Llevaba una máscara de plumas negras, una capa de plumas
negras, un traje de plumas negras. En el cinturón, una gema púrpura. Las botas
eran dos garras pardas. El pico negro de la máscara se adelantaba como un
espolón y el cabello era una peluca de lana, negra y crespa, despeinada. Tenía
los ojos de color violeta y le observaba con expresión burlona.
El corazón de Maldathar saltó en el pecho y la copa quedó
suspendida, inmóvil, en su mano crispada. Conocía esos ojos. Por un momento
pensó que era él, Ammon. Eran sus ojos, el mismo color, la misma forma, la
misma profundidad. Pero aquella expresión no era la suya, tampoco aquella voz
ligera con la que le saludó. Y lo hizo con una frase extraña y bufonesca.
—El Misterio bebe vino de primavera y se entristece.
—Sacudió las plumas del hombro con un movimiento aviar. Todos sus gestos lo
eran. Parecía un pájaro polimorfado en elfo y a su vez disfrazado de pájaro—. ¿Está
triste porque nadie le resuelve?
Maldathar entrecerró los ojos y dio un trago a la copa. No,
esa no era la voz de Ammon y esa mirada burlona no era la suya. La agitación en
su pecho dio paso a una breve decepción. Le dio la espalda.
—Los misterios no existen para ser resueltos.
—Existen para fascinar, ¿no es así? —El Cuervo se ladeó para
buscar su mirada, se interpuso en su campo de visión, retorciendo el torso.
—¿Está triste este enigma, entonces, porque no es tan fascinante como
pretendía?
Maldathar parpadeó dos veces. El Cuervo esbozó una sonrisa
torcida, burlona, y él tuvo que reprimir la suya. “Maldito idiota”, pensó.
—Tal vez—mintió, dando un digno sorbo a su copa.
—El Misterio no debe desilusionarse si le tienen
miedo—susurró el pájaro negro, acercándosele más. Levantó un ala para hablarle
al oído, entre secretos. Olía a sangre y a conjuros, a algo oscuro y denso,
magnético y familiar—. El Misterio no está al alcance de todo el mundo. ¿Quién
va a querer sentirse atraído por lo inaccesible? No, huyen, huyen. Al Misterio,
¿quién lo entiende? —Hizo una pausa. Maldathar le miró de reojo y el Cuervo
volvió a sonreír con insolencia. —Los iniciados. Los que tienen los ojos
largos.
Hizo un gesto con la mano, desde la altura de su antifaz
hacia la lejanía. Luego le miró de nuevo y Maldathar se dio cuenta de que había
estado observándole casi sin respirar. Tomó otro sorbo.
—Y los Cuervos. ¿Es eso?
El ave agitó las plumas y se rió con una risa grave y
cálida, un tanto desdeñosa.
—Los Cuervos, tal vez. Quién lo sabe. Ellos no te lo dirán.
—Los Cuervos también son Misterios, entonces.
—No, sólo son astutos.
—Entonces son vanidosos—insistió él.
Maldathar no tenía una gran tolerancia a la contradicción,
pero aquel pájaro parecía querer ponerla a prueba.
—No, sólo son astutos.
—Eso ya lo has dicho—entrecerró más los ojos, mirándole con
hostilidad—. ¿Eres un cuervo o un loro? ¿Y por qué me molestas?
El Cuervo agitó las plumas y se rascó un hombro con el pico.
Luego le sonrió, acercándosele mucho. Maldathar se tensó. Detrás del Cuervo, la
fiesta brillaba, esplendorosa, los elfos y elfas bailaban, Ilsa y Tyalanor
giraban alrededor de una hoguera, tomados de las manos. Pero el Cuervo se
interponía entre él y todo eso, su sombra apagaba el brillo de los fuegos y los
fanales.
—Tú me has llamado—susurró el ave.
—Yo no te he llamado.
—No es cierto. —El Cuervo casi ronroneaba. Ladeó la cabeza
emplumada y alzó un ala para rozarle el hombro, el cuello y la barbilla.
Maldathar sintió deseos de estamparle la copa de cristal en la cara, pero no
fue capaz. Se había quedado petrificado, y no sabía bien por qué. Aquel
tacto emplumado le sacudía muy adentro, en el alma, con una mezcla de pánico y
anhelo. —No me has llamado a gritos, pero me has dejado tus reclamos. Te alejas
de los demás, buscando la soledad. Pierdes la mirada en el fuego. El beso de la
Vanidad te hace tambalearte. —“¿Me ha estado espiando? ¿Quién demonios es?”
—Rehuyes lo que deseas, y deseas mucho más. No, no me has llamado a gritos, pero
me has dejado tus reclamos. Ahora estoy aquí, para cumplir todos tus deseos.
Los que callas.
El Cuervo volvió a sonreír con esa sonrisa inquietante y
maligna. Maldathar se sintió completamente impotente ante él. No le temblaban
las manos pero una sensación pesada y ominosa empezó a circundarle y a llenarle
de amargura. Cuando al fin fue capaz de hablar, la voz le salió débil y
ahogada.
—Pues empieza por desaparecer de mi vista.
El Cuervo sacudió las alas. Se rascó con el pico debajo de
una y luego le volvió a sonreír.
—Como ordene mi Señor. —Comenzó a caminar hacia atrás,
acercándose de espaldas a la hoguera. —Rehuyes lo que deseas… pero algún día,
estaré sobre tu hombro. Y tú me querrás allí.
Maldathar apretó los dientes, crispó los dedos. La embriaguez
pareció disipársele de golpe y avanzó como una tempestad hacia el extraño elfo
emplumado, con una mano extendida hacia delante, dispuesto a conjurar un
infierno sobre él y exterminarle para siempre. El Cuervo dio entonces un salto
y una voltereta en el aire, hacia el interior de la hoguera. El mago se detuvo
en seco, aguantando la respiración. Las llamas se elevaron y una voluta de humo
negro como la noche se elevó hacia el firmamento. Un puñado de plumas quedaron
flotando sobre la pira.
“No puede ser. ¿Todo esto ha sucedido?”
Maldathar contemplaba el fuego. Una de sus manos goteaba
sangre y vino sobre el suelo. Había roto la copa sin darse cuenta y tenía
cristales clavados en la palma, pero ni siquiera era consciente del dolor.
Tenía la botella en la otra mano y empezó a dar largos tragos. Estuvo allí,
inmóvil, aturdido, durante minutos enteros, bebiendo a largos tragos hasta que
dilapidó la botella. La embriaguez y el cansancio se le subieron a la cabeza y
de pronto todo le pareció irreal y estúpido. Se sintió débil y borracho,
enfermo. Iba a intentar moverse para sentarse en alguna parte cuando una mano
amiga se posó sobre su hombro y la voz de Tyalanor, el hijo del arpista, llegó
hasta él, ensordecida.
—¿Te encuentras bien?
—Sí. Sí, pues claro que estoy bien.
—Estás sangrando.
Medio adormilado, se dejó guiar hacia el borde de la fuente.
Se sentó, mientras Tyalanor parloteaba, preocupado palabras que no entendía.
El hijo del arpista empezó a sacarle trozos de cristal de la mano. Se obligó a
volver en sí cuando los ojos azules, inquietos, se clavaron en los suyos.
—En serio, estoy bien.
—¿Es por lo que he hecho? ¿Te he aguado la fiesta porque te
he besado? Dime la verdad, Maldathar, no me mientas. Siempre me mientes.
Maldathar entrecerró los ojos. “¿De qué habla este idiota?”
—No eres el centro del universo—repuso con apatía.
Tyalanor se quedó frío, como golpeado, por un momento. Luego
empezó a escupirle palabras cargadas de sarcasmo.
—Belore... disculpad mi atrevimiento, Majestad, al pensar que mi comportamiento
podía afectaros. Además, es evidente que el centro del universo eres tú. No
pretendía arrebatarte la posición.
—No te enfades. Auch. —Tyalanor le había arrancado un
trocito de cristal con mucha brusquedad. Le tocó el pelo con la otra mano, en un
gesto infantil. Siempre le había gustado su pelo—. No te enfades conmigo, Tyalanor.
—Eres insoportable.
—No me has molestado. Sólo me has sorprendido. No me lo
esperaba.
—Ya. —Tyalanor apartó la vista. —Debes estar un poco ciego
si no te lo esperabas.
—¿Era una broma estúpida o de verdad querías besarme?
No estaba preparado para entender estas cosas. No en aquel
momento, cuando todo le daba vueltas y tenía la sensación de ir perdiendo la
dignidad poco a poco, a medida que su cuerpo oscilaba en el borde de la fuente.
—Eso depende de si te ha gustado o no.
—Bueno. Es difícil de decir. —No estaba preparado para esta
conversación. Tenía ganas de vomitar. Y sin embargo no podía callarse. —Ha sido un beso muy poco valiente, si me
permites el comentario. Pero no ha estado mal, yo diría que sí me ha gustado.
—En serio, eres insoportable—refunfuñó el joven de ojos
azules, ofendido.
—No te enfades conmigo, Tyalanor. —Volvió a tocarle el pelo.
—Soy un bastardo cabrón. Mira. Puedes besarme todo lo que quieras, ¿de acuerdo?
Pero hoy no. Estoy muy borracho y creo que voy a quedarme dormido en cualquier
momento.
El hijo del arpista levantó la mirada y el enfado se disipó
de sus ojos claros tan rápido como había llegado. Se rió con suavidad y le sacó
el último cristal.
—Ilsa está imparable y tu estás hecho polvo. Voy a tener que
llevaros a casa a los dos.
—Gracias.
El hijo del arpista esbozó una media sonrisa.
—Para eso están los amigos.
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©Hendelie
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©Hendelie
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