque te he besado? Dime la verdad, Maldathar, no me mientas. Siempre me mientes.

Maldathar entrecerró los ojos. “¿De qué habla este idiota?”

—No eres el centro del universo—repuso con apatía.

Tyalanor se quedó frío, como golpeado, por un momento. Luego empezó a escupirle palabras cargadas de sarcasmo.

—Belore... disculpad mi atrevimiento, Majestad, al pensar que mi comportamiento podía afectaros. Además, es evidente que el centro del universo eres tú. No pretendía arrebatarte la posición.

—No te enfades. Auch. —Tyalanor le había arrancado un trocito de cristal con mucha brusquedad. Le tocó el pelo con la otra mano, en un gesto infantil. Siempre le había gustado su pelo—. No te enfades conmigo, Tyalanor.

—Eres insoportable.

—No me has molestado. Sólo me has sorprendido. No me lo esperaba.

—Ya. —Tyalanor apartó la vista. —Debes estar un poco ciego si no te lo esperabas.

—¿Era una broma estúpida o de verdad querías besarme?

No estaba preparado para entender estas cosas. No en aquel momento, cuando todo le daba vueltas y tenía la sensación de ir perdiendo la dignidad poco a poco, a medida que su cuerpo oscilaba en el borde de la fuente.

—Eso depende de si te ha gustado o no.

—Bueno. Es difícil de decir. —No estaba preparado para esta conversación. Tenía ganas de vomitar. Y sin embargo no podía callarse. —Ha sido un beso muy poco valiente, si me permites el comentario. Pero no ha estado mal, yo diría que sí me ha gustado.

—En serio, eres insoportable—refunfuñó el joven de ojos azules, ofendido.

—No te enfades conmigo, Tyalanor. —Volvió a tocarle el pelo. —Soy un bastardo cabrón. Mira. Puedes besarme todo lo que quieras, ¿de acuerdo? Pero hoy no. Estoy muy borracho y creo que voy a quedarme dormido en cualquier momento.

El hijo del arpista levantó la mirada y el enfado se disipó de sus ojos claros tan rápido como había llegado. Se rió con suavidad y le sacó el último cristal.

—Ilsa está imparable y tu estás hecho polvo. Voy a tener que llevaros a casa a los dos.

—Gracias.

El hijo del arpista esbozó una media sonrisa.

—Para eso están los amigos.

. . .

©Hendelie

Leyendas de Sangre XVI: El Ciclo del Sol, I — De nuevo, Solsticio


Todo vuelve y todo regresa, la vida está compuesta de ciclos, y la misma vida forma parte de un ciclo más amplio que comparte con la muerte. Todo vuelve y todo regresa, todo gira como la rotación de los planetas, se despliega en una espiral de eterno retorno cada vez más amplia, que se desenrosca igual que el universo y las galaxias.

Solo a veces, un suceso fortuito, tan casual como un estallido o el caer de una gota en el mar, puede cambiarlo todo, desestabilizar los ciclos. Y entonces nos preguntamos: ¿Es casualidad?

Todo vuelve y todo regresa. El Solsticio también regresó, como cada año. La aldea Estrella del Norte se engalanó con farolillos, se colocaron antorchas, velas, hogueras, pebeteros con cirios y flores de fuego, quemadores de incienso y banderines de color rojo y dorado. Los habituales tonos azules y verdes con los que se vestían los hogares humildes se cambiaron por cortinas rojas y alfombras amarillas. Las muchachas se cosían los vestidos, los jóvenes se lustraban los botones.

La aldea se encontraba a tres horas de camino de la Aguja Estrella del Alba, era la localidad más próxima a la torre y en el día más importante de los festejos, el Señor de la Torre bajaba allí a repartir chucherías mágicas, faroles flotantes, juguetes y bendiciones. Tomaba un brindis con los elfos más importantes de la aldea y pasaba un rato entre ellos, y después regresaba a la Torre, a los festejos del Claro Ámbar, con su gente. Pero aquel evento tendría lugar dentro de tres días y por el momento, las fiestas ya anticipaban su esplendor con bailes y danzas, banquetes y celebraciones.

El camino que llevaba a la aldea atravesaba el bosque, pero era uniforme, fácil de seguir y bastante seguro. Al menos para tres jóvenes hábiles y preparados como ellos. El sol aún no se había puesto y las tres siluetas, habiendo salvado ya la densa arboleda, avanzaban con rapidez hacia el valle donde se veían cada vez más cercanos los tejados redondos y blancos y las amplias terrazas del pueblo.

Las máscaras les cubrían el rostro y las capas ondeaban a su espalda. Iban conversando, y en ocasiones, la risa cantarina de la elfa sobresalía por encima de las voces de sus compañeros.

—El gato seguía buscando al ratón, pero no lo encontraba por ninguna parte—decía el joven mago—. Al final, cuando se dio por vencido, se tumbó junto al fuego del hogar, fastidiado.

Tyalanor dio un paso por delante de él y se giró a medias con un gesto cómico.

—Y el ratón estaba debajo. ¿A que sí?

—Siempre me tienes que estropear las historias—replicó Maldathar, fulminándole con la mirada.

Tyalanor se echó a reír e Ilsa le acompañó. Ella caminaba muy pegada a Maldathar, quien le rodeaba la cintura con un brazo.

—No es culpa mía, es que soy demasiado inteligente—se justificó el hijo del arpista, haciendo una mueca—. No lo puedo evitar.

—El traje te queda que ni pintado—le respondió su compañero con una mueca.

Tyalanor hizo una reverencia y se apartó la capa hacia atrás. La suave brisa les agitaba los cabellos y se veían obligados a entrecerrar los párpados ante la luz hiriente del sol, que ya comenzaba a despedirse. Ilsa cogió del brazo al joven de ojos azules y le sonrió.

—Has elegido un disfraz muy original. ¿Qué representa?—preguntó.

—Trata de adivinarlo—sonrió Tyalanor, retándola—. Maldathar lo acertó, seguro que tu también lo haces.

La dama hizo un mohín debajo del antifaz y después irguió la barbilla.

—Hum, veamos… —le hizo girar como un bailarín y Tyalanor le siguió el juego, exhibiéndose. —Llevas cristales brillantes en tu máscara, el pelo suelto y lleno de broches y joyas… y una toga de pedrería que seguro que no te mereces. ¿Eres el Ladrón?

—No—Tyalanor hizo girar el espejo de madera labrada que llevaba en la mano—. Esto debería decirte algo.

Ilsa le observó mientras caminaban, mordiéndose el labio. Los colores del traje del arpista eran rojos, brillantes, con toques de turquesa y de naranja. En las mangas y en el bajo había cosidos encajes y la toga se ceñía a su cuerpo de una forma muy reveladora. Además, el joven caminaba pavoneándose. Ilsa le había conocido hacía ya unos meses, cuando Maldathar les presentó a escondidas. Se habían caído bien enseguida y Tyalanor se convirtió en alguien tan cercano a la hija del Señor de la Torre como lo era para Maldathar. Los tres se habían vuelto inseparables, y aunque ella respetaba la intimidad de los dos amigos, en varias ocasiones los tres compartían momentos divertidos en el viejo cobertizo abandonado, bebiendo vino robado, haciendo bromas o escuchando tocar a Tyalanor.

—Un espejo. Un espejo… ¡Ya lo tengo!—La dama dio una palmada—. ¡Eres la Vanidad!

El muchacho hizo una reverencia y le entregó el espejo a Ilsa.

—Acertaste. Toma, te lo has ganado.

La sofista sonrió. Se sentía rejuvenecida con todo aquello: escapar de la torre para ir a un baile de máscaras con su amante y con su amigo no era algo que hiciera con frecuencia. A los dos elfos les había costado convencerla, pero finalmente, se había dejado llevar por la ilusión.

Se miró al espejo, contenta con su aspecto. Llevaba los rizos castaños recogidos con horquillas en lo alto de la coronilla, un vestido verde suave con cientos de lirios naturales prendidos sobre las gasas y una máscara hecha de hojas verdes y pétalos blancos. Ella era el Lirio, evidentemente, y Maldathar decía ser el Misterio. Él vestía de terciopelo negro y morado con una sencilla máscara negra y el cabello cubierto por una capucha. De lejos, su atuendo parecía simple e incluso desangelado, pero al acercarse, Ilsa vio que toda la toga estaba llena de intrincadas runas bordadas en el mismo color de la tela, runas que ella no comprendía y que eran imposibles de distinguir si uno no se aproximaba y miraba con atención. En la máscara también había extraños símbolos grabados.

Aunque no le preguntó a su amante de qué se trataba, tuvo que reconocer que el efecto del disfraz era muy bueno.

—Deberías componer una canción sobre esto—dijo a Tyalanor—. Lirio, Misterio y Vanidad. Y tú deberías inventar una historia.

Maldathar levantó una ceja y compuso una expresión digna.

—¿Para qué, si después no me dejáis contarlas?—ironizó.

—Para que yo pueda interrumpirte—intervino Tyalanor, sonriendo. El pelo rubio cobrizo le brillaba al sol de la tarde—. Por cierto, ¿Qué pasó con el gato y el ratón?

—El ratón murió aplastado por el gato—resolvió con desapasionamiento.

La sofista volvió a reír en alto y Tyalanor suspiró, resignado. Iba a decir algo más cuando, desde la aldea, se escuchó el sonido de las chirimías y las arpas. Algunos fuegos artificiales surcaron el aire y explotaron en cientos de motas de luz brillante. El sol escondió los pies detrás de las colinas, rojo, redondo y muriente.

—¡Vamos! Ya va a empezar.

Ilsa les agarró de las manos y tiró de ellos, corriendo como una niña por el camino de tierra.


. . .


La noche llegó y se llenó de alegría. El vino mágico corría en las copas y en los picheles de barro y madera, el polvo de maná, dispuesto en bandejas y en hondos recipientes como pirámides brillantes, desaparecía con rapidez. La música cada vez era más animada y los elfos y elfas danzaban en corros, en parejas, moviendo los pies ligeros y girando bajo las estrellas. Las hogueras resplandecían. A veces alguien saltaba por encima de una o arrojaba pequeños papeles doblados con todo lo que deseaban quemar: nombres de antiguos amores, de viejos rencores, de cosas dolorosas que no podían olvidarse. Pero el fuego lo devoraba todo, sin excepción.

Maldathar se había apartado a un lado, contemplando las llamas, pensando en estas cosas. Se sentía algo embriagado, alegre y extrañamente melancólico al mismo tiempo. Parecía incapaz de disfrutar de nada por completo, siempre tenía que haber en él un poso de nostalgia, y aquello le fastidiaba. Le hubiera gustado arrojar a la pira ese pequeño gusano, la larva oculta en su corazón que le causaba esa tristeza continua y soterrada, pero no podía encontrarla. No podía tampoco arrancársela, o eso creía. Formaba parte de él tanto como su propio nombre.

Ilsa acudió a su lado al rato, del brazo de Tyalanor. Ellos también estaban achispados y alegres, pero nada más. Brillaban como estrellas. Dos estrellas hermosas y diferentes, que no obstante encajaban a la perfección. Los dos eran cálidos, claros, alegres, pertenecían al mismo mundo. “Yo soy oscuro y bastardo, yo pertenezco al Sueño y a la Sombra.”, se dijo. Apuró la copa de un trago mientras Ilsa se le acercaba y le rodeaba el cuello con un brazo.

—¿Sabes lo que me han dicho?—dijo ella entre risas. Olía a licor y a lirios, le brillaban los ojos, exultante de alegría como estaba—. Ese tipo de ahí, el de la máscara de zorro… me ha robado un adorno y ha dicho que quiere desflorarme por completo. ¡Nunca me habían dicho nada así!

Maldathar sonrió a medias, por compromiso.

—¿Y tú que has respondido?

—Le he dicho que las únicas flores que me quedaban eran las del vestido. ¡Y él replicó que entonces tendría que quitármelo! ¿Te lo puedes creer? —Ella se colgó de su cuello y le besó la barbilla, risueña y feliz. —Nunca había pensado que los plebeyos fueran tan descarados. ¡Me estoy divirtiendo como nunca!

—Ya te dijimos que harías bien en venir.

Tyalanor les observaba, pero su jovialidad se había ido sosegando. Era un joven sensible y empático, no le costó percibir el talante taciturno de su amigo.

—¿Y tú, qué hacías aquí tan solo?—preguntó, acercándose a él por el otro lado—. ¿Pensando en cosas tristes?

—Me gusta mirar el fuego—replicó él.

Tyalanor le rodeó la cintura con el brazo y apoyó la cabeza en su hombro. Olía a licor y a resina, el resplandor de sus ojos era menos chispeante, más cálido. Maldathar no se sintió incómodo con su contacto y a Ilsa tampoco parecía importarle.

—Eres el Misterio y estás haciéndote el misterioso, ¿no es eso?—preguntó la dama, acariciándole el pelo tras bajarle la capucha.

—En realidad sólo quería hacerme el interesante para que vinierais a agasajarme. Y mirad, lo he conseguido.

La risa de la sofista volvió a cascabelear, grave y dulce, y Tyalanor chasqueó la lengua. 

Y entonces, de pronto, lo hizo. Giró sobre sí mismo, se acercó a su rostro y le besó en los labios, un beso largo y un poco infantil, inseguro. Ilsa Estrella del Alba estaba allí, y se limitó a taparse la boca y ahogar un gritito divertido. Maldathar en cambio, se tensó de inmediato. Cuando Tyalanor se separó, el hijo del arpista no parecía afectado en absoluto.

—¿Te sientes lo bastante agasajado ahora?

—¡Tyalanor! —le reprendió Ilsa, medio en broma—. No seas malo. Creo que le has afrontado.

Maldathar tenía el ceño fruncido y miraba a Tyalanor sin entender a qué había venido aquello. Aún tenía su calor sobre los labios y le parecía que parte de su perfume también se le había quedado prendido.

—Vamos, no hay por qué escandalizarse—dijo el hijo del arpista—. De todos es sabido que la Vanidad se siente atraída por el Misterio.

La dama Estrella del Alba y el hijo del arpista se echaron a reír con complicidad. Como si ambos entendieran un chiste del que Maldathar formaba parte y que escapaba a su comprensión.

Entrecerró los ojos, con la desagradable sensación de que se estaban riendo de él. Dejó la copa en la mano de Tyalanor, vacía, y se separó de ellos, caminando hacia la hoguera. Les escuchó decirle algo a lo lejos, llamarle, quejumbrosos. Quizá molestos por su actitud. Pero no tenía ganas de seguirles la broma. Rodeó la pira y se colocó al otro lado, apoyándose en una vieja fuente sin agua y mirando las lenguas rojas y danzarinas. Y entonces su tristeza y su añoranza tuvieron un rostro, una identidad.

“Ojalá estuvieras aquí”, pensó, con la vista fija en las luces incandescentes. Era hipnótico. Hacía un poco de daño. Pero le gustaba. “Ojalá estuvieras aquí. No debería haber venido. Tenía que haberme quedado allí, contigo. Tú sí que lo entenderías. Tú lo entiendes todo.”

Cerró los ojos y respiró hondo. 

Minutos después, cuando se hubo cansado de autocompadecerse, sacudió la cabeza para despejarse y volvió al baile. Su amante y su amigo le recibieron con calidez y le pidieron perdón innecesariamente. Pronto volvió a correr el vino, volvió a chispear el polvo de maná, y la nostalgia se apaciguó entre las risas de desconocidos cubiertos por máscaras, sus susurros insinuantes y las miradas cargadas de intención, con el roce de los cuerpos en las danzas.

A medianoche, los tres estaban totalmente borrachos. No era la ebriedad desastrosa e indigna que hace a las lenguas enredarse al hablar y al cuerpo incapaz de coordinar movimientos, sino ese estado alterado que provoca la magia corriendo por las venas como electricidad y el dulce sabor del vino afrutado en la garganta. Ilsa se convirtió en una princesa contoneante que derrochaba elegancia en cada paso de baile, desnuda de todo pudor, con los brazos alzados y la mirada resplandeciente. Había perdido más de la mitad de las flores y se le había soltado el pelo. Tyalanor parecía un gato, moviéndose entre unos y otros con una tentación escrita en la sonrisa traviesa. Maldathar resultaba magnético pero inaccesible, y aunque las miradas se posaron frecuentemente sobre él, no recibió ninguna invitación descarada. Le fue fácil pues escurrirse en medio de una contradanza para ir a buscar otra copa a una de las mesas alargadas dispuestas en la plaza a tal efecto.

Acababa de llegar y estaba llenando el vaso con un reserva Toquesol, resplandeciente y oscuro, cuando escuchó el aleteo cercano. Volvió la mirada y se encontró frente a frente con él.

Con el Cuervo.

. . .

©Hendelie

viernes, 14 de septiembre de 2012

Leyendas de Sangre XV: El Príncipe de los Bastardos camina entre dos mundos.


La primavera eterna en el sur era más templada que en el norte. En Lunargenta, la capital, así como en las aldeas de los alrededores y en la Isla Sagrada de Quel’danas la lluvia era poco frecuente y las temperaturas más suaves. Pero en los bosques más meridionales los días eran cálidos y húmedos y al atardecer no era infrecuente una tormenta suave o un chubasco fino y veraniego. Aquella madrugada, cuando Maldathar abandonó las habitaciones de Ilsa Estrella del Alba, las gotas de lluvia repiqueteaban en los vidrios de los ventanales. Mientras caminaba, rápido y silencioso por los corredores y las rampas, su mirada se volvía con frecuencia al cielo oscuro y a la lluvia invisible que lavaba la noche. En sus sueños llovía a menudo y muchas veces se preguntaba si le gustaba, si añoraba las tormentas, el tacto del agua libre sobre la piel. Su relación con la lluvia era incomprensible y misteriosa para él.

Había sido una noche muy agradable, como venían siéndolo casi todas últimamente. Había estado con Ilsa durante horas, la había amado y también habían conversado después, cuando les sobrevino la pereza. Él tenía los dedos en su pelo, ella deslizaba los suyos sobre el pecho inmaculado del elfo. A media voz, discutían sobre magia. ¿Hacían eso los amantes? ¿Ponían en común procesos arcanos después de hablarse de amor y de fundirse con el otro en una cópula casi mística? Ellos sí, ellos lo hacían. ¿Eran las demás elfas como Ilsa? Maduras, seguras, dueñas de sí mismas. Maldathar no lo sabía, pero tampoco quería descubrirlo: aquella era la que él deseaba tener, y la tenía. Y ella le tenía a él, sin duda alguna. La sofista sabía lo que quería, se entregaba al placer con tanta libertad como al conocimiento. No se sentía vulnerable ni abandonada cuando él se disponía a irse después del sexo, de hecho, era ella muchas veces quien se levantaba primero de la cama. Ilsa era sabia y tenía una sensibilidad muy especial, no obstante, nunca hacía dramas por nada. No es que fuera sumisa y apocada, todo lo contrario, era fuerte e independiente. Maldathar sabía de forma instintiva que aquella dama no necesitaba a ningún elfo varón a su lado para tener y mantener su poder, para reafirmarse o para definirse a sí misma. Su belleza era tan sublime y atractiva como el resto de su persona. Carácter, inteligencia, alma y cuerpo formaban un conjunto irresistible, y el hijo de Cordelia agarraba ese conjunto con posesividad. La tenía, y ella le tenía a él.

“Lo tengo todo”, se dijo, mientras descendía la última rampa. Se detuvo un momento delante de uno de los balcones, cerrados por una puerta de cristal y pesados cortinajes. Afuera, alrededor de unas columnatas de mármol blanco, un rosal y una hiedra se enredaban y se abrazaban bajo la lluvia. Una luminaria arcana los alumbraba con el suave resplandor de una llama azul. “No, tengo más que todo”.

Tenía posición, a pesar de su origen discutible. El talento y las enseñanzas recibidas le habían abierto camino, y el Señor de la Torre parecía tener confianza en sus posibilidades. Tenía a la mujer que deseaba. Tenía al mejor amigo que podía esperar, mejor de lo que merecía. “¿Por qué no estoy satisfecho?”.

El rosal y la hiedra no tenían la respuesta. La lluvia tampoco. Hundió la mirada en la negrura, buscando, pero el cristal se interponía y la noche estaba vacía. La opaca oscuridad y el vidrio de la puerta le devolvieron su reflejo: un elfo joven, recién entrado en la mayoría de edad, con la nariz curva y afilada y los ojos brillantes y hambrientos. Metió la mano en uno de los bolsillos de la toga y sacó los abalorios de plata. Se los había quitado para estar con Ilsa. Volvió a colocárselos, uno a uno, perdido en sus pensamientos.

La lluvia repiqueteaba, serena y limpia. Los corredores de la torre estaban desiertos a aquellas horas. La voz grave y profunda, sosegada, le llegó a través de los recuerdos como una letanía.



“Hace mucho, mucho tiempo, el Cuervo vivía en el mundo de los espíritus, allí en la Sombra. El Cuervo era un viajero de los planos, y cuando se sentía aburrido —cosa que sucedía con frecuencia—, extendía sus alas y se marchaba a visitar otros lugares.

Ocurrió que en una de estas ocasiones, el Cuervo descendió a nuestro mundo. Aquí encontró una gran concha, cerrada cerca de la playa. Curioso, el Cuervo se acercó a la concha y se asomó por la abertura, y allí dentro encontró que estaban recluidos los elfos.

—¿Qué hacéis aquí?—les preguntó.

—Vete, déjanos—respondieron ellos—. El Pozo es muy brillante, estamos asustados. El mundo ahí afuera es terrible. Hay tormentas y hay oscuridad.”



En el exterior, en la noche negra y húmeda de lluvia no mostraba nada. Su reflejo parecía un fantasma pálido suspendido al otro lado, como si una parte de él hubiera atravesado una puerta o un espejo y se encontrase más allá.

—Tú eres mi Cuervo—dijo Maldathar, apoyando la mejilla en el cristal—. Desde que vi la luz has venido a mí trayéndome regalos y recuerdos, pruebas de un mundo que está entre lo visible y lo invisible. ¿Cómo no voy a estar hambriento?



“El Cuervo encontró muy divertidas a esas criaturas que se escondían dentro de la concha marina. Y en vez de insistirles, se quedó cerca de la oquedad. Cada noche, les traía algo del exterior: ora una rama, ora una piedra brillante, plumas de aves, hojas verdes, pardas, púrpuras. Día tras día, los elfos que vivían dentro de la concha iban volviéndose más curiosos y su refugio les iba pareciendo menos agradable.”



—Lo tengo todo, pero es como no tener nada. El amor de la mujer, la amistad del amigo, el reconocimiento de los que son más altos en saber, el poder limitado de un mundo limitado.

El reflejo en la ventana movía los labios a la vez que él. Cansado de verlo, puso la mano sobre el cristal y tapó a aquel otro Maldathar, el fantasma del exterior.

“Todo se vuelve amargo, cenizas en mi boca. Insuficiente”

—Es por tu culpa—murmuró muy bajo, con la voz áspera y cruel.

Le vino un destello: la imagen del Claro Ámbar y de la doncella blanca de ojos vendados. Había bailado con ella. Ahora sólo la atisbaba en velos brumosos, de cuando en cuando, en los momentos de estudio y comprensión en los que le parecía captar un retazo de infinitud, una de las letras que componían el misterio clave, la palabra última.

“Es por su culpa.”

Se apartó de la ventana y recorrió el resto del camino como una sombra, silencioso e invisible. Al llegar a su habitación, una única vela ardía. Ammon estaba  sentado en el sillón, junto a la ventana. Tenía un pesado libro entre las manos y pasaba las páginas con mucho cuidado, como si fueran seres vivos. Llevaba una bata de color granate atada con un cordón en la cintura, de mangas largas y capas de tela ligera. Los ojos violetas se volvieron hacia él y le saludaron en silencio.

Maldathar cerró la puerta tras de sí y se apoyó en la hoja de madera.

“Es por su culpa.”

Observó los cabellos blancos, larguísimos, y el rostro esculpido y sereno. Sentía el estómago revuelto. Quería estar enfadado con él, hacerle entender la maldición que le imponía mostrándole todas las cosas que podría alcanzar un día. Pero sólo se sentía culpable. Dividido entre dos mundos. En uno estaban Ilsa, Tyalanor, la Torre, la magia, el mundo limitado y conocido, seguro y lleno de estructuras fijas que uno podía aprender y controlar. En el otro, Ammon y los misterios, el mundo místico y cambiante, sin reglas, sin normas, los sueños, la noche, lo imposible volviéndose posible.

Quería estar enfadado con él, pero estaba triste y angustiado.

“¿Y si ya no los puedo alcanzar? Me he acostado con la elfa, he aceptado los honores, he tomado los frutos de este mundo y los he probado, me he rendido a él… ¿Y si he perdido la capacidad?”

El pensamiento le mareó y un miedo primitivo se aferró a las paredes de su pecho. No fue consciente de la palidez enfermiza que su rostro adquirió de forma repentina, pero el sirviente sí lo fue. Cerró el libro, lo dejó a un lado y se incorporó con más rapidez de la que solía imprimir a sus movimientos. Se acercó a él y le puso la mano en la frente.

—Señor, ¿te encuentras bien?

Quería abrazarle y reclamar su consuelo, pero le apartó la mano, frunciendo el ceño.

—No estoy enfermo.

Los ojos de Ammon seguían fijos en él. Su voz regresó, suave, paternal y afectuosa.

—Cuando eras un niño y te herías, cuando algo te dolía, me permitías curarte, cuidarte. Nunca me dejabas secarte las lágrimas. Pero llorabas.

Los dedos del sirviente le rozaron la mejilla, le intentaron levantar la barbilla. Maldathar había bajado la cabeza. Cuando alzó el rostro, respondiendo a sus demandas y sin alejarle esta vez, sus mejillas estaban secas y no había humedad en sus lagrimales. Pero sí una honda amargura en su mirada.

—Si, es cierto—murmuró. Y la siguiente frase sonó ahogada, vergonzosamente débil—. Supongo que ya no soy un niño.

El sirviente no mudó su expresión. Sólo los ojos violetas se volvieron un poco más vidriosos, y después le rodeó con los brazos. Maldathar dejó que le alejara de la puerta. Dejó que le envolviera en un abrazo de consuelo y protección. Dejó que le acariciara los cabellos y los rozara con los labios, se dejó acunar, con los dedos crispados en las costuras de la toga del sirviente.

—¿Es que has dejado de creer en mí, Maldathar Ilvana?—preguntó Ammon, en un susurro enigmático—. ¿Has dejado de creer en lo que somos, en lo que hacemos, en todo lo que hay más allá?

—No… no he dejado de creer—confesó—. No puedo. Pero a veces lo olvido. A veces me comporto como si todo eso no existiera. Como si tú tampoco existieras. —Estrujó la tela entre los dedos y se contrajo con una náusea repentina. —A veces lo niego todo. Te niego a ti. Me niego a mí mismo. Soy otra persona. Finjo que soy otra persona, y soy esa persona… y ya no sé quien soy.

Las lágrimas llegaron con un goteo suave, caliente. En el exterior, la tormenta primaveral  restalló con un trueno. Ammon le estrechó con algo más de fuerza y la emoción que siempre parecía tranquila y sosegada en él se dejó ver de una forma más expresiva por un momento. Su abrazo se volvió impetuoso y su voz más firme, trémula y áspera.

—Estás confuso, mi señor. No tengas miedo. La marea sube, después baja… cuando sube se adentra en la tierra, y la primera vez puede temblar, no saber si es barro, agua o arena. Pero nunca deja de ser el mar. —Los dedos largos del maestro, del sirviente, le frotaban la espalda y le peinaban los cabellos. Era agradable. —Es el mar, tanto el agua que roza las profundidades abisales como la espuma que toca las orillas. Es el mismo mar, solo que es más ancho y más inmenso de lo que él puede comprender. No tengas miedo. Encontrarás tu equilibrio, con el tiempo.

—No tengo miedo—mintió él.

—Mientes. Y estás llorando. —Ammon sonrió suavemente, con melancolía. —Sigues siendo un niño.

Maldathar le soltó la toga y le abrazó repentinamente, con un gesto brusco y rígido. Cerró los brazos en su cintura como una pinza. El llanto fluyó con más libertad cuando dejó de ponerle barreras, empapó la túnica de dormir del maestro, del sirviente. El mareo y la sensación de enfermedad se disiparon poco a poco, a medida que el alivio le embargaba.

Y se fue a dormir con el maestro, con el sirviente. Le abrazó bajo las sábanas, olvidada ya Ilsa, olvidado Tyalanor, y la Torre y sus habitantes. Se quedó dormido entre sus cabellos blancos, protegido por sus brazos, con la misma libertad que lo había hecho cuando no era mas que un crío. Los sueños volvieron a él esa noche con más fuerza que nunca: paisajes de ramas retorcidas, de montañas negras y nubladas, valles de ríos pedregosos y hierba gris, rosas rojas en medio de muros de espinos, torres retorcidas y seres de pesadilla que acechaban entre la maleza, pájaros de fuego, lunas de sangre, damas ojerosas con cadenas en los pies y caballeros malditos acosados por espíritus burlones. Bandadas de cuervos de ojos naranjas. Fuegos ardiendo en la oscuridad.

Y él, rey y señor, caminando en medio de aquel universo hermoso y terrible que le pertenecía. Y al que sin duda, él pertenecía.







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©Hendelie


miércoles, 29 de agosto de 2012

Leyendas de Sangre XIV: El arpista que cantaba la verdad




En las noches de Quel’thalas, las velas se encendían en los pebeteros y candelabros, los cristales mágicos resplandecían y los faroles de piedra, con diminutas luminarias azules en el interior, alumbraban los caminos. Una legión de estrellas se encendía en el firmamento, dibujando senderos inescrutables. Aunque los elfos nobles eran amantes del sol y lo adoraban y reverenciaban, en lo más profundo de su alma estaban ligados secretamente a la noche desde tiempos inmemoriales, desde que los abuelos de sus abuelos abrieron los ojos junto al Pozo de la Eternidad y contemplaron el cielo, sorprendidos.

¡La noche! En ella habitaba la magia. En la noche despertó el Arte por vez primera, la noche fue la madre de todos los deseos, de todos los destinos, de todas las creaciones. La noche fue el vientre fértil en el que se concibieron los misterios. Y en Quel’thalas, en la noche, los padres contaban fábulas e historias, los hijos leían, pasando las hojas quebradizas lentamente, los susurros se compartían junto al fuego o bajo la pálida luz de los fanales. El misterio volvía a la vida, la magia era más fuerte, lo desconocido se hacía presente.

¡La noche! Las sombras se escurrían por las paredes, se colaban bajo las puertas. El viento traía voces misteriosas, las criaturas de lo Invisible se hacían presentes al disolverse en parte los delicados velos de la realidad. El Sueño extendía su red sobre los ojos y los corazones, y su conjuro se volvía poderoso, abría puertas y mostraba caminos.

Para Maldathar, la noche era su hogar, negra, espesa y acogedora. Él nunca había tenido miedo a los monstruos bajo la cama ni a los oscuros recodos; amaba la noche y sus enigmas. Era entonces cuando estudiaba y conjuraba sobre sangre y sombra, desde que se ponía el sol hasta pasada la media noche. Más tarde, a pocas horas del alba, se escurría sigiloso hacia las habitaciones de Ilsa, sin pedir permiso. Se enredaba en sus cabellos y en su boca, se sumergía en los recovecos de su glorioso cuerpo y le susurraba al oído descabelladas e inquietantes declaraciones de amor, arrebatado por la pasión. “Te clavaré mi alma en el pecho”, le decía, “devoraré tu corazón para hacerte mía”. Ilsa jamás le rechazó, y aquellas murmuraciones parecían complacerla, encandilarla de un modo incomprensible y primitivo.

La noche era su hogar, pero durante el día, Maldathar creía mudar de piel, como si viviera otra vida.

Al llegar el alba, regresaba a su habitación. Allí estaba Ammon, siempre esperando, siempre en el mismo lugar: sentado en el sillón, junto a la ventana. Le recibía con una mirada violácea y profunda, difícil de descifrar. Entonces, el joven mago extendía una mano hacia él y le invitaba a tumbarse a su lado. Luego le rodeaba con los brazos y hundía el rostro en su pecho, cerrando los ojos con fuerza y esperando a que el sueño le borrase esa absurda sensación de culpa y el nudo en la garganta. Y al cabo de cuatro o cinco horas, tras sueños agitados e intensos, se despertaba, se aseaba y, vestido adecuadamente, acudía a sus labores como hechicero en la Aguja Estrella del Alba.

Al llegar la tarde se citaba con Tyalanor en el viejo cobertizo, o se escapaban a las aldeas o al bosque, a beber, a robar, a escandalizar a las muchachas, a prender fuego a los pajares o simplemente a estar juntos.

Pero algunas veces, unos pocos días al mes, Maldathar relegaba todo lo demás a un lado y se quedaba con su amigo hasta después de la puesta de sol. Y en esas ocasiones, como si se rompiera un hechizo o se deshiciera un conjuro, sus dos vidas diferentes, sus dos identidades, se fundían y revelaban otra, una que era ambas y ninguna de las dos.

Eran los días en los que Tyalanor aparecía con el semblante pálido, o parecía taciturno y distraído. Los días en que tenía un moratón en el rostro o restos de sangre en el brazo, los días en los que hablaba con especial desparpajo, como si tras aquella acidez y palabras soeces quisiera esconder algo a toda costa: una herida, un dolor muy hondo que Maldathar era capaz de adivinar mirándole a los ojos. Y es que Maldathar tenía experiencia en vislumbrar las heridas abiertas de los demás. Solo que usualmente, era una habilidad que utilizaba en perjuicio de otros.

Una de aquellas noches, Tyalanor estaba tumbado en la rama de un árbol, cerca del Claro Ámbar, y Maldathar debajo, en las raíces. El mago tallaba un trozo de madera y el ayudante del chambelán fumaba y daba tragos de una botella de cristal azul. Él había comenzado a contarle una historia, una fábula inventada que no tenía ningún propósito en el comienzo, pero que poco a poco había ido tomando un sentido. Trataba sobre un flautista que viajaba por las aldeas tocando canciones alegres y desenfadadas, pero que en realidad era un pobre hombre perseguido por demonios y espíritus oscuros. Viajar constantemente y cantar canciones graciosas era su forma de escapar de la locura y de la tiniebla.

—Los duques le pagaban en monedas de oro y todas las mujeres querían acostarse con él—explicaba Maldathar, mientras arrancaba esquirlas al tocón de madera—pero nunca se quedaba más de una semana en el mismo lugar.

—¿Pero era humano o elfo?

—Era humano. ¿Qué mas da eso?—replicó Maldathar con fastidio. Odiaba que le interrumpieran, y Tyalanor no dejaba de hacerlo.

—Es para hacerme mejor a la idea.

—¿Puedo seguir? ¿Dais vuestra venia, señor?

Tyalanor se rió entre dientes. Se descolgó a medias de la rama, en una postura peligrosa y excéntrica y luego asintió y se quedó mirándole fijamente.

—Bien. —Maldathar prosiguió, volviendo la vista hacia la talla. La luz estelar no era la ideal para ese tipo de trabajos, pero el joven mago veía especialmente bien en la oscuridad y la noche era clara. —Antes de que pasaran siete días, el flautista volvía a ponerse en camino y buscaba un nuevo lugar donde empezar de cero. Cuando lo encontraba, durante seis días con sus noches, disfrutaba de lo más parecido a una vida normal. Hasta que un día llegó a una aldea que le resultaba terriblemente familiar.

Tyalanor se removió en la rama y se descolgó más, fijando los ojos en él. Tenía unos ojos bonitos y grandes, de color azul cielo, y una mata de cabello rubio cobrizo, casi pelirrojo, suave, ondulado y vaporoso.

—¿Era su aldea natal?—preguntó, con una excitación casi infantil—. ¿De la que no se acordaba?

—No adelantes acontecimientos.

Tyalanor dibujó una sonrisa pagada de sí misma.

—Eso es que he acertado.

—Te he dicho que no adelantes acontecimientos. —Aguardó unos minutos hasta que se aseguró de que su amigo no iba a volver a intervenir y retomó la historia. —Allí estaba su madre, anciana y quebradiza, y la niña a la que había amado de muy joven, allí estaba la tumba de su padre y las casas y calles que cada noche añoraba.

—Lo sabía—murmuró el hijo del arpista, en un susurro quedo. Maldathar lo pasó por alto.

—Pero los demonios acechaban y sabía que si se quedaba más de siete días, ellos caerían sobre él.

—¿A quién te estás tirando en las alas superiores de la torre?

Maldathar detuvo el cuchillo sobre la madera y entrecerró los ojos. Durante unos segundos permaneció en silencio, siendo observado por la atenta y maliciosa mirada de su amigo. Su voz sonó indiferente al responder:

—No sé de qué me hablas.

El chambelán descendió del árbol con un ágil salto. Se plantó delante suya y le arrebató el cuchillo y el trozo de madera, mascullando, malhumorado.

—Se supone que somos amigos. Nos conocemos hace años y no es que necesitemos hablar mucho, pero no es agradable que me mientas.

Maldathar se puso en pie y se sacudió la toga.

—Te digo que no sé de qué me hablas.

—¿Ah no? Pues te he visto subir. Y no una vez, sino siete. Siete veces, Maldathar. ¿A quién estás viendo?

—No es asunto tuyo.

—¿Ahora sí sabes de qué te hablo?

El mago entrecerró los ojos. El hijo del arpista le devolvió el puñal, y arrojó la talla al suelo con desprecio, lo cual le hizo hervir por dentro la sangre.

—¿Y tú, qué me responderás si te pregunto por las marcas que tienes en los brazos? —preguntó, insidiosamente. Tyalanor casi dio un respingo, y cuando le miró, en sus ojos claros había una advertencia. Pero Maldathar siguió hablando. —¿Me dirás que sí es asunto mío y responderás alegremente si te exijo explicaciones sobre las cosas que oigo, sobre lo que he visto al seguirte, sobre tus escarceos nocturnos y tu llanto velado?

—Calla.

Sonó a advertencia. Comprendió que podía hacerle daño, y no quería. Pero sí quería. Así que continuó.

—Te he visto ir a los aposentos de los ancianos magos, te he visto salir dándote asco a ti mismo. Te he visto cortar las cuerdas del arpa de tu padre y he escuchado sonar las bofetadas tras la puerta de vuestra habitación.

—Calla.

Sonó a amenaza. Pero continuó.

—¿Él sabe que te follas a los viejos a cambio de favores y posición, por eso te pega? ¿O es porque él también quiere follarte?

—¡Cierra la boca, maldito seas! ¡No sabes nada!

Sonó desgarrado. Cruel como un incendio provocado. Destructor como un latigazo. Maldathar dio un traspiés cuando Tyalanor se le echó encima, agarrándole por el frontal de la toga. Su puño le hizo tanto daño como esperaba y se tambaleó. Cayó al suelo, con Tyalanor sobre él, hecho una furia. El hijo del arpista le golpeó dos veces, tres, cuatro y cinco. Cinco veces le golpeó sobre la hierba, hasta que se detuvo, jadeante y con la mirada encendida. Luego se levantó y se fue dando tumbos hasta el árbol, donde apoyó el brazo. Se inclinó hacia delante y colocó la frente sobre éste, recuperando el aliento.

Maldathar se puso de pie. Se lamió la sangre del labio partido y trató de comprender por qué los golpes recibidos no le causaban rabia ni ira, sino alivio. 

—Todos tenemos nuestros secretos—dijo, tocándose la mandíbula.

Tyalanor estaba pálido bajo la luna. Su rostro parecía casi transparente, su boca era una línea recta y hendida. En sus pupilas había un poso de escarcha amarga cuando miró a su amigo.

—Eres un bastardo despreciable—murmuró—. Yo estoy preocupado por ti. Por eso te pregunto, por eso me intereso. Y tú… tú vas y esgrimes mis secretos para atacarme con ellos y mantenerme alejado de ti, como si lo supieras todo. ¿Pero qué coño te pasa? ¿De verdad eres así?

“Si, soy así. Soy malvado. Me molestan tu interés y tus preguntas. Quería herirte.”, pensó. “Pero no quiero… pero sí quiero. No quiero quererlo.”

Sabía que tenía que disculparse, que su amigo no merecía que le hiciera daño. Pero en vez de eso, dijo con rabia:

—Me estoy tirando a Ilsa Estrella del Alba. Y pienso seguir haciéndolo.

El enfado de Tyalanor se disipó al instante y fue sustituido por una expresión de genuina preocupación.

—¿Ilsa? Estás de broma.

—¿Te parece?—espetó Maldathar. Su expresión no era en absoluto chistosa.

Le miró en silencio un instante.

—Belore. Te van a matar. —Se pasó la mano por el pelo, nervioso. —Si se enteran, te van a matar. Te encerrarán en lo alto de la torre. Te arrancarán la piel a tiras.

—Pues que no se enteren.

—Joder, claro que no. No voy a decírselo a nadie. —El hijo del arpista volvió a fruncir el ceño. —¿Crees que lo haría?

El mago se encogió de hombros. “¿Y yo qué sé? Eres el único amigo que tengo. No sé como funciona esto. En mis sueños, en mis historias, los amigos te traicionan y los leales acaban muertos o sacrificados. No sé como es en la vida real.” Lo pensó, pero guardó silencio. Simplemente le miró  como si no supiera qué hacer o qué decir después de todo.

Tyalanor parecía un poco molesto de nuevo. Tras unos segundos chasqueó la lengua y su semblante se distendió, en sus ojos despertó una mirada comprensiva. Se apartó del árbol y se acercó a él. Sus zapatillas de tela susurraban sobre la hierba crecida del bosquecillo.

—Siento haberte pegado.

—No importa. No me has hecho daño.

No había en su afirmación engreimiento alguno, y por eso Tyalanor levantó un poco la ceja.

—¿Sabes que eres un elfo de lo más peculiar?

Acercó una de las largas mangas de su camisa a la boca del mago y le limpió la sangre de los labios con cuidado. Maldathar hizo un gesto de escozor.

—¿Porque no me duelen tus golpes o porque me acuesto con la hija del Señor de la Torre?

—Por todo, vanya. Por todo.

Cuando volvieron juntos a la torre, Maldathar no dejaba de volver la vista hacia su amigo continuamente. Tyalanor caminaba tranquilo, conversando afablemente con él sobre Ilsa y las peripecias que debía llevar a cabo para llegar cada noche hasta su habitación. El hijo del arpista había recuperado su buen humor; ya no parecía estar escapando de su propia amargura y algo nuevo y atrayente se vislumbraba en él, brillante y cálido. Maldathar entendió que era cierto que se preocupaba por él. Supo que le había aliviado conocer su secreto tanto como a él le había aliviado recibir sus puñetazos.

Antes de llegar a la torre, Tyalanor se detuvo en el camino y le contó a Maldathar lo que él no había preguntado. Le desveló los secretos que el mago creía conocer, y lo hizo con naturalidad y sin dramatismos.

—En realidad, en su mayor parte son sólo rumores. Pero no voy a negar que he dado alguna alegría en su vejez a esos hechiceros de medio pelo—explicó, sonriendo a medias sin pudor—. Sin embargo, lo que les interesa de verdad es lo que sé de unos y de otros. Por ejemplo, a Santhagar Solarcano le cuento lo que Meldareth Fion’el está estudiando en este momento, y así él puede intentar tomarle la delantera. Es para eso para lo que me llaman la mayoría de las veces. En cuanto a mi relación con mi padre, es cierto que es difícil… pero no es lo que tú has dicho, demonios. Tienes una mente un poco enferma.

—Me lo dicen mucho—admitió Maldathar. Y aguardó a que siguiera hablando.

Pero Tyalanor no dijo nada más, y Maldathar no preguntó. Reanudaron su camino hasta llegar a la torre, y una vez cruzaron la verja, el joven chambelán le pidió que aguardase en el cobertizo. El mago esperó durante unos minutos. Cuando Tyalanor regresó, las estrellas apenas se habían movido y una brisa suave se colaba por el ventanuco roto. El joven llevaba entre las manos un arpa pequeña, tallada con escasa destreza y con las cuerdas tensadas con clavos. Era probablemente el instrumento más rudimentario que Maldathar había visto en toda su vida.

—¿De dónde has sacado esta bazofia?—preguntó despreciativamente.

Tyalanor esbozó su sonrisa ancha y franca.

—Lo he hecho yo.

El mago puso cara de circunstancias.

—Ah. Es muy bonita.

Su burdo intento de conciliación hizo reír a Tyalanor, que negó con la cabeza. Luego pasó los dedos sobre las cuerdas, arrancando un acorde cristalino, puro, cascabeleante, que sonaba a estrellas y riachuelos y parecía imposible que procediera de un artilugio tan rústico como aquél.

—Es horrible, pero es lo único que he podido conseguir. —Luego borró la sonrisa y pulsó algunas notas distraídamente—. Sé que admiras a mi padre por su talento como músico, pero la verdad es que es un fraude. Y como persona es peor. Casi todas sus canciones son mías. Bueno, las buenas lo son.

Maldathar entrecerró los ojos y se apoyó en la mesa, procesando la información.

—¿Cómo que son tuyas? Espera, ¿Te las ha robado? ¿Y tú desde cuándo tocas? —añadió—. Pensaba que no tenías talento.

El hijo del arpista desvió la mirada.

—Ya, bueno. Él no quiere que nadie lo sepa, pero yo tampoco. Dejé de tocar cuando me di cuenta de lo que él hacía con mi música. —Los ojos azules de Tyalanor se fijaron en los suyos. Ese cobertizo le sentaba bien, a pesar de lo mugriento que era. Maldathar siempre le encontraba especialmente hermoso en la penumbra de la pequeña choza. —Sólo le interesa la vanidad, las alabanzas. No le importa nada más. Nunca ha amado la música y tampoco me ha querido a mi. Supongo que porque soy el único que sabe que es un fraude, el único que podría desenmascararle y avergonzarle.

—Bueno, al menos no eres un bastardo—apostilló el mago.

—Maldathar, estamos hablando de mi, para variar—le recordó Tyalanor, con cierto fastidio—. Eres un poquito egocéntrico, ¿sabes?

—Perdona—se apresuró a decir—. Sigue, anda.

El joven chambelán esbozó una sonrisa divertida y luego negó con la cabeza.

—Nada. En realidad eso es todo. Mis peleas con mi padre son por envidia y por celos. Y por frustración. Yo querría que él me quisiera, y él querría que… no sé. No tengo ni idea de lo que quiere de mi, salvo robarme mi talento.

—Pues es un asco. Pero para contarme eso no tenías que traer tu arpa—completó Maldathar, ladeando la cabeza con curiosidad—. ¿Eso significa que vas a tocar algo para mi?

Tyalanor volvió a reírse.

—No. Yo voy a tocar, pero no para ti—repuso con malicia.

Maldathar no volvió a quejarse, porque aunque hubiera querido hacerlo, de inmediato su amigo comenzó a pulsar las cuerdas tensas y la noche estrellada se pobló de notas límpidas, gotas de plata y esquirlas de cristal que tejieron una melodía dulce y extraña. 

En el cobertizo polvoriento, el hijo de Cordelia experimentó esa noche la fuerte impresión de estar ante algo único, delicado y frágil. Era como si la imagen de Tyalanor tañendo su lira, concentrado y con los ojos rebosantes de emoción, y el sonido celestial de aquellas cuerdas estuvieran hechos de un vidrio muy fino, como un pétalo tembloroso.

Por eso, Maldathar se grabó aquel momento en el alma a fuego, en un intento de mantenerlo a salvo de cualquier mal, del dolor, del paso del tiempo. Él no sabía proteger, pero deseó hacerlo con todas sus fuerzas.

¡Ah, la noche! En ella se descubre a veces la belleza de lo que nos parece cotidiano a la luz del día. En ella hallamos magia en lo vulgar, gracias a su argéntea luz encontramos rincones de maravilla en un trozo de madera, en una canción, en los ojos de un amigo. Y aquella noche, por ese único momento, cuando Maldathar deseó proteger a Tyalanor y a su música, a Tyalanor y a su generoso corazón, entonces por primera y quizá única vez, el hijo de Cordelia fue realmente puro.


El cuervo, posado en el alfeizar de la destartalada ventana, lo estaba viendo todo.


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©Hendelie