lunes, 27 de agosto de 2012

Leyendas de Sangre XIII: El premio de la humildad es el precio de la ambición




La brisa se había despertado juguetona. Recorría los pasillos de la Torre y se colaba por las celosías, agitaba los cortinajes azules, plateados y granates y silbaba entre las rendijas de las puertas. En la biblioteca se entretuvo haciendo pasar las páginas del enorme grimorio que consultaba un aprendiz. Casi parecía escucharse la risa cascabeleante de los espíritus del viento, cual si jugaran a perseguirse a través de los luminosos corredores, de las rampas, de las habitaciones abiertas en las que las camas se hacían solas y las escobas barrían el polvo.

En una de las estancias superiores de la Aguja Estrella del Alba, los visillos se elevaron y volvieron a caer cuando la mano invisible de la brisa las tocó. Una mirada plateada y dominante, que parecía ver lo invisible, se clavó entonces en algún punto cercano a la ventana y los espíritus del aire se detuvieron en seco, sintiendo aquellas pupilas fijas sobre ellos. ¿Les estaba mirando? ¿Les habría visto? Imposible, imposible, se dijeron, imposible. Ni siquiera los elfos eran tan sensibles. Los espectros de los muertos y los ecos del pasado se hicieron la misma pregunta, se dieron la misma respuesta. Y cuando los ojos de plata dejaron de prestarles atención, todos prosiguieron con sus actividades, allí en aquel mundo secreto y transparente. Los observadores observando, los oyentes escuchando, los recuerdos persistiendo, los espectros anhelando. Y los espíritus del aire continuaron con su alocada carrera, escurriéndose bajo las puertas, silbando entre las celosías, bailando con las hojas y los cortinajes, acariciando los cabellos de las damas.

En los aposentos de Ilsa la sofista, la ventana se cerró por sí sola, cerrando el paso al exterior, y nadie volvió a tocar los visillos. El aire estaba cargado en aquella estancia. Olía a calor y a humedad, a flores dulzonas, y reinaba el clima de los bosques tropicales y sofocantes. Sobre la cama revuelta había dos figuras moviéndose como anémonas. La dama de la torre, Ilsa Estrella del Alba, estaba tendida, desnuda, como desmayada. Sobre ella, un joven elfo de cabellos oscuros como la noche se cernía como un ave de presa. Le había clavado los dedos en los pechos y deslizaba los labios por su cuello, arrancándole estremecimientos involuntarios y haciendo que se arquease sobre las sábanas húmedas. "¿Qué estoy haciendo?", se preguntaba a veces la dama, en medio de la embriaguez del deseo. "¿Qué estoy haciendo, por Belore? ¿Me he vuelto loca?". Pero su cuerpo parecía no pertenecerle, y a pesar de estas vacilaciones, seguía estremeciéndose y arqueándose, pidiendo más sin hablar. 

Había amanecido y ni siquiera la luz del sol había logrado arrancarla de aquel estado de ardiente necesidad. La noche había discurrido tan atemporal como un sueño: eterna y fugaz al mismo tiempo. Toda la noche había estado en sus brazos y le había tenido entre los suyos. El amanecer no había significado nada, salvo la ansiedad por apurar hasta el último instante posible antes de que todo se rompiera.

"¿Qué estoy haciendo?", se repetía. Y a la Ilsa malvada, a la Ilsa depravada y pérfida, a esa Ilsa infame que llevaba dentro, la pregunta le hacía reír con una risa llena de lascivia. 

Los labios de su amante le quemaban sobre la delicada piel. Sus dedos se abrieron y acunaron los senos redondos, los acariciaron, rozaron las puntas con las yemas mientras la lengua húmeda y desvergonzada se escurría entre ambos. Ilsa se mordió el labio y trató de mirarle, con la visión enturbiada. Descubrió su semblante tras la sombra de los oscuros cabellos: los ojos de plata le devolvieron la mirada con insolencia; vio la rosada punta de la lengua sobre su piel, sus labios abiertos en una mueca que casi parecía una sonrisa cruel. La excitación despertó con más fuerza. Cerró los ojos y se abandonó, mientras las manos de su pupilo la recorrían osadamente y su boca descendía a lo largo del pálido paisaje de su cuerpo, marcándola con saliva ardiente.

Era como estar dividida en dos. Ella también era esa que se retorcía sobre las sábanas, la que tenía la espesa cabellera empapada de sudor y rodeaba la cintura de su amante con una pierna, cual araña posesiva. Ella también era esa que le clavaba las uñas en la espalda y le reclamaba hacia su vientre. Ella era la que gemía y se abandonaba a las mordeduras intensas de placer que él despertaba en su cuerpo con una habilidad diabólica. No se conocía a sí misma. La razón parecía haberse diluido en aquel perfume misterioso y fascinante que impregnaba la estancia, pero a veces despuntaba mínimamente y le enviaba mensajes, señales. 

"Ya es de día", decía ahora la razón, apagada y denostada. "Ya es de día. Nos descubrirán."

—Para... —murmuró, soltando una mano de la ropa de cama y buscando la muñeca de su amante. Cerró los dedos sobre ella y trató débilmente de apartarle los dedos de su cuerpo—. Para... te lo ordeno... por favor...

—¿Es una orden o una súplica?—preguntó el joven. Depositaba besos sutiles debajo de su ombligo, en la tierna curva que unía el vientre con el tibio vergel de su sexo. Allí, un perfume metálico delataba la presencia de su sangre lunar.

—Es... es una orden—decidió Ilsa, desesperada. 

—No la acepto.

Él le separó los muslos. Una caricia mojada y caliente se deslizó hacia su más secreto interior y ella se abrió, salpicada de rocío y de perlas carmesíes, como una flor temprana, una rosa roja y sangrante. Volvió a aferrar las sábanas y se deshizo en suaves jadeos, rindiéndose otra vez, exuberante y bella, viva como nunca.

A Ilsa la habían cortejado muchas veces. Sus alumnos se enamoraban de ella constantemente, los arcanistas la admiraban y su belleza hacía prender el deseo en elfos y elfas con facilidad, pero hasta ahora, nadie había conseguido doblegarla y llevársela a la cama. Y así debía ser.

En la Aguja Estrella del Alba se conservaban y practicaban costumbres antiguas sobre estos temas. El disfrute sensible y el placer carnal eran considerados como algo necesario y bueno para la mente, el alma y el cuerpo, siempre que se llevaran a cabo de mutuo acuerdo y no dieran lugar a obsesiones personales, problemas sentimentales o conflictos de ninguna índole. De este modo, casi todos los habitantes de la Aguja eran libres para alternar con quienes desearan, siempre que se tratara de relaciones entre miembros del mismo estrato social. Acostarse con los criados no era un delito, pero era vulgar y daba lugar a habladurías más intensas de lo habitual que repercutían en la respetabilidad de uno . En cambio, que un arcanista iniciara a sus aprendices en el sexo, era natural y bueno. 

Para Ilsa, estas libertades estaban vetadas. Era la hija del Señor de la Torre, y como tal, había sido prometida con un noble de Lunargenta cercano a la familia real. Ella sabía que tenía que llegar doncella al matrimonio y a decir verdad, no le había costado trabajo proteger su virginidad. Su estatus y su carácter hacían que los deseos y fantasías de los habitantes de la Aguja se quedaran en eso: deseos y fantasías. Los más osados se habían atrevido a hacerle proposiciones, pero nadie había tenido el coraje de robarle un beso siquiera, nadie salvo su díscolo aprendiz, Maldathar Ilvana. Ella era Ilsa Estrella del Alba, era una Sofista, una maga reputada y excelente, y además la hija del Señor de la Torre. Su nobleza y su altura la convertían en algo inalcanzable, y todos lo sabían y lo acataban. Todos menos él. 

Siempre había sido así, pero su atrevimiento había llegado a cruzar una línea peligrosa la noche anterior, y ya no había vuelta atrás. Porque la noche anterior, Maldathar Ilvana, el bastardo de Cordelia, un elfo sin derechos ni apellido siquiera, un descastado, se había llevado su virginidad, y ahora, ya perdida, poco importaba retozar más o menos en sus brazos, hacerse la digna o intentar detenerle. 

Poco después de media noche, tras la ceremonia de entrega de los elémir, la cena y la fiesta posteriores, su pupilo se había presentado en la puerta de sus aposentos como si tuviera todo el derecho del mundo a estar allí. Ella se le había quedado mirando, incrédula y algo inquieta.

—¿Qué haces aquí?—le había preguntado—. ¿Cómo has logrado que los centinelas te dejen subir? 

Los ojos de Maldathar eran audaces y descarados, la observaban fijamente como si fueran dos iguales. 

—Sin pedirles permiso. 

Ilsa había mirado alrededor y le había reprendido severamente. Le iban a ver. Si le veían, sería castigado. A Maldathar no le importaba, dijo que quería hablar con ella, que era importante. Entonces escucharon pasos y voces alegres y ambos se quedaron en silencio, mirándose. Ilsa, alarmada. Maldathar, desdeñoso y tranquilo, como si supiera exactamente lo que iba a suceder.

Ella no quería que nadie le castigara, no quería que nadie le tocara en realidad. Había protegido a su pupilo desde antes de que lo fuera, y por eso, y no por otra cosa —se decía a sí misma—, tiró de él y le metió en sus habitaciones antes de que fuera descubierto en su puerta. Por eso, y no por otra cosa, cerró por dentro y le ocultó en su cuarto. Fue por eso.

Ahora estaba en la cama, con él. "¿Qué estoy haciendo?"

—Detente... Belore...

La voz de Ilsa era un gemido lastimero. Su cabeza reposaba sobre las almohadas, ladeada hacia la izquierda. Estaba sonrosada, con los poros dilatados, el vello de punta, los pezones erguidos y las mejillas arreboladas. Se le habían hinchado los labios y cuando se los mordía parecían frutas rojas a punto de reventar. Tenía los ojos brillantes y húmedos, los rizos revueltos extendidos sobre los cojines y las entrañas agitadas como si en ellas hirviese la vida misma. La lengua de su amante estaba provocándole espasmos, las corrientes de placer eléctrico nacían en su vientre y le recorrían hasta la punta de los dedos y la raíz del pelo. Casi se sintió agradecida cuando él emergió, relamiéndose; alzó una mano para ponerle los dedos en la nuca y le atrajo hacia sí. 

Se besaron con voracidad. Ella le tomó con los dedos y le acogió en su interior, tomando la iniciativa. Él se deslizó con facilidad entre los húmedos pliegues, dispuesto y firme, y se enterró hasta el límite. Y de su garganta surgió un gruñido apagado, deleitoso y lascivo, que a Ilsa le recordó el ronroneo de un lince. Se aferró a su espalda y se arrojó al vacío de nuevo.

Ya no importaba cuántas veces lo hiciera. No había vuelta atrás. Ella era Ilsa Estrella del Alba, era una elfa crecida y conocía las implicaciones de aquel acto infame y maravilloso. El bastardo de Cordelia se había llevado su virginidad, y se alegraba por ello. Había sellado su destino y se alegraba por ello.

Sin duda, había perdido la cabeza. Y se alegraba por ello.

. . .

En la habitación de la sofista, las velas ardían en un candelabro de la esquina. Por la ventana se filtraba la luz lechosa de la luna y las estrellas. Maldathar estaba de pie junto a la puerta, vestido con la misma toga de terciopelo y seda roja y negra con la que había recibido la elémir. Tenía abalorios en el cabello y la miraba a los ojos como si fuera un poderoso señor y no un bastardo, un maestro y no un alumno. Ilsa recordó al niño descarado que le había hablado en el balcón, muchos años atrás. Un estremecimiento le recorrió la espalda y apartó la vista, obligándose a dejar de contemplarle.

—¿A qué has venido?—le preguntó, secamente.

—Ya no soy tu pupilo.

—No—corroboró ella—. El trienio ha terminado.

Él extendió los dedos para rozar uno de sus rizos, que reposaba sobre el hombro cremoso. Ilsa se mantuvo tensa, a la expectativa, preguntándose en qué momento debía detenerle. Las cortinas se agitaron y se escuchó el graznido de un cuervo, un soplo de aire gélido apagó las velas. Ella dio un respingo. Al moverse, involuntariamente, rozó sus dedos con la mejilla. Maldathar no se inmutó, sino que seguía mirándola, y ahora, bajo la luz del cielo nocturno, aún parecía más un gran señor de la magia, un hechicero misterioso que conjuraba sombras en su habitación y le regalaba flores de tinta. Se le contrajo el corazón un momento.

—Sigo siendo arrogante y ambicioso, Shan'diel—murmuró él, como quien confiesa un importante secreto—. Pero he aprendido mucho de vos. He aprendido cosas que me hacen ser menos arrogante... pero más ambicioso.

Ilsa dejó escapar un hilillo de aire entre los labios.

—No sé si te entiendo.

Los dedos del joven mago se deslizaron por la línea de su rostro, desde la sien hasta la barbilla. Fue una caricia tan delicada y devota que Ilsa se quedó petrificada. "No debería permitir que me tocase así", comprendió. Pero los ojos plateados la miraban, hipnóticos, ardientes. Y no quería apartar la mirada otra vez. No quería apartar su mano. 

—Vos siempre me habéis advertido sobre el peligro de perder el alma en el camino de la magia. Seguramente, si no la pierdo sea gracias a vos. —Hizo una pausa—. Tú has llenado mi alma, pero ahora te ambiciono a ti, Ilsa. Y tienes que ser mía.

Ella se tensó. Los dedos de Maldathar estaban en su cuello. ¿Cómo se atrevía a tutearla? ¿Cómo se atrevía a decir lo que estaba diciendo, qué desfachatez era aquella? Se le abrieron las aletas de la nariz y la sangre se le subió a las mejillas.

—Dirígete a mí correctamente—le reprendió, golpeándole los dedos para apartarle la mano de su piel.

El elfo entrecerró los ojos y la agarró por la muñeca, en una presa firme pero suave. Se acercó a ella. Ilsa miró alrededor, alarmada y sorprendida, y trató de poner distancia entre los dos. Lo único que consiguió fue que él la acorralase contra la pared. Estaba indignada. Estaba asustada. Y la arpía de su interior se reía, disfrutando con lo que sucedía.

—¿Correctamente según qué normas?—preguntó el joven mago con mucha calma.

—¿Qué?—el pecho de Ilsa subía y bajaba rápidamente. Su voz sonaba aguda a causa de la estupefacción y el enfado— ¡Suéltame! ¿De qué hablas? ¿Como que qué normas?

—Para mi, la forma más correcta de dirigirme a ti es ésta.

Ella vio acercarse su rostro y supo lo que iba a pasar. Abrió mucho los ojos. Cuando él la besó, fijó las pupilas sorprendidas en la noche, más allá de la ventana. Un mechón de cabello oscuro con un abalorio de plata prendido se interpuso en su campo de visión. El perfume de Maldathar le cosquilleó en la nariz y le entró hasta los pulmones, anegándola. Olía a flor de fuego, terciopelo y tinta. Sus labios eran suaves y duros, dominantes, pero también entregados, y la mano que le oprimía la muñeca terminó enlazando los dedos con los suyos.

Ilsa cerró los ojos. Y como había sucedido tres años antes, aquella elfa extraña que habitaba en su interior, la Ilsa salvaje y reprimida, la Ilsa fogosa y llena de luz y vida, se despojó de las cadenas y tomó el control, abrazando a aquel aprendiz que había sido capaz de llegar hasta ella sin pedir permiso a nadie. Respondió al beso con ardor, hasta que le dolieron los labios y ambos se apartaron, resollando, con los dedos cerrados en las ropas del otro, mirándose con pupilas hechizadas. 

—¿Por qué me elegiste, Ilsa?—preguntó él.

"¿Por qué me elegisteis, Shan'diel?", le había preguntado Maldathar tres años antes. Aquella noche, bajo la luz de las estrellas, aún agitada por el beso que acababan de compartir, Ilsa Estrella del Alba obtuvo su respuesta con una vehemencia tan brutal como un golpe en el pecho. Le cortó la respiración, cayó sobre ella, fatal e ineludible. Su rostro se distendió y las palabras salieron de sus labios con claridad, con el tono suave de los descubrimientos terribles y hermosos.

—Sabía que tú me alcanzarías.

Ella cerró los brazos como un aspa en su espalda y se encogió contra su pecho. Maldathar la cubrió con los suyos en un gesto posesivo y protector. Cuando volvieron a besarse, una nube cubrió la luna y un reflejo extraño y fantasmagórico parpadeó sobre las losas de cerámica sin que nadie lo viera. 

En el mundo invisible, los observadores les observaban, los oyentes les escuchaban. Su encuentro se tejía en el tapiz de los recuerdos persistentes y los espectros, silenciosos, anhelaban, anhelaban y envidiaban.


No hay comentarios:

Publicar un comentario